En mayo de 2004 recibí una carta procedente de Madrid. La firmaba Margarita Garnica. Decía, entre otras cosas:
… Estimado Sr. Benítez:
Me llamo Margarita, tengo veintisiete años, soy abogada y vivo en Madrid.
Siempre he admirado y respetado su trabajo por su seriedad, su rigurosidad, su profundidad y su valentía. Sus investigaciones resultan apasionantes, pero lo que más me emociona son esos libros personales, comprometidos, profundos, poéticos (Mágica fe, Al fin libre, A 33 000 pies…). Y me emocionan porque no se ha limitado a narrar unos hechos, sino que ha profundizado en ellos, los ha incorporado a su vida, y el resultado es maravilloso, esperanzador.
Le escribo para contarle mi experiencia en la búsqueda personal de Dios y para darle las gracias por haberme ayudado a empezar esta gran aventura. Supongo que recibirá cientos de cartas iguales que ésta y hablando de lo mismo, pero aun así me hace ilusión escribirle ya que, después de todo, usted es el «culpable».
Cuando tenía dieciséis años caí en una profunda crisis de fe. Las figuras de Dios y de Jesús siempre habían despertado mi curiosidad, pero en ese momento empezaron a surgir muchas dudas, muchos interrogantes. Sin embargo, cuanto más intentaba profundizar en el tema menos encajaban las piezas. Sólo encontraba argumentos contradictorios y oscuros que siempre solían conducir a un Dios triste, vengativo y cruel. Me replanteé todas mis creencias, sabía que algo fallaba pero no lograba encontrar la clave, no sabía dónde buscar. Quería creer, pero no me sentía capaz. Y en ese momento cayó en mis manos Caballo de Troya (de un modo un poco sorprendente, por cierto).
Estaba en la biblioteca del colegio buscando algunos libros interesantes, pero tenía poco éxito. Cogí las escaleras para mirar en los altillos de los armarios y en un rincón encontré Caballo de Troya. Iba a empezar ya la siguiente clase, así que como la bibliotecaria no llegaba me lo apunté yo sola en mi ficha y me fui. La sorpresa llegó al devolverlo. Mother María, la monja encargada de la biblioteca, me preguntó de dónde lo había sacado y me dijo que era imposible que estuviera allí: ella misma lo había tirado a la basura después de leerlo. Pensaba que era una «herejía». Y así fue como la «casualidad» puso su obra en mi camino, cuando más me preguntaba por Jesús y, como he comprobado después, en el momento justo y preciso para prepararme y ayudarme a afrontar una época difícil que empezó poco después.

La monja tiró el Caballo de Troya a la basura y volvió a aparecer en un armario de la biblioteca.
Cuando empecé a leer Caballo de Troya me enganchó tanto que no pude parar hasta que lo terminé. Fue la primera y la única vez que he llorado con un libro. Lloré de emoción, y también de alegría. Por fin había encontrado lo que sabía que debía existir, pero que hasta entonces había sido incapaz de adivinar. Descubrí un mensaje tan simple y a la vez tan grandioso que superaba con creces todo lo que podía esperar. «Algo» me decía que aquel libro no era una versión más de tantas que hay, sino que era la versión más cercana a la realidad. Sé que sonará a frase hecha, pero realmente noté como si una «luz» se escondiera dentro de mí, una «luz» que nunca se ha apagado y que me impulsa a seguir buscando y avanzando. Desde entonces he comprobado que cuando dudas, y te preocupas por conocer a Dios, Él siempre sale a tu encuentro y se pone en tu camino de un modo u otro, a veces de maneras insólitas e inesperadas. También he comprendido que estaba equivocada al intentar racionalizarlo todo. La mejor manera de acercarte a Dios es con el corazón. De ese modo sientes que las piezas encajan definitivamente, como si siempre hubieras tenido la respuesta dentro de ti, como si tuvieras la capacidad de intuir cuál es la verdad.
En esta búsqueda he encontrado no sólo a Dios, sino también al Padre, con todo lo que significa y conlleva esa palabra. Un Padre alegre, amistoso e infinitamente cercano a nosotros. He aprendido a confiar en Él y a ponerme en sus manos sin reservas, y le aseguro que nunca me ha fallado. Lo noto siempre conmigo, en cosas grandes y sobre todo en cosas pequeñas. Es increíble pararte a pensar y comprobar cómo te ha ido llevando sutilmente, a veces sin que te des cuenta en el momento, cómo ha puesto en tu camino justo lo que necesitabas en cada ocasión. Lo veo día a día, en planes que se tuercen para llevarme a otra opción que luego resulta ser infinitamente mejor, en encuentros fortuitos, en conversaciones inesperadas, en casualidades que nunca resultaron serlo… Pero, sobre todo, he aprendido a confiar en los momentos duros, en circunstancias difíciles que he tenido que afrontar y en las que lo más fácil era caer en la desesperación. Sin embargo, ha sido en estas ocasiones cuando más cerca he notado la mano de Dios, cuando mi fe en la Providencia se ha visto más fortalecida, y siempre ha terminado por pasar «algo» que me ha ayudado a seguir adelante.
Además he puesto en práctica su sistema de señales, y le puedo asegurar que siempre ha funcionado, que siempre he encontrado respuesta. A veces con cosas pequeñas, y otras de manera espectacular, como me sucedió en Sevilla (aunque soy de Madrid, he vivido muchos años en Sevilla). Ese día pedí una señal; quería comprobar si realmente existe algo parecido al «ángel de la guarda», algún tipo de entidad superior que nos acompaña y que nos guía. Me concentré en la cuestión y, de repente, se encendieron todos los focos que iluminaban la fachada de mi casa. Eran muy potentes, y por un momento pareció que se hacía de día. Lo curioso es que esos focos nunca se habían encendido, y después de ese momento no se volvieron a encender…
Leí la carta con curiosidad y con admiración. Y me propuse conversar con Margarita…, a su debido tiempo.
Empleé, una vez más, la técnica de la «nevera»…
Y el 24 de octubre de 2012 (ocho años después) me reuní en Madrid con la abogada. La acompañaban su madre, también llamada Margarita, y Cristina, su hermana.
La muchacha confirmó lo que había expuesto en su carta y amplió detalles:
—Lo del Caballo de Troya —explicó— sucedió cuando tenía quince o dieciséis años. Estaba en segundo de BUP…
—¿En qué colegio?
—En las irlandesas, en Sevilla.

Margarita (derecha), con su madre y Cristina, su hermana. (Foto: Blanca).
—¿Dónde encontraste el libro?
—En un altillo. Los libros aparecían apilados, en columnas. El Caballo se hallaba en lo alto de una de ellas.
—¿Y por qué te decidiste por él?
—Por la portada. En esa época quería ser astronauta…
Aquella edición, en efecto, presentaba un astronauta en la cubierta junto a la figura del Maestro.
—Dices que, al devolverlo, la monja responsable de la biblioteca se extrañó…
—Sí, mother María aseguró que ella misma lo había arrojado a la basura.
—¿Por qué?
—Era un libro «desestabilizador». Eso dijo. Y nosotras éramos muy jóvenes…
—¿Qué edad podía tener la monja?
—Unos setenta años.
—¿Quién compró el libro?
—Supongo que la comunidad. Tenía una pegatina, con la referencia, y el sello de las irlandesas en el canto (IMBVM).
—Si la monja lo tiró a la basura, ¿cómo es que apareció en lo alto del armario?
Margarita no supo responder a mi pregunta.
—Lo único que sé —comentó— es que, al asomarme al altillo, allí estaba. Y me lo llevé a casa. Lo devolví al cabo de una semana.
—¿La monja estaba segura de que lo arrojó a la basura?
—Completamente.
—¿Lo había leído?
—Sí, y lo consideró una herejía.
—¿Lo tiró a la basura por segunda vez?
—No sabría decirte. Supongo que sí…
En eso intervino la madre de Margarita y puntualizó:
—Cuando mi hija trajo el libro a casa recordé que lo había leído diez años antes, pero se perdió en una mudanza.
Pasé después al asunto de los focos. Margarita explicó:
—Estábamos las tres en la casa, en el número 7 de la calle San Fernando, también en Sevilla…
—¿En qué fecha?

Número 7 de la calle San Fernando, en Sevilla. (Foto: Blanca).
—En 1996 o 1997 —aclaró Cristina—. Veíamos un programa de televisión sobre ángeles. Y alguien dijo que si se solicita una señal, responden…
—Entonces nos concentramos —prosiguió Margarita hija—. Y solicitamos una señal. Yo pensé: «Dame una señal que entienda». Y al abrir los ojos se produjo el encendido de los focos de la fachada.
—Es decir, la señal la solicitasteis las tres…
—Así es.
—¿Cuánto tiempo duró el encendido?
—Segundos. El tiempo suficiente para que nos diéramos cuenta. Al apagarse nos acercamos a la ventana, pero todo estaba normal.
—¿Qué hora era?
—Atardecía.
—¿Pudo algún vecino prender los focos?
—Éramos cuatro o cinco familias. No lo creo. Esos focos nunca se encendían. Y tras la «señal» nunca más volvieron a prenderse.
—¿Cómo lo interpretáis?
—Nos quedamos perplejas.
Y Margarita habló en nombre de su madre y de su hermana:
—Fue la señal…
—En resumen, ¿creéis en el ángel de la guarda?
—Por supuesto. Y te contaremos algo más…
Y Margarita procedió a relatar un suceso acaecido el 7 de marzo de 2001. He aquí una síntesis:
… Yo había terminado la carrera y, desde octubre de 2000, estaba estudiando un máster en el CEU, en el edificio de la calle Martín de los Heros, en Madrid. Las clases empezaban a las 16.00 y terminaban a las 22.00, de lunes a viernes. Aquel día en concreto, mi hermana y yo habíamos quedado con una amiga por la mañana en aquella misma zona. Mi plan era ir después a comer en la cafetería de la facultad y terminar allí un trabajo que tenía que entregar por la tarde. Nos dimos una vuelta, viendo tiendas y después fuimos a tomar algo a una cafetería de la calle Alberto Aguilera. El caso es que empezamos a hablar y se me echó el tiempo encima. Cuando me quise dar cuenta ya había pasado la hora de irme, pero aun así acompañamos a mi amiga hacia el metro de San Bernardo, justo en dirección contraria a donde tenía que ir. Cuando la dejamos, mi hermana (que no sé por qué pero decidió acompañarme) y yo volvimos para atrás, ya hacia clase, por la misma calle Alberto Aguilera. Íbamos casi corriendo porque no me iba a dar tiempo a terminar el trabajo. Y en esas se desató el cordón del zapato. Tropecé y no me abrí la cabeza de milagro. Iba cargada con el bolso, libros y con carpetas, y además llevaba puesto el abrigo, así que nos dimos la vuelta y retrocedimos otra vez para buscar un banco y poder atarme el zapato… Llegué, solté todo y me até el cordón, y fue precisamente en ese intervalo cuando se cayó un edificio al final de la calle y justo a la hora en que había planeado pasar por allí. ¡Imagínate cómo nos quedamos al ver lo que había pasado!

Derrumbe en el centro de Madrid. Margarita y Cristina, su hermana, se salvaron por segundos y gracias al cordón de uno de los zapatos…
Margarita se refería al derrumbe de un edificio en la calle Gaztambide (esquina con Alberto Aguilera) y en el que perdió la vida una persona, resultando heridas otras veintitrés.
—Es decir, si no te hubieras retrasado, por unas cosas o por otras, la caída del edificio podía haberos afectado…
—Sin duda. Lo del zapato fue crucial. Y eso que tengo la costumbre de hacerme tres nudos en cada cordón…
—¿Tres nudos?
Margarita asintió, sonriente.
—Y aun así se soltó…
—Sí, y no fui a parar al suelo de milagro.
—¿Cómo lo interpretas?
—Alguien cuida de nosotros.

Cuaderno de campo de J. J. Benítez.