Me sucede con frecuencia, pero no consigo acostumbrarme.
Aquel martes, 22 de mayo de 2012, me levanté de la cama totalmente abatido. No tenía fuerzas. No lograba explicar el malestar. Había dormido bien. Mi salud era buena.
¿Por qué me sentía agotado?
Esa mañana escribí como un autómata.
La mente escapaba a cada poco. Aparecía distraída. No lograba sujetarla…
A las 13 horas, como es habitual, me dirigí a la playa.
Necesitaba hablar con el Padre Azul.
Caminé con dificultad.
La mar me vio pasar y casi no hizo olas. Parecía saber algo.
Me detuve una y otra vez.
Me ahogaba.
Una tristeza infinita se me echó encima.
Quería llorar, pero no pude.
Y a las 14 horas emprendí el regreso.
Fue entonces cuando lo vi.
Me miraba, desconsolado, entre miles de conchas y de pequeñas piedras, todas huérfanas.
Lo tomé, intrigado… Y pregunté:
—¿Qué haces aquí, tan solo?
No respondió.
Lo acaricié y le di calor.
Entonces se puso dorado…
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El corazón de piedra. (Foto: Blanca).
Era una pequeña piedra, con una forma singular. Era un corazón perfecto.
Tuve un presentimiento.
«Alguien ha muerto —me dije— o está muriendo».
Al entrar en casa, Blanca me dio la noticia: Araceli, la madrina de mi hija Tirma, había sufrido una parada cardiorrespiratoria. Estaba en coma.
El suceso tuvo lugar a las cinco de la madrugada.
Ya no se recuperó.
Todos la queríamos.
Vivía cerca de Pamplona (España).
Ara murió tres días después.
El misterioso agotamiento desapareció cuando Araceli falleció.
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Tirma y su madrina, Araceli. (Foto: Arsenio Álvarez).