Años después de la investigación en Los Naveros tuve noticia de un caso parecido, pero con final feliz.

La singular historia de Juan Miguel Cortés tuvo lugar en 1988.

Él vivía en la población murciana de Llano de Brujas.

El investigador Juan Antonio Ros, nieto de Cortés, me proporcionó los primeros datos.

He aquí el informe de Ros:

Juan Miguel Cortés. (Foto: Blanca).

… Años antes (no he podido precisar la fecha), mi abuelo tuvo un incidente que, quizá, estuvo relacionado con lo sucedido en 1988. Tú juzgarás…

Pudo ser en 1986, pero, como te digo, no es seguro.

Ocurrió una oscura noche de verano…

Por la zona donde vivimos el agua es bastante escasa.

Desde que tenía catorce años, mi abuelo se ha dedicado a la agricultura.

Justo detrás de su casa tiene unos terrenos en los que cultivaba patatas, tomates, pimientos, etc., para el consumo diario.

Por aquel entonces, y debido a la sequía, no circulaba agua por las acequias… Para paliar este grave problema, cada equis tiempo soltaban agua de los embalses para que la gente pudiera regar sus huertos y plantaciones.

Pues bien, una noche sin luna le tocó regar a mi abuelo.

No podía dejarlo pasar…

No era la primera vez que regaba a la luz de una linterna.

Eran las dos o las tres de la madrugada…

Juan sujetaba una azada y la linterna.

Y, de pronto, según palabras textuales, «se hizo de día».

El «sol» brillaba como a las dos de la tarde…

Mi abuelo soltó la herramienta, y la linterna, y salió corriendo hacia la casa.

No le hizo falta la linterna para alumbrar el camino.

«Aquello», lo que fuese, ya lo hacía… Veía perfectamente.

Una bola de fuego le acompañó todo el trayecto.

Al llegar a la puerta de la casa, «aquello» desapareció.

Mi abuelo estaba muy asustado.

Despertó a la familia pero, al salir, la luz ya no estaba. Todo seguía a oscuras…

Y llegó 1988.

Ese verano, Cortés sufrió un grave accidente.

Veamos el relato de Ros:

… Sucedió en la época estival.

Mi abuelo, para variar, continuaba con sus labores agrícolas.

Ese lunes se hallaba trabajando en la propiedad de un vecino al que llaman Nene Mateo. Fumigaba las malas hierbas de un huerto de limoneros (hoy desaparecido). Se ayudaba con una antigua máquina, de las que se colocan a la espalda.

Aquella labor, por supuesto, la había realizado muchas veces.

Pero ese día se presentó la tragedia…

Sucedió durante los preparativos.

Llenó el depósito con agua y añadió el veneno.

Objeto visto por Cortés. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Cargó la fumigadora a la espalda y dejó las botellas en el suelo. Pero el líquido de una de ellas, mal cerrada, al impactar con la tierra, le salpicó en la cara y en los ojos.

Tan rápido como pudo dejó la vieja máquina y corrió a lavarse a una poza cercana.

El veneno le abrasaba los ojos…

Recogió sus cosas y regresó a la casa.

Su hermana, Dolores, y mi abuela, Mercedes, se extrañaron ante la temprana llegada del abuelo. Tenía los ojos enrojecidos.

Muy nervioso, contó lo sucedido.

Volvió a lavarse; esta vez con agua potable, pero los ojos siguieron empeorando.

Al día siguiente (martes), mi abuelo empezó a perder visión. Y acudieron a un hospital, en Murcia. Desde allí lo desviaron a la Arrixaca, en El Palmar. Era el centro hospitalario más importante de la región.

Le hicieron todo tipo de pruebas.

La respuesta de los médicos fue demoledora: «No podemos hacer nada. El veneno ha quemado los ojos. La ceguera será inevitable e irreversible».

El miércoles, la visión se redujo en un 50 por ciento. Aun así, mi abuelo ayudó en la siega de la hierba.

El jueves, Juan no pudo moverse de la casa. Ya no veía.

La ceguera total llegó en noventa y seis horas…

Los ojos parecían manchas de sangre. Quedaron cerrados para siempre…

Dejó de comer.

Fue una tragedia.

Mi abuelo, trabajador e incansable, se vio, súbitamente, en la cama, sin poder moverse.

El viernes, Dolores, su hermana, sugirió a mi madre que lo llevaran a un curandero muy popular en la zona.

Tenían que desplazarse en un viejo ciclomotor y mi abuelo se negó, ante el riesgo de caer de la Vespino.

Mi madre y Dolores acudieron a la consulta de Joaquín, el curandero, y expusieron la situación. Y rogaron que fuera a visitarlo. Pero el curandero no aceptó. Y propuso que lo trasladaran a su consulta. Lo atendería sin necesidad de esperar.

Pepe, el Paquito, un vecino, se brindó a llevar a mi abuelo en su coche.

Y así fue.

Juan se presentó en la consulta del curandero, en la pedanía de El Raal, acompañado de su hermana y de mi madre.

Joaquín lo atendió. Lavó los ojos con agua bendita y con saliva y llevó a cabo algunos rezos.

Por la tarde regresó a la consulta. Joaquín tenía que repetir las oraciones…

Al volver a El Raal, mi abuelo tuvo que esperar en la sala habilitada al efecto. Joaquín estaba atendiendo a una mujer.

Estuve en esa sala de espera y la recuerdo como un lugar grande, con bancos de madera, olor a ambientador, y un enorme cuadro, con la cara de Jesús, colgado en la pared, a la derecha de la entrada.

A mi abuelo, al igual que en la visita de la mañana, le acompañaban mi madre y Dolores, la hermana.

Y, mientras esperaban, mi madre se fijó en el cuadro. Y sugirió a Juan que tocara la bellísima imagen del Maestro.

Él accedió y, entre las dos, ayudaron al abuelo a levantarse del banco y, poco a poco, fue acercándose a la pared.

Juan Miguel Cortés alzó los brazos y fue a colocar las palmas de las manos sobre el rostro de Jesús de Nazaret.

Y mi abuelo rompió a llorar…

«¿Dónde estás? —decía—. ¿Dónde estás que no te veo?».

Y repetía estas palabras, al tiempo que pasaba las manos sobre la imagen. Después, sin dejar de llorar, se frotaba los ojos…

Y sucedió lo increíble.

De pronto, una luz salió del cuadro e impactó en la cara del abuelo.

Curiosamente, nadie vio nada. Sólo Juan.

Y mi abuelo recuperó la vista.

«¡Veo! —gritaba—. ¡Veo!».

Las personas que se hallaban en la consulta no daban crédito.

Debido al alboroto, el curandero salió de la consulta y fue informado.

Mi abuelo y Joaquín se abrazaron.

Para cerciorarse de que era cierto, el curandero le hizo preguntas, señalando algunos de los objetos de la sala. Mi abuelo respondió correctamente.

Teresa, mi madre, no dejaba de agradecer a Joaquín el prodigio realizado. Pero él contestó: «No tienes que darme las gracias, pues yo no he hecho nada. Ha sido un milagro del Señor».

Regresaron a casa y los ojos de mi abuelo fueron recuperando la normalidad.

Y él repetía: «Pero ¿es que no habéis visto la luz? ¿Nadie vio la luz que salió del cuadro y que se estrelló en mi cara?».

Nadie la había visto…

Cuando se conoció la noticia, por la casa pasaron muchas personas. Incluso, avisados por el párroco de una iglesia cercana, se personaron dos periodistas del diario La Verdad, e interrogaron a Juan durante horas. Nunca se publicó nada…

Imagen de la que partió la luz rojiza. (Gentileza de Juan Antonio Ros).

Dibujo de Juan Antonio Ros.

Dolores, hermana de Cortés; testigo del prodigio. (Foto: Blanca).

Teresa, hija de Juan Miguel Cortés, sugirió a su padre que tocara el cuadro. (Foto: Juan Antonio Ros).

Venenos utilizados por Juan Miguel Cortés en la fumigación. (Foto: Juan Antonio Ros).

En noviembre de 2012 tuve la fortuna de conocer personalmente a Cortés y a su familia.

Nos recibieron en la casa del abuelo, en Llano de Brujas.

Y allí confirmé cuanto había relatado Juan Antonio Ros.

Primero hablamos del objeto que fue visto por Juan Miguel Cortés:

—Era ovalado —aclaró Cortés—, y muy brillante. Presentaba una larga cola, como la de las estrellas fugaces.

—¿Escuchó ruido?

El abuelo negó con la cabeza, y añadió:

J. J. Benítez y Cortés. (Foto: Blanca).

—Ninguno. Ni cuando estaba lejos, ni tampoco cuando se me echó encima.

—Dice que se hizo de día…

—Eso fue lo que me desconcertó. Eran las dos o las tres de la madrugada. No había amanecido. Y, de pronto, se hizo de día…

—¿Cómo era la luz?

—Blanca, muy fuerte. Lo veía todo: los árboles, la tierra, las piedras…

—¿Se fijó si daba sombras?

Cortés lo meditó y replicó:

—No vi sombras, ahora que usted lo dice… Y debería de darlas, claro.

—Claro…

—¿Y cómo es que una luz no da sombras? —preguntó Cortés.

Me encogí de hombros. No lo sabía.

El abuelo prosiguió:

—Me asusté, la verdad. «Aquello» se me echó encima, colocándose a la altura de los árboles. Y me siguió hasta la casa. Yo no atinaba con la llave. Y como llegó se fue. Desapareció de pronto. Ya no lo volví a ver.

—¿A qué lo compararía?

—Al sol, por el brillo; no por la forma.

Juan Miguel Cortés nunca ha leído sobre ovnis o sobre extraterrestres. Es más: no cree en nada de eso. Para él, lo que le salió al paso aquella noche fue el sol (!).

Después entramos en el asunto de la ceguera.

Cortés tampoco supo explicar el prodigio.

—¿Cómo era la luz que salió del cuadro?

—Muy fuerte… Me recordó un flash.

—¿De qué color?

—Rojiza.

—¿De qué parte del cuadro salió?

—De la izquierda.

—¿Se desplazó despacio o rápidamente?

—Ya se lo he dicho: como un flash.

—¿Sintió dolor?

—No, ninguno.

—¿Cómo pudo ver la luz si estaba ciego?

—Pues la vi…

Era evidente que Cortés veía perfectamente, pero llevé a cabo algunas pruebas.

Señalé un despertador, situado a cuatro metros, y le rogué que me dijera la hora.

—Son las 13.30…

Así era.

Y el abuelo indicó, incluso, la posición del minutero.

Cortés veía mejor que yo…

Y me hice las mismas preguntas que se hizo Juan Antonio Ros: ¿qué relación había entre los tripulantes del ovni que le salió al paso a Cortés y el prodigio de 1988? ¿Fueron esos seres los que provocaron la curación de Juan Miguel? ¿Por qué se presentó el objeto algunos años antes del prodigio?

Preguntas sin respuestas, lo sé…

Pactos y señales
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