Don Julio Forniés Aznar fue el padre de mi primera esposa.
Era abogado.
Nos llevábamos estupendamente.
Compartíamos inquietudes filosóficas y, sobre todo, un amor desmesurado por los libros. Él tenía cientos y permitió que los leyera, uno tras otro. Después, tras su muerte, heredé la biblioteca. Sus libros me acompañan y me socorren.

Don Julio. (Foto: J. J. Benítez).
El buen hombre falleció el 16 de marzo de 1984, en Zaragoza.
A raíz de su muerte, Felisa, la viuda, se vino a vivir con nosotros a Lejona, en el País Vasco.
Estaba enferma.
Fueron meses de sufrimiento para todos…
Y un buen día, por la mañana, cuando me encontraba hablando por teléfono en mi domicilio, de pronto, lo vi…
¡Era don Julio!
Habían pasado cinco meses desde su fallecimiento.
Me quedé sin habla.
Se hallaba al fondo del pasillo, a cosa de seis metros.
Vestía como siempre, de forma impecable: chaleco, traje y corbata roja.
No vi el habitual cigarrillo (Celtas sin emboquillar) colgado en los labios.
Sentí un escalofrío.
¡Dios mío, don Julio estaba muerto!
¿Qué hacía allí?
Caminó un par de pasos y me miró.
Habló, pero no oí palabras. Lo que dijo sonó en mi cabeza, nítidamente:
—20 de junio…
Y dejé de verlo. Desapareció.
Aquello pudo durar treinta o cuarenta segundos.
No sé qué hice a continuación.
Me hallaba como en una nube.
Después anoté la «visión» e intenté averiguar a qué se refería.
¿20 de junio?
¿Qué quiso decir?
No logré hilar una solución…
Y llegué a pensar que todo fue consecuencia de algún trastorno mental pasajero.
Pero yo me encontraba perfectamente…
¿20 de junio?
Olvidé el asunto, claro está.
Cinco años después, Felisa, la viuda de don Julio, falleció.
Murió el 20 de junio de 1989.
En Kábala, «206» (20 del 6) tiene el mismo valor numérico que «muerte», «digno del más allá» y «adivinación».
Comprendí.
Don Julio me advirtió: el sufrimiento terminaría el 20 de junio. Y así fue.