Cierta mañana, callejeando por el Distrito Federal mexicano, fui a caer en un mercadillo.

Y, de pronto, lo vi.

Me saludó con reflejos dorados.

Era un hermoso corazón de pirita.

El artesano lo había tallado con mimo.

Pesa 420 gramos y presenta una profunda herida en el costado derecho.

La simbología me atrajo y lo compré.

Al acariciarlo, los brillos amarillos y cuadrados de la herida se volvieron locos.

Es frío al principio, cuando no te conoce…

Después, al tenerlo entre las manos, se dulcifica.

Lo llevé a casa y, desde entonces, me acompaña en el despacho, siempre en silencio.

Le gusta encaramarse en los papeles y, sobre todo, en las carpetas azules. Y me observa…

Yo también le miro y hablamos. Él lo hace con sus brillos. Le entiendo perfectamente[93].

Pues bien, aquel 13 de septiembre de 2009, a eso de las 11.55 horas, el corazón de pirita resbaló (?) desde lo alto del manuscrito de El habitante de los sueños, y se estrelló en la mesa de cristal en la que escribo y hago la revolución (es decir, en la que pienso).

Mi amigo, el corazón de pirita. Cada vez que se cae muere alguien conocido. (Foto: Blanca).

No sé qué le sucedió. Es raro que se caiga…

El susto fue mayúsculo.

En esos momentos recibí un flash: «A alguien se le ha roto el corazón».

Y quedé preocupado.

Acaricié a mi amigo y lo devolví a su lugar.

Al día siguiente, 14 de septiembre, lunes, llegó la noticia: Patrick Swayze, el actor, había fallecido. Y murió, justamente, pocas horas después del «aviso» del corazón de pirita.

Patrick me hizo disfrutar de lo lindo en Ghost, una película emblemática sobre la vida después de la vida y, por supuesto, sobre señales[94].

Patrick Swayze.

Y volvió a suceder…

A las 10.30 horas del 30 de agosto de 2013, el corazón de pirita, sin venir a cuento, se deslizó de nuevo desde lo alto de una carpeta y fue a precipitarse sobre la mesa de cristal. Pero, no contento con ello, dio un par de saltos y se lanzó, de cabeza, contra el mármol del piso.

El estrépito fue importante.

Quedé petrificado.

Blanca oyó el ruido y entró en el despacho, alarmada.

Le expliqué.

Yo estaba pálido…

Ambos sabíamos lo que «aquello» podía significar.

Ese mismo día, viernes, recibí la noticia: había muerto mi querido y admirado Manuel Martín Ferrand, periodista y maestro de periodistas.

Tuve el privilegio de conocerle en los años sesenta en la Universidad de Navarra. Allí me dio clases de radio. Era ameno, imaginativo e incansable. Me enseñó a amar la radio. Sabía hablar y, sobre todo, sabía oír. Ahora, supongo, hará periodismo —del bueno— en las estrellas…

Manolo Martín Ferrand.

Mi amigo, el corazón de pirita, no ha vuelto a las andadas.

Cada día hablamos, de mil cosas[95].

Pactos y señales
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