Por supuesto, no fui el único en tener una experiencia con el difunto «Campanilla». También al doctor Moli le sucedió «algo» especial.
Manuel Molina, Moli, es otro gran amigo de Enrique Vila.
Esto fue lo que me contó:
Ese día [29 de diciembre] me dieron la noticia de la muerte de mi querido amigo y colega, aunque llamarle colega es un gesto de presunción por mi parte. Jamás podría llegar a su altura científica y humana…
Un tumor cerebral terminó con su vida.
Pues bien, Adela y yo nos trasladamos a Sevilla y acompañamos a la viuda en el tanatorio. A la hora de retirarnos a descansar, Ángeles no permitió que fuéramos a un hotel y solicitó que durmiéramos en su casa.
Así lo hicimos.
Y durante un buen rato recordamos a «Campanilla».
Después nos fuimos a dormir.
Desde hace tiempo, cada vez que salgo de viaje, tengo la costumbre de dejar el móvil cerca de la cama. Mi madre ya es octogenaria y nunca se sabe…
El caso es que, de madrugada, la pantalla del teléfono se iluminó, y de qué forma…
Me desperté y vi la habitación iluminada. Podía distinguir los detalles.
Eché mano del móvil y comprobé que no había ninguna llamada.
¡Qué extraño! ¿Por qué se iluminó?
Miré el reloj. Las dos y cincuenta y cinco minutos.
Y recordé: era la hora en la que falleció Enrique.
Habían transcurrido veinticuatro horas justas…
Después creí ver a mi amigo, en la habitación, despidiéndose.
Enrique me decía adiós, con las manos abrazadas.
Fue una sensación increíble. Me llenó de paz.
Le saludé y me di la vuelta, justo en el momento en que se despertaba Adela. Mi mujer preguntó por la iluminación que llenaba el cuarto.
—Ha sido Enrique —le dije—. Ha venido a despedirse.
A la mañana siguiente, Ángeles preguntó:
—¿Has tenido alguna visita esta noche?
Respondí afirmativamente y la viuda replicó:
—Enrique…
Esa mañana del 31 de diciembre, «Campanilla» fue incinerado.
Fue también un teléfono celular el protagonista del caso vivido por Elías Bravo, otro médico español.
He aquí una síntesis de mis conversaciones con él:
Mi padre ingresó en el hospital por su propio pie… Padecía una reagudización de EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica)… El caso es que se agravó en los últimos días… No podía respirar… Se ahogaba… Fue una larga y dura agonía… El 18 de enero de 2002, a eso de las cuatro y media de la tarde, cuando me encontraba trabajando en la clínica Asepeyo, escuché tres pitidos… Era el teléfono móvil… Lo llevaba debajo de la bata de médico, en el bolsillo de la camisa… Quedé asombrado… ¡El teléfono estaba lógicamente apagado!… Fueron tres pitidos fuertes y nítidos… Me hice con el celular y vi, en pantalla, la palabra «adiós»… Tuve un presentimiento… Se repitió tres veces, y parpadeando: «Adiós… Adiós… Adiós»… Mi padre, que se hallaba en otro hospital, falleció esa madrugada… No he logrado explicar lo sucedido… El teléfono, como te digo, se encontraba bloqueado… Mi trabajo, como médico, así lo requiere… Y, sin embargo, sonó tres veces… Después se quedó en blanco… Tampoco pude entenderlo… Para que aparezca en blanco hay que manipularlo… Para colmo, mi padre no tenía celular, y tampoco mi madre, que en esos momentos estaba con él… Sencillamente, mi padre quiso despedirse… Así lo interpreto.
Algunos años después me tocó vivir una experiencia parecida a la del doctor Bravo.
Esto fue lo que escribí en el cuaderno de pactos y señales:
«15 de marzo de 2008, sábado.
Por la mañana, mientras escribo El habitante de los sueños[59], Blanca entra en el despacho y me comunica que ha llamado Pedro Lloberas, de Barcelona… Ha muerto Rosita Torrents, amiga desde hace muchos años… Era una eminente grafóloga y perito caligráfico de la Audiencia Territorial de Barcelona… Decido hacer el pacto con ella… “Si estás viva, por favor, dame una señal”… La señal la dejo a su criterio… Ella sabe… Eran las 11.01 horas… En esos instantes, mi teléfono móvil aparece en negro… No lo entiendo… No es un problema de batería… Después comprendí… Rosita se dio prisa en responder al pacto… Ella había fallecido el día anterior, justamente a las 11.01 horas… ¡101!… ¡Rosita vive!».

Rosita Torrents Boley. (Gentileza de la familia).