En Estados Unidos de Norteamérica conocí a Nelly.
Tenía una perra pequinesa llamada Mayling.
Con ella vivió una singular experiencia…
Esto fue lo que me contó:
Sucedió en septiembre de 1980… Ella —Mayling— vivía conmigo… Esa mañana me preparé y me fui a la oficina, como cada día… Mayling se quedó feliz… Le preparé su plato de comida y el agua… Pura rutina… Y a eso de las once de la mañana, sentada a la máquina de escribir, ocurrió algo extraño… Frente a mí, como a medio metro, a la altura de los ojos, se presentó la imagen de la perrita… Era como una fotografía… Era ella… Me sorprendió mucho… ¿Qué estaba pasando?… ¿Le sucedía algo a Mayling?… Traté de serenarme… Yo la había dejado en perfecto estado… Comía, feliz… La oficina estaba a veinte minutos de la casa y pensé en acudir a la hora del almuerzo, pero descarté la idea… No hice caso a la intuición… y continué trabajando… Por la tarde, cuando regresé a la casa, me llevé una sorpresa… La cerradura había sido manipulada… La puerta estaba entreabierta y la casa patas arriba… Habían entrado a robar… Mayling se hallaba detrás de la puerta, sentadita… No le hicieron daño… Esa misma tarde hablé con una vecina y me dijo lo siguiente: a eso de las diez y media de la mañana (una media hora antes de que viera a Mayling en la oficina), su marido coincidió en la calle (frente a la puerta de mi apartamento) con un joven que le infundió sospechas… Al preguntar qué hacía por allí, el individuo se excusó, asegurando que se le había caído una llave… El vecino tenía prisa y se marchó…
Pregunté a un profesor de parapsicología y me dijo que, probablemente, la perra se «proyectó» como consecuencia del miedo… Fue una señal.
Aquella mañana —no recuerdo la fecha, ni quiero recordarla— me peleé con Blanca[83].
Vivíamos entonces en Sopelana (Vizcaya).
Y decidí marcharme.
Necesitaba serenarme. Necesitaba pensar. Necesitaba una señal.
¿Debía continuar con Blanca?
Al cerrar la cancela de madera que daba acceso al jardín, y cuando me disponía a abandonar el lugar, recibí la «señal» que buscaba… Y bien merecida que la tuve.
De pronto sentí un fuerte dolor en los gemelos de la pierna derecha.
Al girar encontré al perro del vecino: un enorme mastín, famoso en el barrio por sus malas pulgas.
Se había escapado de la casa…
Y el muy cobarde fue a morderme por la espalda, y sin razón.
Fue una herida importante.
No tuve más remedio que regresar a la casa…
Blanca me curó, solícita, y yo entendí el «mensaje».
El Padre Azul, cuando es menester, no se anda con chiquitas.
A finales de los años ochenta investigué un caso que me dejó perplejo.
Cuán cierto es que cuanto más investigo menos sé…
Ocurrió en un bellísimo pueblo de Guipúzcoa (España).
La madre —a la que llamaré Maider— accedió a contar lo sucedido aquel 26 de marzo:
—Mi marido y mi hijo lo habían preparado todo para ir de pesca. Y esa mañana, temprano, tras desayunar, se dispusieron a montar en el coche…
A Maider se le saltaron las lágrimas, pero se recuperó, y prosiguió:
—Teníamos un perro ovejero… Se llamaba Ixil («silencioso», en euskera). Era amable y tranquilo. No daba guerra… Pero aquel día se volvió loco. De pronto, sin que nadie supiera por qué, el perro, que entonces contaba cinco años de edad, se lanzó a los pies de mi hijo y empezó a tirar del pantalón… Pensamos que quería jugar, pero no… No hubo forma de tranquilizarlo… Tiraba y tiraba del pantalón… Y llegó a romperlo… Logramos separarlo pero, en un descuido, volvió a lanzarse a los pies del muchacho y tiró de nuevo de él… Ya estaban cerca del automóvil… Mi marido se puso serio y fue necesario reñirle… «¿Qué le pasa a este perro?»… Nadie lo sabía… Conseguí encerrarlo en la casa y ellos se fueron… ¡Dios mío!… Dos horas después sufrieron un accidente y mi hijo falleció…
Ixil, según la madre, no salió de la casa. Y allí murió, de pena. Se negó a comer y a beber.
Ixil sabía y trató de retener al hijo…