El 15 de marzo de 1995, a las 19.30 horas, recibí una llamada telefónica de Lice Moreno, compañero de correrías tras los ovnis.

Me advirtió: «Atención al año 2002… Especialmente a enero y a febrero… Veo riesgo de infarto… Problemas de tipo cardiopulmonar».

Lice fundamentaba la advertencia en la astrología.

No hice caso.

No creo en la astrología.

Además, faltaban siete años…

Afortunadamente (?) lo escribo casi todo.

Y llegó el 22 de enero de 2002.

Me encontraba en la isla de Pascua.

Esa tarde, en la ascensión por la ladera interior del volcán Hanga Roa, me sentí mal. De pronto experimenté un fortísimo dolor en el pecho. Fue como si me atravesaran con una larga aguja de hacer punto. Tuve que detenerme. No podía respirar.

Poco a poco, el dolor fue remitiendo.

Sudaba y tenía escalofríos.

Me asusté y escribí en el cuaderno de campo: «¿Peligro de infarto?».

A partir de ese día, y durante seis meses, me tocó vivir un total de trece episodios semejantes.

Así lo reflejé en los correspondientes cuadernos.

Fueron estocadas, más que dolores, y siempre en el pecho.

Si me detenía, el dolor se amansaba y se iba.

Cuaderno de campo correspondiente al 22 de enero de 2002.

Y así viajé por dieciocho países, filmando Planeta encantado.

No dije nada a nadie; tampoco a Blanca.

De haberlo hecho, la realización de los documentales hubiera peligrado.

J. J. Benítez en el cráter de Hanga Roa, en Pascua, poco antes de sufrir la primera angina de pecho. (Foto: Iván Benítez).

Uno de los momentos más difíciles se registró en Argelia, en la subida a la meseta del Tassili N’Ajjer. En los 1800 metros de ascensión, las anginas de pecho —porque de eso se trataba— se repitieron cuatro veces. Creí morir…

Pero resistí.

Y llegó el 9 de julio (2002).

Eran las 16 horas.

Hacía calor.

Me hallaba en el dormitorio de mi casa, en «Ab-bā». Trataba de descansar.

Al fondo, sin sonido, gesticulaban los colorines de un televisor.

Y de pronto lo vi…

No sé explicarlo, pero allí estaba: mi pie izquierdo no era un pie.

Y me sobresalté.

No sé cómo pero el pie se había transformado en una calavera. Eso, al menos, fue lo que vi (o creí ver).

Era un cráneo humano que se movía despacio, muy lentamente. Los movimientos de la calavera coincidían con los del pie.

Durante segundos no me atreví a parpadear.

¿Qué era aquello? ¿La muerte? ¿Qué hacía en mi pie?[104]

Me incorporé de un salto y huí.

Fue inútil.

La visión de la calavera permaneció (y permanece) en mi memoria.

Y continué con el trabajo y, naturalmente, prosiguieron los «avisos».

El 15 de julio me hallaba en Bilbao, en plena labor de postproducción de la mencionada serie de televisión.

Recuerdo que caminaba por la Gran Vía.

Entonces se presentó el dolor.

Fue más agudo…

Me detuve, aterrorizado.

A los pocos segundos se fue.

Continué mi camino y, en nada, regresó.

Nuevo aviso.

Y sucedió por tercera vez.

¡Tres anginas en trescientos metros y en terreno plano!

Y «Alguien», más sensato que yo, susurró en mi interior: «Llama a Manu».

Así lo hice.

Manu Larrazabal era médico en el hospital de Santa Marina, cerca de Bilbao.

Era (y es) un buen amigo.

Me citó para el 23, martes.

Ese día, tras las pruebas oportunas, Manu dio su opinión: «Las coronarias podrían estar obstruidas».

Y explicó:

—Al bombear no hay suficiente riego, debido, justamente, a la obstrucción. Eso produce el dolor.

El 24 de julio, miércoles, por consejo de los médicos, llevé a cabo nuevas pruebas.

Fue un desastre.

En la de esfuerzo (caminar sobre una cinta rodante) aguanté dos minutos. El dolor se presentó puntual y feroz.

Fede, el cardiólogo, fue sincero: había que practicar un cateterismo. Era la forma de concretar el grado de obstrucción de los vasos.

Me eché a temblar.

¿Qué hacía con el trabajo?

Manu se puso serio:

—Elige: tu vida o el trabajo…

A las doce y media abandoné Santa Marina. Conseguí convencer a los médicos para que el cateterismo fuera practicado en Cádiz.

Manu estaba triste.

Algún tiempo después confesó que creía que era la última vez que nos veíamos.

Y en el viaje por carretera hasta «Ab-bā» (1200 kilómetros) me lo fumé todo. Sabía que era el final del vicio. Cayeron dos paquetes de Ducados, varios puros y un palo de escoba…

No podía entenderlo.

Tenía cincuenta y cinco años. Hacía deporte. Difícilmente me metía en excesos…

¿Qué había ocurrido?

Algún tiempo después lo averiguaría, pero esa es otra historia…

Llegué a Barbate a las 23.30 horas.

Le di la noticia a Blanca y reaccionó valientemente. No hubo lágrimas.

El 26 de julio, viernes, me sometí al cateterismo en la clínica La Salud, en Cádiz. Lo practicó Jesús Oneto. Empezó a las 16 horas.

Todo fue bien hasta que, súbitamente, noté cierto revuelo en la sala.

No supe lo que sucedía hasta mucho después…

A eso de las nueve de la noche, como digo, el personal médico y sanitario empezó a entrar y a salir del lugar en el que me hallaba tumbado.

Fue en esos instantes cuando noté que me dormía.

J. J. Benítez, tras la operación a corazón abierto. (Foto: Iván Benítez).

Era un sueño plácido y dulcísimo.

Y me fui apagando…

Era la muerte, que llegaba.

Una de las arterias, próxima al corazón, fue seccionada, accidentalmente, por la guía de plástico del catéter[105].

Mala suerte…

Y la vida empezó a derramarse, como la sangre.

Pero yo me encontraba muy bien.

Era un sueño fantástico.

El médico intensivista, a mi lado, no hacía otra cosa que darme conversación.

«¡Qué pelma! —pensé—. Sólo quiero dormir…».

El benéfico sueño —del que no quería salir— se prolongó dos o tres minutos.

Oneto y su gente, comprendiendo la gravedad del momento, «objetivaron la disección aguda» merced a un estent, un «minisubmarino» de titanio que apuntaló la brecha. El estent, a 16 atmósferas, evitó la muerte súbita.

Muerte en cinco minutos…

Y comprendí por qué había visto una calavera en el pie.

Esa misma noche me trasladaron a la UCI del hospital Puerta del Mar. La ambulancia desplegó la sirena y las luces destellantes. Me sentí como un presidente de gobierno.

A primera hora de la mañana del día siguiente, 27 de julio, Jiménez Moreno, el Maño, y su equipo, me operaron a corazón abierto.

Mi pobre corazón permaneció setenta minutos fuera del cuerpo, detenido.

Otro récord personal…

Meses después, cuando todo se normalizó (más o menos), Tomás Daroca, uno de los cirujanos que me operaron, comentó: «Tienes un corazón de hierro».

Me consolé, sí, aunque no sé si eso es bueno o malo…

Y desde aquí solicito disculpas a Lice Moreno, por mi incredulidad.

La calavera en el pie fue un aviso para que diera un golpe de timón en mi vida.

Ahora lo sé: lo importante no son los grandes ideales, sino las pequeñas-grandes cosas.

Y mi «contrato» prosigue…

Pactos y señales
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