El 7 de octubre de 2011 fue un viernes mágico.
Andaba empeñado en la enésima reorganización de la «jungla»; es decir, de los archivos.
Y, de pronto, fui a descubrir una serie de diapositivas.
Las contemplé, perplejo.
Habían sido tomadas en los años setenta, en México.
En ellas se veía a un anciano. Yo le interrogaba, grabadora en mano.
Pero no recordé el nombre del personaje.
En los marcos de las diapositivas no figura anotación alguna.
Sabía que las imágenes fueron tomadas en la ciudad de Cuernavaca, en la casa de un escritor e investigador. Y sabía que aquel hombre había hablado de una cuarta humanidad, capaz de volar, y de llevar a cabo obras titánicas, sólo detectables desde el cielo. El investigador en cuestión aseguraba que esa cuarta humanidad se extinguió hace ocho mil años. Y habló también de nuestra civilización —la llamaba la quinta humanidad— y de cómo desaparecería en el siglo XXI…
Pensé y pensé, pero fue inútil. No daba con el nombre del entrevistado.
Podía consultar los cuadernos de campo pero, al no disponer de la fecha en la que llevé a cabo la entrevista, la labor se me antojó casi faraónica.
Ése no era el camino…
Y recordé igualmente que, poco antes de mi visita a Cuernavaca, Ariel Rosales, entonces director de la revista Contactos extraterrestres, en México, había publicado un largo reportaje sobre la obra del investigador cuyo nombre se borró de la memoria.
Era una pista…
Si daba con el reportaje, el problema quedaba resuelto.
Yo tenía la colección completa de Contactos extraterrestres.
Y me encaminé, decidido, hacia la estantería en la que dormía la referida revista «catorcenal».
Tomé la pequeña escalera y me situé frente a los volúmenes, perfectamente encuadernados.

Portada de la revista Contactos extraterrestres (21-12-1977). (Archivo de J. J. Benítez).
Volví a desmoralizarme.
Frente a mí se presentaron quince tomos, con un total de 13 500 páginas (!).
Era como buscar una aguja en un pajar… Necesitaba días.
Y a punto estaba de abandonar cuando oí aquel susurro.
Era una voz interior, muy familiar para mí.
—Echa mano de un volumen —insinuó—. No importa cuál.
En lo alto de la escalera, desconcertado, no supe qué hacer.
Como digo, yo conocía esa «voz», y desde hacía mucho…
—Pero —repliqué—, es imposible…
Escuché una risita. Y la voz insistió:
—Alarga la mano… Es fácil… Incluso tú puedes hacerlo.
—Son más de trece mil páginas —me defendí—. Nadie podría…
Oí nuevas risitas.
—¿Qué pierdes con intentarlo?
—Nada —respondí—, pero me asustas…
—Sólo quiero hacerte un favor.
Cierto.
Y extendí la mano, extrayendo un tomo, al azar (?).
Y allí mismo, sobre la pequeña y no menos sorprendida escalera, hojeé el volumen.
Calculo que no discurrieron ni siete minutos.
De pronto, al pasar una de las páginas, lo vi.
Casi caí de la escalera.
¡Imposible! —me dije—. ¡Imposible!
¡Allí estaba el reportaje que buscaba!
Se trataba del número correspondiente al 21 de diciembre de 1977.
¡Dios de los cielos!
El investigador se llamaba Daniel Ruzo[42].
Y al bajar de la escalera miré en mi interior y di las gracias.
Entonces volví a escuchar aquella risita…

Daniel Ruzo, entrevistado por J. J. Benítez en la ciudad mexicana de Cuernavaca.