Y me dispongo a entrar en un capítulo tan fascinante como delicado: las señales y los invidentes.

Conocí a Dolores H. de Paco en octubre de 2012.

Tuvo una singular experiencia con su abuelo, Antonio Heredia Heredia.

—Mi abuelo estaba ciego —contó Dolores—. Se quedó sin vista en la explosión de una caldera, en un barco, en Melilla… Hacía morse con los buzos… Tenía los ojos en blanco… Eso le sucedió a los treinta y tres años… Yo le leía los libros… Y fue en una de esas ocasiones, mientras leía, cuando hicimos el pacto… Si marchaba antes que yo (prometió), y si podía, regresaría y me diría cómo se encontraba… El 16 de marzo de 1989 se puso muy malo… Era asmático… Lo llevamos a Urgencias y allí pasó algo extraño… De repente dijo que veía una luz muy potente, en la pared… Nadie vio nada… Pero él insistió… Entonces aseguró que estaba viendo a Manolo, un hijo muerto… Eso fue por la tarde… Los médicos nos aconsejaron que lo trasladáramos a casa… Estaba muy grave… Y así lo hicimos… Al día siguiente, 17, toda la familia se hallaba en la casa… Yo me quedé a solas con él, en la habitación… El abuelo tenía puesto el oxígeno… Le cogí las manos y le dije: «No luches más. Manolo te espera»… Y murió en uno o dos minutos… Apagué el oxígeno, le di un beso y le deseé buen viaje… Podrían ser las cuatro o las cinco de la tarde… Di la noticia y lo vestimos… Después llegó la funeraria… Y a eso de las cuatro de la madrugada sucedió algo raro… Sentí frío en la casa… Fue en el comedor… El cadáver se hallaba en uno de los cuartos… Era un frío intenso… Me fui hacia el cadáver… Tenía una increíble sonrisa… El frío duró segundos… Mi padre sintió una mano en su hombro, al tiempo que experimentaba el frío… El frío lo sentimos todos… Estábamos dieciséis o diecisiete personas en la casa…

Antonio Heredia Heredia, ciego. (Gentileza de la familia).

Dos meses después del fallecimiento —en junio de 1989—, Dolores vio a su abuelo:

—Me encontraba en la casa de Uchi, un familiar. Y, de pronto, me vino un perfume dulce y muy intenso, casi mareante.

—¿Qué clase de aroma?

—Olía a nardo. La abuela también empezó a olerlo. Y exclamé: «¡El abuelo está aquí!»… Entonces lo vi…

—¿Dónde?

—En el salón.

—¿Qué aspecto presentaba?

—Muy joven. El abuelo falleció con ochenta y tres años.

—¿Podrías precisar la edad?

—Alrededor de cuarenta y cinco años, con el pelo negro y hacia atrás. Y lo más desconcertante: no tenía los ojos en blanco. ¡Los tenía normales! Eran marrones.

—¿Quieres decir que veía?

—Sí.

—¿Cómo vestía?

—Con una túnica de color blanco, ajustada. Y pregunté: «Abuelo, ¿eres tú?». Él respondió: «Doble, doble como la vara de nardo, ¿recuerdas?». Mi abuelo gastaba esta broma cuando hablaba de sus apellidos. Era Heredia y Heredia. Le dije que sí, que lo recordaba, y pregunté:

»—¿Cómo estás? ¿Qué te duele? ¿Has visto a tu hijo Manolo? ¿Estás con él?

»—Te prometí que vendría, si podía, y aquí estoy. Estoy bien. Ya no me duele nada y sí, mis ojos, antes ciegos, pueden ver otra vez… No estoy con Manolo. Él está en otro sitio, pero sí que lo vi… Él vino a esperarme… Lo vi pero ya no estoy con él. Manolo está bien y en otro sitio… Ya lo volveré a ver… Está en otro nivel… Estad tranquilos… Estoy bien… No tengáis pena… Ya no hay dolor… Me tengo que ir… ¡Debo irme!… Os quiero. Adiós… Tanto amor… ¡Aquí hay tanto amor!

»Y desapareció.

—¿Le viste los pies?

—No.

—¿Qué fue lo que más te llamó la atención?

—La felicidad que irradiaba y el hecho de que pudiera ver.

Dolores y su abuelo. (Gentileza de la familia).

Pactos y señales
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