Supe de la existencia de aquella criatura en septiembre de 1974, cuando investigaba en Perú.

Mi periódico —La Gaceta del Norte— me había enviado a recabar información sobre supuestos encuentros entre seres extraterrestres y los miembros del IPRI (Instituto Peruano de Relaciones Interplanetarias) (!).

La gente del IPRI afirmaba tener comunicación con los tripulantes de los ovnis.

Uno de esos tripulantes se llamaba Oxalc.

Era un ser gigantesco —decían los peruanos—. Actuaba como un guía.

Al principio no hice mucho caso.

Después del doble avistamiento ovni en los arenales de Chilca, al sur de Lima, en la noche del 7 de septiembre de 1974, las dudas me asaltaron[99].

¿Podía ser cierto?

E intenté contactar con el tal Oxalc.

Probé la escritura automática y resultó (!).

Y durante semanas recibí una serie de extraños escritos y comunicaciones, todos firmados por Oxalc[100].

Después, merced a control mental, lo vi (o creí verlo) en las proyecciones mentales y en los viajes astrales.

Se presentó como un hombre muy corpulento (más de dos metros de altura), ojos rasgados, cabello largo y rubio (casi blanco), rostro duro (como picado de viruela) y traje ajustado. Lucía un ancho cinturón y unas botas hasta las rodillas.

Nunca lo he visto sonreír.

Me acompañaba (y me acompaña), protegiéndome.

Y terminó convirtiéndose en un personaje familiar al que siempre acudía en busca de consejo o de ayuda.

Nadie lo supo jamás…

Y en el verano de 1977 sucedió algo que me dejó perplejo y que —supongo— guarda estrecha relación con él.

Veamos.

Yo estaba aprendiendo a montar a caballo.

Un grupo de amigos de Barbate decidimos dar un paseo.

Alquilamos unos caballos en Atlanterra (Tarifa) y nos dirigimos al llamado Cortijo del Moro, en lo alto de la sierra del Retín.

A la ida todo fue bien.

Al regresar, sin embargo, mi jamelgo se volvió loco…

De pronto —nunca supe por qué— se lanzó al galope.

Fue un galope entre piedras, árboles y maleza, y cuesta abajo.

Recuerdo que me volví y, como pude, le lancé las gafas de sol a Maricharo…

Mis compañeros se quedaron con la boca abierta.

¿Adónde iba aquel loco?

No supe qué hacer ni cómo parar aquella locomotora.

Tiré de las riendas hasta hacerme sangre en las manos.

Me apreté al vientre del animal.

Grité.

Supliqué.

Fue inútil.

El caballo no galopaba: volaba…

Se había desbocado.

Si caía, el golpe contra las piedras podía ser mortal.

No conseguí nada.

El caballo, ciego, siguió lanzado, ladera abajo.

Y pensé en un último recurso…

No tenía alternativa. Me daba igual cinco que veinticinco.

E invoqué el nombre de Oxalc.

«¡Ayúdame!».

Fue instantáneo.

El caballo se detuvo en seco.

Nunca he bajado tan rápido de un caballo.

El animal sudaba, presentaba las orejas gachas y la cabeza alta. Los ojos aparecían fijos en un punto. Parecía espantado.

Nunca supe por qué se detuvo. ¿Qué fue lo que vio?

Cuando llegaron mis amigos, el caballo continuaba en la misma actitud. Necesitamos tiempo y esfuerzo para hacerlo caminar.

Mis amigos nunca supieron…

¿Qué podía decirles?

En mayo del año siguiente (1978) recibí otra «señal» del misterioso personaje.

Me hallaba en el Coto de Doñana (Huelva).

Grabábamos una serie de documentales sobre ovnis para Televisión Española.

Así lo conté en su momento[101]:

«… Al fin, cuando mi reloj señalaba las cinco de la tarde, entramos en un pequeño calvero donde se levantaban dos chozas, propiedad de la familia Anillo Rodríguez (barqueros).

Aquella buena gente se dedicaba a pasar veraneantes y turistas desde las poblaciones de Sanlúcar y Bonanza hasta esta parte del coto, y viceversa. Ésa era su vida. A veces requerían también sus servicios para trasladar, en un pequeño falucho, al que habían acoplado un motor fuera borda, a los científicos o visitantes de la reserva.

El Guadalquivir, en plena desembocadura, aparecía como mucho más que un simple río. Era ya el umbral del Atlántico. De una orilla a otra, entre la playa de la Marismilla y el puerto de Bonanza, por concretar, las aguas se extendían sus buenos dos kilómetros.

Y tras rematar las filmaciones de aquel día con las palabras de Espinar Anillo, el guarda jurado (que también había visto ovnis), los diez hombres del equipo de TVE, entre los que ya no se hallaba el doctor Jiménez del Oso, nos dispusimos a comer.

Cuando preguntamos a los barqueros dónde podíamos comprar algunas provisiones, la respuesta descompuso los frágiles ánimos del equipo. Allí no había existencias para tantas personas. La única solución era cruzar la desembocadura del Guadalquivir y tratar de conseguirlas en Bonanza.

Pero el barquero dijo que no, que no se podía pasar al otro lado.

Un fuerte temporal azotaba las costas y la desembocadura y cualquier intento de navegar en su pequeño bote con diez personas a bordo hubiera resultado suicida.

La negativa de José, el propietario del falucho, fue tan firme que algunos de los componentes del equipo estallaron. Y comenzaron las críticas… Tanto Gerardo Zubiría, productor del programa, como yo fuimos acusados de incompetencia.

En mitad de aquella violenta situación rogué al barquero que me acompañara hasta la orilla. Y así lo hizo José, un paisano de condición noble que, en realidad, miraba más en aquellos instantes por nuestra seguridad que por su pecunio.

Quise extremar la posibilidad de cruzar al otro lado. Pero fue el propio estado de la mar quien me vino a demostrar lo peligroso de la idea. Mientras el viento soplaba desde el fondo de la desembocadura, la fuerte corriente, en sentido contrario, lanzaba al espacio cortinas de agua y de espuma.

Nuestra situación se hizo más agria cuando el viejo marino sentenció que la marea tardaría unas tres horas en retirarse…

Por otra parte, pensar en deshacer el difícil camino que acabábamos de concluir, por el interior del coto, hubiera resultado mucho más arduo, con el gravísimo riesgo de quedar definitivamente atascados en las dunas…

Así que, después de meditarlo, llamé a Gerardo y, sin que el resto del grupo pudiera oírnos, propuse a José, el barquero, que intentara la travesía hasta el puerto de Bonanza. Sólo embarcaríamos Gerardo y yo. Y, por supuesto, el riesgo quedaría compensado con una sustanciosa suma de dinero.

Tanto insistimos que José Anillo Rodríguez aceptó.

Tras llamar a su sobrino, un muchacho de poco más de dieciséis años, nos dirigimos hacia la orilla.

La lancha, de seis metros de eslora, fue empujada hasta el agua por el barquero y su ayudante. Mientras tanto, Gerardo y yo nos enfundamos sendos anoraks. La recomendación del barquero fue simple:

—Será más prudente que no lleven peso alguno…

No nos percatamos en aquel momento del sentido de estas palabras. ¿Quién podía sospechar lo que nos aguardaba?

Y de un salto entramos en la falúa, mientras el equipo contemplaba la maniobra desde el cercano bosque de pinos mediterráneos.

El sobrino de José se situó a proa mientras el barquero ocupaba su puesto a popa, al mando del motor. Y en medio, Gerardo y yo.

De un solo tirón, José Anillo puso en marcha el fuera borda. Y las palas sacaron, a la ya encrespada superficie de las aguas, un borbotón de arena y fango.

—¡Agárrense con fuerza! —gritó el barquero al tiempo que apuntaba con la falúa en dirección al gris y lejano dique del puerto de Bonanza.

No tuvo que repetir la recomendación.

A pocos metros de la playa, la violencia del viento era tal que el bote, más que surcar las aguas, volaba sobre las crestas de las olas.

Por fortuna, el viento barría a nuestro favor. Y José Anillo tenía que vérselas, únicamente, y no era poco, con las gargantas que formaba la corriente y que hacían caer la proa de la chalupa con golpes secos…

Por supuesto, una caída en aquellas aguas hubiera supuesto la muerte…

Navegando a toda potencia, la embarcación necesitó casi tres cuartos de hora para aproximarse a la orilla izquierda del Guadalquivir.

Al saltar a tierra, los cuatro chorreábamos agua. Pero dimos por bien empleado el mal trago. Y nos refugiamos en una de las tabernas del puerto, ordenando la comida.

Una vez depositadas en el fondo de la embarcación las cajas con las viandas, los cuatro nos dispusimos para la parte más difícil de la travesía.

Y Anillo, como hiciera en la primera ocasión, arrancó el motor con un fuerte y seco golpe de mano.

Nuestro almuerzo había sido colocado cuidadosamente en el centro de la falúa, protegido entre Gerardo y yo.

Y la lancha empezó a alejarse de la costa, en dirección a la playa de la Marismilla.

Esta vez, el viento soplaba de cara. Y el agua empezó a barrer el endeble bote, obligándonos a achicar.

Anillo, buen conocedor de la mar, buscaba sin cesar el equilibrio entre la fuerte corriente y el viento. Si la falúa quedaba atravesada, Dios sabe qué hubiera sido de nosotros…

Pero, súbitamente, dejamos de oír el familiar tableteo del motor. El fuera borda se había parado.

Me revolví hacia José, interrogándole con la mirada.

Pero Anillo se volcó sobre el motor y no dio explicaciones.

Y propinó varios y violentos tirones al cable…

Fue inútil.

Y José, ante lo grave de la situación, gritó a su sobrino:

—¡Pronto! ¡A los remos!

El muchacho, con gran destreza, amarró los remos y trató de enderezar la falúa, que había iniciado la marcha hacia el alto espigón del puerto de Bonanza.

—¡Más fuerte!… ¡Más fuerte! ¡Nos vamos a estrellar!

Los gritos del barquero, pálido y desencajado, chorreando agua y con ambas manos agarrotadas en la anilla del cable, terminaron de alarmarnos. Y Gerardo y yo nos pusimos en pie. Y a punto estuvimos de acelerar nuestro fin. La embarcación se bamboleó peligrosamente.

—¡No se muevan! —gritó el barquero—. ¡Hagan lo que yo les diga! ¡Cojan esos troncos y prepárense! Si el viento empuja contra la pared del puerto nos haremos pedazos…

Del fondo del viejo casco, entre las cuadernas medio podridas, sacamos dos troncos de unos dos metros de longitud. Y con ellos entre las manos esperamos los acontecimientos.

La lancha, a merced de las olas y del viento, se dirigía, directamente, contra el cada vez más próximo muro del puerto, de unos cuatro metros de altura.

Un nuevo golpe de mar nos levantó de la superficie del agua, lanzándonos cerca del espigón.

El barquero, que seguía empeñado en arrancar el motor, increpó al ayudante para que forzara el ritmo de los remos.

Y el muchacho multiplicó el esfuerzo, levantándose materialmente del asiento cada vez que hundía las palas en la mar.

En uno de aquellos golpes, el remo izquierdo se quebró…

Fue entonces cuando Anillo gritó:

—¡Ahora!… ¡Preparados para aguantar el golpe!… ¡José, tú con el remo!

Y todos a una, tratando de conservar el equilibrio, nos pusimos en pie y nos preparamos para resistir el embate contra el muro.

La falúa llegó por su banda de babor hasta el espigón.

Y, como un solo hombre, el remo y los troncos, así como el brazo del barquero, se estrellaron contra el cemento…

Jamás olvidaré aquel golpe seco.

—¡Cuidado! —gritaba el barquero—. ¡El viento nos lanza otra vez!… ¡Cuidado!

Tras un segundo choque nos mantuvimos alejados, temporalmente.

El agua había entrado en la lancha y la comida flotaba entre los pies.

Aquellos esfuerzos —pensé— terminarían por resultar inútiles. La violencia del mar y del viento acabarían por agotarnos y la embarcación se estrellaría contra el dique…

La avería del motor se había producido a poco más de cincuenta metros de la orilla, donde nace el espigón. Era preciso resistir otros cien o ciento cincuenta metros para alcanzar el morro. Si lográbamos bordear la punta del dique y entrar en el puerto quizá pudiéramos salvarnos…

Noticia aparecida en la prensa española. (Archivo de J. J. Benítez).

Pero aquellos pensamientos naufragaron.

Otro golpe de mar, más violento que los anteriores, nos lanzó de nuevo contra el muro. Y el remo se quebró.

El siguiente choque, quizá, fuera el último…

Y José Anillo, consciente del crítico momento, gritó:

—¡Fuera las botas!… ¡Rápido!

¡Dios mío!

Creo que el ser humano no siente miedo a la muerte. Siente terror ante esos instantes que la preceden…

Y, en segundos, las botas quedaron flotando en el fondo de la falúa.

Ya nada importaba.

Y sin saber cómo, una vez más, invoqué aquel familiar y mágico nombre:

Oxalc.

Fue súbito.

El tableteo del motor se abrió paso…

Sonó como una dulce melodía.

Poco después, la lancha se alejaba del dique: un espigón gris que, en ocasiones, aparece en mis pesadillas.

Oxalc, sí…».

Al rememorar estos hechos acude a la memoria, indefectiblemente, otro suceso en el que también invoqué un nombre…

Un nombre más notable (supongo).

Así consta en uno de los cuadernos de campo:

«… 14 de marzo de 1980.

Salgo de Sevilla. Hotel Bécquer… Son las diez de la mañana… Pongo rumbo a Bilbao… El coche va bien… Sigo probando un Peugeot 504… Me detengo a comprar unas jarras de barro en La Carolina… La radio medio funciona… Me siento cansado… Ayer (13 de marzo) fue el cumpleaños de Maricharo… Después de las investigaciones en Algeciras y Málaga opté por trasladarme a Sevilla… Llegué a las tres de la madrugada… Era muy tarde para parar en Barbate… Lástima: siempre es hermoso callejear por el pueblo… Por la tarde, al cruzar Madrid, empezó a preocuparme el estado de las carreteras… Las noticias hablan de nieve y cadenas… Mal asunto…

A las ocho, en Burgos, tomo un café y reanudo la marcha…

La calefacción no funciona.

Estoy helado.

Empieza a nevar cerca de Pancorbo…

Disminuyo la velocidad. Me repito mentalmente que baje de los 120 kilómetros por hora…

De pronto, a las 20.45, veo a lo lejos, en plena autopista, las luces destellantes de una ambulancia (?)… Aparecen en el mismo sentido de la marcha, creo…

He activado el limpiaparabrisas y, al accionar el agua, ésta ha quedado medio congelada… ¡Maldita sea!… ¡No veo!…

No me he dado cuenta de lo que significa el intenso frío…

La radio se ha estropeado definitivamente…

Sigo mirando la luz… Está a la izquierda de la autopista, en el arcén…

¡Es un camión-grúa!

Cuando me encuentro a cosa de cincuenta metros del camión entro en una lámina de hielo…

¡Dios mío!

Fue instantáneo.

El Peugeot, con sus tres mil kilos de peso, empieza a bailar sin control…

La sangre hierve.

En segundos comprendí que podía estrellarme…

¿El freno?

“¡No, no!”, pensé.

Y traté de reducir la velocidad… Metí la tercera, pero, al embragar, la máquina se acelera…

¡No puedo sujetarlo!

¡Se dirige hacia el morro del camión-grúa!

¡Dios…!

Peugeot 504. (Foto: J. J. Benítez).

El hielo me había atrapado…

Cuando estaba a punto de estrellarme frontalmente contra el camión, conseguí dar un volantazo…

El coche se fue a la izquierda y terminó colisionando contra el camión-grúa, pero lateralmente.

Salgo despedido hacia la zona derecha de la autopista.

¡No hay forma de controlar el vehículo!

E instintivamente exclamé: “¡Jesús… Jesús!”.

Fueron mis únicas palabras.

El Peugeot hizo un trompo y fue a empotrarse en un muro de nieve.

Allí quedé, perplejo.

“El cinturón”… Y procedí a soltarlo.

“El combustible”… Y apagué el contacto.

Me había quedado al revés, de cara a los que circulaban hacia Bilbao.

“¡Tengo que salir!”.

Y con una sangre fría que no logro entender conecté los intermitentes dobles e intenté abrir la puerta.

Negativo.

Estaba bloqueada por la nieve.

Salté al otro lado y escapé por la derecha… Una ola de frío me sacudió y me despabiló…

¡Dios mío!

¿Qué había ocurrido?

Alguien acudió en mi auxilio… Me encontraba perfectamente.

Y recordé el nombre del Maestro… Él me protegió, lo sé».

Al día siguiente, 15 de marzo de 1980, Quini Quintero, fotógrafo, tuvo un sueño oficialmente imposible…

Así me lo contó:

… Recuerdo que tenía dieciocho años… Vivía entonces en Sevilla, con mi hermano y mi cuñada… En la noche del 14 al 15 de marzo, mientras dormía, tuve un mal sueño, que me llenó de temor y de angustia… Fue una pesadilla… Eso lo comprobé después, por el estado en que dejé la cama… No paraba de dar saltos y vueltas… Trataba de salir del sueño en el que me hallaba inmerso… Aunque sabía que estaba soñando, tenía la sensación de que aquello que percibía estaba ocurriendo realmente… Eso me producía una ansiedad que iba creciendo a medida que intentaba salir del trance… En el sueño veía que Félix Rodríguez de la Fuente[102] se había estrellado en una avioneta, y en un lugar misterioso e inhóspito… Podía ver un paisaje de bosque montañoso y nevado… Sentía el trasiego de personas, alteradas por la situación… Podía sentir también una especie de desesperanza de la gente por el mundo de la naturaleza salvaje, como si algún plan diabólico, y oculto, hubiese conspirado para retirar del planeta a uno de sus más enconados defensores…

Cuando, al fin, logré escapar de la pesadilla, salté de la cama y, con el corazón acelerado, en un acto reflejo que no he logrado entender, me dirigí corriendo al televisor…

No había explicación para ese comportamiento… Encendí el televisor y, en esos instantes, empezaban a dar las primeras noticias sobre el accidente aéreo en Alaska en el que había muerto Félix Rodríguez de la Fuente… Era el día de su cumpleaños…

Tenía cincuenta y dos años.

Quini. (Gentileza de la familia).

Félix Rodríguez de la Fuente.

Cuando conversé con Quini le hice una sola pregunta:

—¿Era tu costumbre levantarte de la cama y prender el televisor?

—No.

La magia de los sueños…

No me cansaré de repetirlo.

Al terminar de escribir el caso vivido por Quini Quintero permanecí pensativo. Eran las 13 horas del 5 de diciembre de 2013, jueves.

¿Cómo era posible? —me pregunté—. ¿Qué son realmente los sueños? ¿Quién los controla? ¿Para qué sirven?

He estudiado mucho los sueños…

Sé que resultan vitales para la regeneración del organismo (tanto humano como animal), así como para la selección de lo que merece la pena guardar en la memoria.

Pero sé que son algo más…

Acudí a la playa y continué el diálogo con el Padre Azul.

Y le dije: «Dame una señal. Sé que no estoy equivocado. Los sueños son el patio de atrás de los cielos».

Y continué la rutina diaria…

Tras el almuerzo (siempre a las 15 horas) me senté en mi butacón favorito y vi las noticias.

Mi mente seguía lejos, inmersa en la misteriosa mecánica de los sueños.

A las 16 horas reanudé el estudio. Después, más ejercicio…

«Por favor, Padre —insistí—, dame una señal».

A las 18 horas corregí el capítulo que había escrito esa mañana.

«Estoy seguro. El Padre Azul responderá…».

A las 20.30, como de costumbre, ojeé la prensa.

Cené a las 21 y regresé al querido y paciente butacón.

A las 22.30 sentí que el sueño me vencía…

Le di un beso a Blanca y me retiré al dormitorio. Ella continuó viendo la televisión. Recuerdo que daban La noche de Suárez, un programa sobre el ex presidente del gobierno español. Lo emitía Televisión Española por la primera cadena.

Y a las 22.45, aproximadamente, tras «acurrucarme en la voluntad del Padre», quedé profundamente dormido.

Tuve varios sueños.

Recuerdo tres.

En uno de ellos tenía un periódico en las manos. Y leía una noticia a cuatro columnas: «Mandela ha muerto».

A las siete de la mañana desperté y fui al baño.

Mientras me afeitaba puse la radio.

Quedé desconcertado.

¡Mandela había fallecido la noche anterior!

Lo comenté con Blanca.

—¿Cómo es posible que hayas soñado con la noticia de la muerte de Mandela si te fuiste a la cama a las 22.30?

Blanca hizo memoria y añadió:

Nelson Mandela, fallecido a las 20.50 horas (local) del jueves, 5 de diciembre de 2013. El número de preso —46664—, en Kábala, equivale a «doble padre y protector» (!). Mandela era llamado tata («padre») en el dialecto xhosa, del idioma bantú («4» = «padre» y «666» = «protector»). Y añado: protector y padre de blancos y de negros.

—Anoche interrumpieron el programa de televisión y ofrecieron una última hora: Mandela había muerto…

—¿A qué hora dieron la noticia?

—Alrededor de las once de la noche.

—A esa hora yo estaba dormido.

Blanca no lo dudó. Me conoce bien.

Como digo, quedé perplejo.

Soñé la noticia de la muerte de Nelson Mandela, y la vi impresa en un periódico, cuando todavía no había sido hecha pública…

Lo interpreté como una respuesta del Padre Azul.

Pero el misterio sigue: ¿qué son realmente los sueños?

La historia de Francisca Romero y de Pepi Reyes no tiene igual. Nunca vi nada parecido en el mundo de las señales.

Pero empezaré por el principio…

Me gustan los cementerios.

No hay como un camposanto para percibir la brevedad de la vida.

Cierto día, cuando me hallaba frente a la tumba de mi tío José Juliana, en Barbate, Rafael, el enterrador, un viejo conocido, pasó a mi lado. Se detuvo y comentó:

—Conozco a un hombre que puede contarte una historia interesante…

Conversamos.

—La esposa de ese hombre, ya fallecida —prosiguió Rafael—, vio el accidente de los hijos antes de que se produjera, y por televisión.

Pensé que estaba de broma, pero no.

Rafael insistió y acordamos vernos con el amigo.

Fue así como conocí a Eduardo Rodríguez Córdoba.

Creí que lo había visto todo, pero no…

Los hechos no sucedieron exactamente como contó el enterrador, pero casi.

—Ocurrió en la mañana del viernes, 16 de enero de 2009 —resumió Eduardo—. A eso de las ocho y algo me despertó mi mujer. Se llamaba Francisca. Estaba muy alterada. Gritaba. Lloraba. Dijo algo sobre la televisión, pero no entendí. Traté de calmarla. Francisca repetía una y otra vez: «Mis niños, mis niños…». Cuando, al fin, pudimos hablar, dijo que acababa de ver en la televisión el accidente del coche de Rosendo y de José, nuestros hijos… «Eso no puede ser», le dije. Pero ella insistía…

Le interrumpí.

—Veamos si lo he entendido. Francisca se levantó de la cama y conectó el televisor…

—Así es.

—Entonces vio las imágenes de un accidente de tráfico…

—Sí.

—¿Usted lo vio?

—No.

—¿Y cómo supo que era el coche de sus hijos?

—No lo sé…

—¿Dieron los nombres en el reportaje?

—No me lo dijo. Creo que no.

—¿Vio la matrícula del vehículo?

—No.

—No lo entiendo…

—Yo tampoco. Y le dije: «No te preocupes. Hay muchos accidentes…». Pero ella insistía y lloraba. «Mis niños, mis niños». Eso era lo que repetía.

Y Eduardo Rodríguez Córdoba continuó el relato:

—Sin saber qué hacer, ni cómo calmarla, acudí a la casa de unos vecinos. Son buenos amigos. Necesitaba que se quedaran con Francisca mientras yo acudía a la Guardia Civil. Y así lo hice. Pero en el cuartel no sabían nada. Una hora después, más o menos, empezaron a llegar las noticias. Era cierto. Mis hijos se habían estrellado contra un camión en la carretera de Tarifa a Algeciras. Los dos murieron en el acto. Un tercer pasajero, amigo de mis hijos, resultó herido de gravedad.

El asunto se me antojó confuso.

Francisca había muerto. No podía interrogarla.

Poco faltó para que abandonase…

Pero la intuición tocó en mi hombro. Y susurró: «Adelante».

Y me puse en marcha.

Mi primer movimiento fue reunir un máximo de información sobre el referido accidente.

En síntesis, esto fue lo ocurrido:

Francisca, madre de los fallecidos. (Gentileza de la familia).

Dos jóvenes de la localidad de Barbate —Rosendo y José Rodríguez Romero—, hermanos, de treinta y treinta y cuatro años de edad, respectivamente, fallecieron a las 6.50 horas del 16 de enero de 2009 en un violento choque del turismo que conducía Rosendo. El Volkswagen de los barbateños colisionó con un camión. El siniestro se produjo en el kilómetro 94,300 de la carretera nacional 340, en el término municipal de Tarifa. El Volkswagen Golf, matrícula 4103 BLC, impactó con un camión que transportaba contenedores y que era manejado por Juan Carlos Sedeño Lara, de cuarenta y un años. Según la Guardia Civil, el conductor del camión-remolque había bebido e invadió el carril por el que circulaba el turismo. Un tercer pasajero del Volkswagen —Fernando Rodríguez Melero—, de cuarenta y un años, resultó gravemente herido. Los tres jóvenes eran albañiles y se dirigían a sus puestos de trabajo, en San Pablo de Buceite (Cádiz).

Rosendo, conductor del Volkswagen. (Gentileza de la familia).

José Rodríguez Romero. (Gentileza de la familia).

El parque de bomberos de Algeciras recibió una llamada de urgencia a las 6.53. Una dotación se desplazó de inmediato al lugar del siniestro. Al llegar encontraron un camión volcado y al turismo empotrado en el quitamiedos ubicado a la derecha de la calzada. Los bomberos tuvieron que abrir el techo y un lateral del Volkswagen para extraer al herido y recuperar los cadáveres.

El conductor del camión resultó ileso, pero quedó atrapado en la cabina.

A las 7.27 horas, el juez ordenó el levantamiento de los cuerpos.

Al analizar los datos me hice una pregunta: si el accidente se produjo a las 6.50, ¿cómo pudo verlo Francisca en televisión a las ocho y poco de esa mañana? Soy periodista y sé de lo que hablo. Entre el siniestro y la emisión por televisión pasaron noventa minutos, aproximadamente. Muy poco tiempo, a mi juicio.

Fernando Rodríguez Melero (izquierda), superviviente del siniestro, con Eduardo, padre de los fallecidos. (Foto: J. J. Benítez).

La historia era confusa, sin duda.

Pero proseguí las indagaciones.

En cuanto fue posible conversé también con Fernando Rodríguez Melero, el superviviente.

Explicó cuanto sabía y cuanto recordaba:

—Salimos de Barbate a las seis y cinco de la madrugada. Era un camino que conocíamos bien. Lo hacíamos a diario. Pero, en esa ocasión, el viaje fue extraño…

—¿Por qué?

—No hablamos casi. El día se presentó triste. Poco antes del choque le hice un comentario a Rosendo, que conducía. Señalé hacia el hermano, que se hallaba justo detrás del conductor, y le dije: «Mira, el que dice que no duerme…».

—¿José estaba dormido en el momento del golpe?

—Sí. Yo iba en el asiento del copiloto. Entonces miré hacia abajo, hacia la radio del coche. No sé por qué lo hice, pero miré. Y, de pronto, Rosendo exclamó: «¡Dios!». Levanté la vista y vi un bulto. No vi luces. Y nos estrellamos contra el eje, entre la cabina y el remolque. El turismo hizo unos trompos y fue a estrellarse contra el quitamiedos de la derecha. Después todo fue silencio. Y pensé: «Éste debe de ser el silencio de la muerte».

Solicité detalles sobre el misterioso silencio.

—No sé explicarlo —comentó—. Todo se detuvo. No había ruido. Nada hacía ruido: ni los árboles, ni los pájaros, nada. Uno de los guardias se aproximó y habló por un móvil: «Dos muertos y un herido», dijo. Después llegaron las ambulancias y los bomberos…

—¿Cuánto tiempo permaneciste en el interior del turismo?

—Calculo que treinta o cuarenta minutos; como mucho una hora, pero me pareció una eternidad…

—¿Estabas consciente?

—Sí, y con unos dolores horribles. Escupí, incluso, los dientes.

—¿Era de noche?

—Sí, claro.

—¿Recuerdas haber visto alguna cámara de televisión?

—No, ninguna.

Cuatro o cinco meses después del accidente, a Fernando le sucedió algo poco común:

—Era la primera vez que conducía después del accidente —explicó—. Me acompañaba Rosario, mi mujer. Nos dirigíamos al juzgado de Algeciras. Serían las diez de la mañana, poco más o menos. Y, de pronto, al pasar por el lugar del golpe, la radio se encendió.

—¿Pudo activarse sola?

—Imposible. Esa radio tiene un sistema de seguridad que lo impide. Se nos pusieron los pelos de punta.

—¿Cómo lo interpretaste?

—José y Rosendo están vivos. No sé cómo, pero lo están…

Naturalmente me puse en contacto con los vecinos de Francisca.

Y surgió otra sorpresa…

Andrea Bernal y Pepi Reyes, madre e hija, respectivamente, fueron las que atendieron a Francisca, a petición de Eduardo, el marido.

Primero conversé con Pepi.

He aquí una síntesis de la entrevista:

—Esa mañana del 16 de enero, viernes, me levanté como siempre. Serían los ocho u ocho y cuarto. Me extrañó no oír Radio Olé, la emisora que ponía Francisca cuando se levantaba. Me asomé a la ventana y vi a otra vecina. Se disponía a llevar a la hija al colegio. Y le pedí que me trajera una viena…[103] A los pocos minutos llamaron a la puerta. Y me dije: «Qué ligera anda hoy fulanita». Al abrir no encontré a la vecina sino a Eduardo. Lo noté nervioso. Y preguntó: «¿Está tu madre?». Pasó y contó lo que sucedía. La mujer, al parecer, estaba muy alterada.

Pepi Reyes y Andrea, su madre. (Foto: Blanca).

—¿A qué hora llamó Eduardo?

—No habían dado las nueve. Entramos en la casa y encontramos a Francisca en el sofá, llorando y golpeándose. Repetía sin cesar: «¡Mis niños, mis niños!». Mi madre y yo, como pudimos, intentamos calmarla. Fue difícil. Tenía un ataque de nervios. Finalmente se tranquilizó un poco y hablamos. Dijo que a eso de las siete y cuarto de la mañana se levantó de la cama. No había podido dormir en toda la noche. Se hallaba muy inquieta. Fue a la cocina, se hizo una tila, y regresó a la cama. Pero continuaba mal, muy nerviosa, y se levantó de nuevo. Entonces fue directa al televisor de la sala y lo prendió. Fue cuando vio el accidente y supo que los hijos habían muerto.

—¿A qué hora conectó el aparato?

—Alrededor de las ocho y veinte. Eso fue lo que entendimos.

—¿Qué dijo que había visto?

—Un coche accidentado.

—¿Cómo supo que era el Volkswagen de los hijos?

—Ella hablaba de las ruedas. Decía que eran las del coche de Rosendo. Francisca le acompañó a comprarlas…

—¿Comentó en qué canal vio el accidente?

—Sí, en Canal Sur.

—Pero ¿cómo podía estar tan segura de que se trataba de José y de Rosendo?

—Nadie se lo explica. Francisca era una mujer normal y equilibrada. Esa mañana, sin embargo, estaba fuera de sí.

Y Eduardo, como fue dicho, dejó a su mujer en compañía de las vecinas y se dirigió, presuroso, al cuartel de la Guardia Civil.

Pero la noticia no había llegado aún a Barbate. Nadie sabía nada.

Y Pepi prosiguió:

—Dejé a mi madre con Paca y regresé a mi casa. Tenía que arreglarme e ir a trabajar. Y se me ocurrió algo. Conecté el televisor y sintonicé Canal Sur. «Quizá repitan la noticia», me dije. Tomé la ropa y me fui al salón. Y empecé a vestirme mientras veía la televisión. Entonces lo dieron…

—¿Qué dieron?

—La noticia del accidente. Me quedé pálida.

—¿Qué fue lo que viste?

—Un coche, destrozado. La presentadora dijo que se había producido un accidente en la carretera de Algeciras. No dieron nombres. Salió también la Guardia Civil y el atasco en la carretera.

—Haz memoria. ¿A qué hora pasaron la noticia?

Pepi no dudó. Lo recordaba perfectamente:

—Entre las nueve y veinte y las nueve y media de la mañana.

—¿Estás segura?

—Por completo. Como te digo, me estaba vistiendo.

—¿Recuerdas a la presentadora?

—Era joven y morenita.

—¿Escuchaste la voz del periodista en el lugar del accidente?

—El reportaje no tenía voz.

Y Pepi, asustada, se apresuró a volver a la casa de Francisca. Y, como pudo, por señas, le hizo ver a la madre que era cierto.

Media hora después, hacia las diez, se confirmó la noticia.

E insistí:

—¿Se grabó el reportaje con luz de día o era luz artificial?

—Había luz natural.

—¿Filmaron la matrícula del Volkswagen?

—No lo creo. Yo conocía esa matrícula. De haberla visto la hubiera recordado.

—¿Reconociste el coche?

—La verdad es que no. Estaba destrozado. Lo enfocaron lateralmente, por el costado izquierdo.

—¿Filmaron los cadáveres?

—No los vi.

—¿Y al herido?

—Tampoco.

—¿Qué recuerdas del atasco?

—A la Guardia Civil, dando paso a los coches.

Tras oír el testimonio de Pepi interrogué a Andrea, su madre.

La versión fue idéntica, y añadió:

—Paca, tras la muerte de los hijos, decía: «A los siete meses veré a los niños». Y lo repetía. Pues bien, murió el 23 de agosto de ese mismo año (2009), a los siete meses del fallecimiento de José y de Rosendo.

Francisca, según me informaron, murió de cáncer…, y de tristeza.

El día anterior a la tragedia acudió a la casa de Rosendo; algo que no era habitual en ella.

Durante días traté de poner orden en los pensamientos.

En aquel suceso, como dije, había algo que no cuadraba.

Y lo analicé una y otra vez, pero sin resultado: si el accidente tuvo lugar a las 6.50 de la mañana, ¿cómo pudieron verlo Francisca en Canal Sur a las 8.20 u 8.30 y Pepi a las 9.20?

Por muy rápido que hubieran trabajado los reporteros, y dado que el lugar (kilómetro 94,300) se encuentra a veinte o treinta minutos de Algeciras, no tuvieron tiempo material de acudir al escenario de los hechos, filmar, regresar y editar la noticia para que fuera emitida a las horas ya mencionadas. Esa labor requiere del orden de tres horas.

Y, de inmediato, encaminé las pesquisas hacia Canal Sur y hacia Televisión Española. Ambas disponen de centros regionales en Andalucía.

En Canal Sur, en Cádiz, fui recibido por Javier Carlos Lacave, productor.

Fue muy amable.

Me mostró el reportaje del siniestro y confirmó que la noticia fue emitida a partir de las 14 horas en Canal Sur Noticias 1; no antes. Y repitió: «No antes».

Quedé desconcertado.

El reportaje fue filmado con luz natural. Calculé que alrededor de las diez de la mañana; quizás más tarde.

En la filmación, además, se veía la matrícula del turismo y a uno de los agentes de la Benemérita, hablando ante la cámara.

Esto no guardaba relación con lo emitido a las 8.20 horas, según la versión de Francisca. A esa hora (8.20 u 8.30) no había amanecido todavía. La salida del sol, ese 16 de enero de 2009, se registró a las 9.03.

La duración del reportaje fue de 1 minuto y 3 segundos.

Y seguí preguntándome: ¿qué fue lo que vieron la madre de José y de Rosendo y Pepi Reyes, la vecina?

Ni una ni otra hablaron de la matrícula, y tampoco de las declaraciones del agente. La segunda, Pepi, estaba segura: cuando transmitieron la noticia no había sonido.

Y por consejo de Lacave me puse en contacto con Begoña Curiel, la redactora de Canal Sur, con base en Algeciras. Begoña se desplazó al lugar del accidente y cubrió la noticia.

La mujer recordaba el asunto. Y declaró, con seguridad, que el desplazamiento al kilómetro 94,300 no se llevó a cabo antes de las diez de la mañana. El cámara, Alberto Villanueva, también lo confirmó.

Localicé igualmente al reportero de Televisión Española, Isaías Bueno. Y comentó lo siguiente:

—Aquella mañana fui a cubrir la noticia para nuestro informativo regional y TD1 (Telediario 1). La hora a la que llegué al lugar fue sobre las diez o diez y media de la mañana, y la emisión de la noticia se hizo a las 14.00 horas, en el informativo territorial, y entre las 15.15 y las 15.30 en el TD1. Recuerdo que el conductor del camión dio positivo en la prueba de alcoholemia, y que una casa de campo que lindaba con la carretera quedó seriamente dañada. Cuando llegué al lugar, los cuerpos ya no estaban. Los habían retirado, y el vehículo siniestrado creo que ya no estaba, pero sí el camión.

»Con respecto a este asunto no recuerdo mucho más, pero sí estoy completamente seguro de que la noticia se emitió a las 14 horas y a las 15, en nuestros informativos…

Conclusión: la noticia del accidente fue emitida a las 14.03 horas en Canal Sur y a partir de las 14 en el informativo territorial de TVE, así como entre las 15 y las 15.30 en el noticiero nacional de esta última cadena.

En otras palabras: cuando Francisca y Pepi vieron el accidente en Canal Sur, la reportera —Begoña Curiel— no había llegado aún al lugar del siniestro (!).

¿Quién filmó entonces lo visto por las mujeres y quién lo emitió?

La respuesta es tan simple como comprometida: «alguien» (que cada cual piense lo que quiera o lo que pueda) manipuló el tiempo y el espacio…

Asombroso: lo que vieron en Barbate, en la televisión, no había sido grabado todavía.

CRONOLOGÍA DE LOS SUCESOS

  • A las 6.50 del 16 de enero de 2009 se produce la colisión en la carretera de Tarifa a Algeciras.
  • 7.15 (aproximadamente): Francisca, madre de los fallecidos, se levanta, inquieta, y se hace una tila. Regresa a la cama pero no puede dormir y se levanta de nuevo.
  • 8.20 (aproximadamente): conecta el televisor y contempla las imágenes de un accidente de tráfico. Francisca asegura que es el coche de sus hijos, José y Rosendo.
  • 9.20 (aproximadamente): Pepi Reyes, vecina de Francisca, enciende el televisor de su casa y ve el accidente de tráfico.
  • A las diez de la mañana llega la noticia del fallecimiento de los hermanos Rodríguez Romero.
  • Los reporteros de Canal Sur y TVE se presentan en el lugar del siniestro a partir de las diez o diez y media de la mañana.
  • Las noticias son emitidas a las 14 horas, en Canal Sur, y a partir de las 14 en el informativo territorial de TVE, así como entre las 15 y las 15.30 en el canal nacional de Televisión Española.
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