Existió otra humanidad se publicó en septiembre de 1975. Fue mi primer libro[124].
Pues bien, treinta y ocho años después de su publicación recibí una emocionante y divertida carta.
La firmaba Fernando José Plá. Procedía de La Rioja (España).
Decía así:
3 de septiembre de 2013
LA PROMESA
Estimado Juanjo:
No sé muy bien cómo empezar esta carta, y ni si hago bien escribiéndola, pero al final sabes que uno no toma realmente las decisiones, así que si lo estoy haciendo será por algo.
Es la historia de una promesa…, incumplida. Una promesa que le hice a tu «compadre» Fernando Múgica, y no por falta de oportunidad, sino por indecisión (timidez).
Me explico: hace un tiempo asistí a una conferencia que dio Fernando en Logroño. Al terminar, cuando ya se marchaba, me acerqué a él con un libro en las manos (fui el único), se lo enseñé y rogué que me lo firmara. Él, extrañado, lo cogió, lo miró, y con una expresión de sorpresa y alegría exclamó:
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Existió otra humanidad, firmado por Fernando Múgica y J. J. Benítez.
—¡Juanjo Benítez! ¡Las piedras de Ica! ¡Pero esto es la prehistoria!
Le comenté que no todo el mérito se lo tenía que llevar Benítez, así que le pedí una firma. Él, amablemente, lo firmó y antes de entregármelo me dijo:
—De acuerdo, lleva mi firma, pero prométeme que este libro te lo firmará también Juanjo. ¿Me lo prometes?
Yo, en esos momentos, sólo acerté a decir que sí, lógicamente.
Nada me gustaría más pero, en el fondo, pensé que sería complicado cumplir esa promesa.
Hasta aquí la primera parte de la historia. La segunda se produce en mayo de 2010.
Cojo quince días de vacaciones y decido visitar una zona que no conozco y que tengo unas ganas enormes de hacerlo desde hace mucho tiempo (Cádiz y su provincia). Así que busco un alojamiento económico en algún lugar de la costa y, al final, después de mucho buscar, me decido por Caños de Meca, «casualmente» al lado de Barbate.
«¡Barbate! —pensé—, el pueblo de Benítez…».
Así tendré la ocasión de conocerlo (te he leído tanto en tantos años sobre él que ya es como mi pueblo también).
Así que se acerca la fecha de partir y, al preparar el equipaje, una idea loca me «vino» a la mente: «¿Y si el día que visite Barbate veo a Juanjo y puedo cumplir la promesa? ¡Bah!, imposible. Demasiada casualidad. Es posible que ni siquiera esté en casa, sino de viaje…».
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Fernando José Plá. (Gentileza de la familia).
Y casi me convencí de no coger el libro.
Pero esa «fuerza» que tú conoces mejor que yo hizo que lo agarrase al final y lo metí en la maleta. «Por si acaso», me excusé.
EL VIAJE
Salí temprano de mi ciudad y, después de algo más de mil kilómetros (se dice pronto), llegué a mi destino. Aún pude esa tarde, después de tomar un bocado, dar un paseo por la playa solitaria hasta el faro de Trafalgar y dar las gracias al «Jefe» por estar allí y ver la mar.
Después de una noche de descanso (a pesar del levante), me levanté feliz y con ganas de empezar a ver cosas. Tenía un listado de sitios que visitar, pero sin orden, así que decidí, para aliviarme de la paliza de coche del día anterior, hacer alguna visita cercana. Miré el mapa y me dije: «¿Por qué no empezar por Barbate? Sólo está a ocho kilómetros…».
Antes de partir recordé el «libro de la promesa»: Existió otra humanidad.
—¿Qué hago? ¿Lo cojo o no? ¿Para qué lo has traído?
Lo terminé agarrando y lo metí en el maletero.
18-5-10. BARBATE
Crucé el parque de la Breña y divisé el cartel indicador de Barbate, y un cosquilleo, entre emoción, curiosidad y satisfacción me llenó en ese instante.
Atravesé la arena que el levante hacía que invadiera la calzada y aparqué el coche. Agarré la cámara de fotos y comencé a callejear con tranquilidad. Pasé por la playa del Carmen, saludé a la mar (al levante no) y llegué a un puesto de venta de la ONCE. Miré los números que tenía colgados y ¿te puedes imaginar la terminación que tenía la mujer? Efectivamente, el 101.
Alto y claro, pensé (yo también tengo el virus del 101). ¿Quién me habrá contagiado?
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Cupón de la ONCE, comprado en Barbate por Fernando Plá.
EL ENCUENTRO
Después de un rato de paseo siento la necesidad de ir al baño. Así son las cosas… Y busco un bar para tomar algo y aprovechar. Entro en uno que se llama La Plata, o algo así, no lo recuerdo bien, y ¡tate! ¿A que no imaginas a quién me encuentro? ¡Al señor ovni! ¡A ti!
¿Y ahora qué hago? ¿Le saludo? ¿Pido algo para tomar? ¿Le digo que tengo una promesa que cumplir en forma de libro? ¿Voy a orinar? (No olvides que me estoy meando).
Dudo.
Estás tomándote un café con leche y leyendo una pila de correo que tienes sobre el mostrador (si todas las cartas son como ésta, pobre).
Estás ensimismado y, de vez en cuando, sonríes.
Y yo, nervioso, pienso, intento pensar: «¿Qué hacer? ¿Te abordo? ¿Te digo lo del libro? ¿Voy al WC?».
El sentimiento de que te voy a molestar, que te gusta pasar desapercibido, me puede…
Pero, por otra parte, ¿no es un buen motivo, y una excusa, lo del libro?
Veo que estás tan metido en la lectura que me sabe mal, y luego está el café con leche (qué tendrá que ver eso; y yo qué sé).
Pido un refresco y por fin decido…, ir al váter.
Mientras estoy en el tema, y con más claridad, tomo la decisión de pedirte la firma y cumplir mi promesa y, a lo mejor, en un exceso, te comento la alegría por verte, te pido una foto, ver el anillo, en fin, lo que se le pide a Benítez.
Empieza a entrarme una euforia cuando, de pronto, caigo en la cuenta: ¡El libro! ¡Lo tengo en el maletero del coche! ¡Y está a doscientos o trescientos metros!
Reacciono rápido, a riesgo de pillarme algo al terminar, y al salir de los servicios no me lo puedo creer: ¡no estás! ¡Te has ido!
EL DESENCUENTRO
Apuro rápido el refresco y salgo.
¿Cómo se ha podido ir tan rápido? ¡Es una gacela!
En esas veo que vas por la acera de enfrente. Caminas con Blanca, charlando.
¿Cruzo y te suelto el rollo? ¿Te digo que esperes, que voy al coche?
No me decido. Se me escapó el momento de euforia y me limito a ver cómo compráis el pan en un puesto del mercado y desaparecéis.
Al otro lado de la acera, ajeno a vuestro discurrir, un pasmarote se maldice por su torpeza…
Acudo al coche con una mezcla de alegría (por verte) y derrota. Extraña mezcla. Abro el maletero y tomo el libro (ahora para qué), lo miro y me digo: «Fernando, no puedes ser más tonto».
El resto de la jornada por Barbate fue muy bien; incluso encontré el «21» de la casa de tu abuela, la Contrabandista.
El resto de las vacaciones fue genial y me encantaron las tierras y las gentes gaditanas.
Uno de los días me lo tomé de descanso (en las excursiones) y volví a Barbate. Después de comer fui al café de Revuelta. Recordé tu poema sobre el lugar y los cuadros de lances toreros en la pared y me senté al lado de un poema tuyo, enmarcado. Pero en esta ocasión «sabía» que no te vería y eso que, como quien no quiere la cosa, me acerqué al bar del no-encuentro. Debía ser así, pensé, tratando de quitarme la culpa. Tenía gran ilusión por saludarte y transmitirte el enorme aprecio que te tengo, por alguien con quien «convivo» desde hace cuarenta años (yo nací en el 65, el 30 de marzo, por si quieres sumar algo, y casi aprendí a leer contigo y tus artículos en La Gaceta del Norte; mi familia recuerda que sólo se veían el periódico y unas pequeñas piernas). Por cierto, estuve en las ruinas de Bolonia y no pude evitar imaginarte dando saltos por las piedras, ocultándote para fotografiar al «tartaja», al que visité, al de verdad, en el museo arqueológico de Cádiz (le guiñé un ojo y me devolvió el guiño). ¡Qué majo!…
La carta de Plá, como digo, me dejó perplejo.
En esas fechas (2010) no era habitual que yo acudiera a Correos.
Esa labor la hacía Blanca.
Y mucho menos que me sentase en un bar, a leer la correspondencia.
Pero ese día fue mágico y los cielos maquinaron para que yo estuviera en Barbate, en el lugar preciso y en el momento justo.
¡Asombroso!
Como decía Rafael Vite, «lo imposible es bello».
Alguien mueve los hilos en alguna parte y lo hace de forma magistral.
Algún tiempo después, Plá cumplió su promesa: yo le firmé Existió otra humanidad.
El 22 de septiembre de 2013 recibí una nueva carta de mi amigo Plá.
En ella me informaba sobre un caso de «resucitados».
El protagonista era él.
No alcancé a incluir la experiencia en Estoy bien (el libro estaba ya en la editorial).
He aquí una síntesis del caso:
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Antonio Vicente Plá, abuelo de Fernando José. (Gentileza de la familia).
… En cuanto a lo de mi abuelo, no es un caso espectacular (lo es de por sí ver a un fallecido «vivo»), pero para mí fue muy trascendente. No puedo dar muchos detalles concretos porque tenía cuatro años cuando pasó, pero intentaré ofrecerte lo que recuerdo.
Mi abuelo paterno se llamaba Antonio Vicente Plá Borrell y falleció el 30 de octubre de 1969. Tenía setenta y tres años.
Nosotros vivíamos en Arnedo (La Rioja), donde nací, y es curioso: de esa edad no recuerdo munchas cosas, ni cosas muy concretas y, sin embargo, los momentos previos, y el momento en sí, los recuerdo bastante bien. Recuerdo perfectamente que mi familia estaba viendo la televisión en el comedor. Era por la noche. Yo jugaba con un cochecito marrón, una furgoneta Citroën, de las antiguas. Estaba en el pasillo de la casa. A un lado quedaban las puertas, abiertas, de un dormitorio y de una salita, de manera que aparecían suavemente iluminadas por la luz del pasillo, pero en penumbra. Recuerdo que miré por «azar», o porque algo me llamó la atención, en dirección a la salita. En ésta, al fondo, se encontraba un sillón, y sentado en él vi la figura de mi abuelo. Vicente hacía pocos días —quizás dos o tres— que había fallecido, pero yo no tenía conciencia ni de su muerte, ni de la muerte. Los niños, creo, a esas edades, están más cerca de la Realidad (los adultos lo llamamos fantasía) que de la realidad con minúsculas, y quizá por eso puedan ver con más naturalidad otras realidades. Pero, a lo que iba…
Vi la figura de mi abuelo sentado, creo recordar que con los brazos apoyados en los reposabrazos y con un gesto sonriente, pero más que sonriente en sí, con gesto de paz y de felicidad.
Yo lo veo y lo veo natural. No conozco la muerte. Es mi abuelo y está en casa. No me asusto, pero algo me dice que aquello es un poco raro (antes no estaba), y salgo a decírselo a mis padres al comedor: «¡El abuelito está en la salita!» o «sentado en la salita» (algo así).
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Fernando vio a su abuelo después de muerto. (Gentileza de la familia).
No recuerdo qué hicieron mis padres. Es posible que se asomaran y no vieran nada, pero el hecho es que lo recordaban y me sirve como prueba de que no fue imaginación mía.
El contorno de la figura no puedo precisarlo, no llego a ese detalle, pero tenía y tengo claro, sin lugar a dudas, que era mi abuelo.
¿Por qué yo?
La conclusión es que no me iba a asustar y podía dar el testimonio de su Realidad tan convincentemente como cualquiera de mi familia.
Recuerdo que mi padre comentaba a veces, pasados los años: «Un niño de cuatro años no inventa algo así».
Pues eso.
Esto es lo que puedo decirte, que no es poco. A mí me ha servido para afianzar la idea de nuestra supervivencia tras la muerte. Esa es la verdad.
Que sirva este recuerdo de homenaje a mi abuelo, generoso, bondadoso, divertido, que hacía mejor la vida a los que lo rodeaban. Vamos, un kui…
Cuando murió mi padre, hace ya veinticinco años, pensé que quizá podía verlo, pero no fue así. Mi madre sí tuvo un «sueño» muy especial, a los dos o tres días del fallecimiento. En el «sueño» vio a mi padre, pero cuando era joven, con el pelo largo. Y le habló. Mi madre no recuerda ya muchas cosas, pero, entre otras, le dijo (cosas de madres) que por qué se había ido sin dinero. A lo que mi padre le contestó: «No te preocupes. Aquí no hace falta dinero».
Es posible que fuera un sueño provocado por la pérdida de mi padre, pero no hace falta que te diga nada más. Quien tenga oídos, que oiga.
Pues eso…
Como decía mi abuela, Manolita Bernal, la Contrabandista, «bien está lo que bien acaba».