Con Juan Manuel Romero Cotelo, al que he mencionado en páginas anteriores («Los cuadros»), disfruté de la mar y de la palabra.

Nos embarcábamos en La gitana azul y hacíamos como que pescábamos.

Castillo, el patrón, lo sabía, pero dejaba hacer.

En realidad eran singladuras en las que trabajábamos la amistad y perfeccionábamos los silencios.

Después, a la vuelta, jugábamos a las confidencias…

Un día —según «contrato»—, Juan Manuel fue asaltado por una ataxia traidora; una enfermedad degenerativa de muy mal mirar.

Y la ataxia se lo robó todo.

Castillo y yo lo visitábamos.

Una de aquellas tardes, cuando todavía hablaba, sostuvimos una conversación que me marcó. He aquí lo que recuerdo:

—Tengo miedo —manifestó Juan Manuel—. Sé que voy a morir…

—¿Por qué tienes miedo?

Juan Manuel me miró, estupefacto.

—Aquí estoy bien, dentro de lo que cabe… En el otro lado, suponiendo que exista, no sé…

—Hay otra vida —insinué—. La verdadera…

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo información. Mucha. Hay gente que ha vuelto y ha contado algo…

Juan Manuel sonrió con desgana. Y añadí:

—¿Qué necesidad tengo de mentir?

—Eres buena persona —susurró Juan Manuel—. La gente así miente para no hacer daño…

—No soy buena persona y tampoco miento.

—Pero ¿qué es la muerte? —intervino Castillo—. Tú lo sabes…

—Lo sé porque lo he vivido. La muerte es un dulce sueño.

—¿Sin más?

—Sin más. Te duermes y despiertas en otro lugar. Allí todo es distinto. Nadie quiere regresar…

—Pero ¿por qué tenemos que morir? Si el más allá existe podíamos pasar como quien abre una puerta…

—En realidad, eso es la muerte: abrir una puerta o tomar un ascensor.

Y añadí, sabiendo que no sería comprendido:

—La muerte es uno de los mejores inventos del Padre Azul. La muerte debería provocar alegría entre los que se quedan. La muerte es la gran liberación. Cuando mueras —y miré a los ojos de mi amigo— celebraré una fiesta…

El 3 de abril de 2009, Juan Manuel falleció.

Ese viernes, mientras escribía un breve texto, para que fuera leído en el funeral, hice el pacto con él. Y escribí:

«Si estás en los mundos MAT, como supongo, por favor, Juan Manuel, dame una señal».

Pensé y pensé, pero no daba con la señal.

Alguien, entonces, susurró desde mi interior: «Cuenta las líneas de lo escrito».

El pequeño homenaje sumaba veintinueve líneas[113].

¡29!

Ésa sería la señal.

Y anoté en el cuaderno de pactos: «Cuando acuda a Caños de Meca, para arrojar las cenizas de mi amigo a la mar, “tropezaré” con el número “29”. Alguien me lo entregará o me saldrá al paso».

Y establecí el plazo: «Hasta el regreso a “Ab-bā”».

Al día siguiente, sábado, 4 de abril, hacia las 20 horas, la familia y un reducido grupo de amigos caminamos por la playa de Trafalgar, a la búsqueda de la mar.

Carmen, la viuda, y Manolito, el hijo, marchaban delante.

La mar, respetuosa, se había retirado.

Y cientos de rocas, negras y verdes, se asomaron, curiosas.

El viento del noreste se detuvo y el cielo, limpísimo, también se quedó quieto.

Manolito cumplió con la breve y sencilla ceremonia.

Las cenizas de Juan Manuel se disolvieron en el agua…

Yo miraba a todas partes.

El «29» no se había presentado.

El hijo de Juan Manuel se hizo con la caja de cartón, en la que trasladaron las cenizas, y me la entregó, como recuerdo.

Fue entonces, al inspeccionarla, cuando lo vi.

En una pegatina leí lo siguiente: «Cementerio mancomunado. Bahía de Cádiz. D. Juan Manuel Romero Cotelo. 4 de abril de 2009».

¡2009!

Es decir: 2 y 9: ¡29!

Entendí que Juan Manuel había cumplido. Allí estaba la señal.

Al llegar a casa consulté la Kábala.

El «29» equivale a «fiesta, solemnidad y celebración».

Fue lo que prometí en aquella inolvidable conversación. La muerte es una celebración (o así debería ser).

Pegatina en la que «apareció» el «29».

Esa misma noche, Castillo y yo levantamos las copas por el amigo que había regresado a la realidad. Después llegó la fiesta.

A raíz de la señal, tras meditarlo, me presenté en la notaría de Florit, en Sevilla, y le rogué que levantara acta de algunas voluntades:

A saber:

De izquierda a derecha: Castillo, J. J. Benítez y Juan Manuel. (Foto: Blanca).

1. Que es mi deseo —cuando llegue mi última hora— ser incinerado. Las cenizas deberán ser arrojadas a la mar (si fuera posible frente a Barbate).

2. Que nadie llore.

3. Prohibido celebrar funerales o cualquier otro rito religioso. «No olvidéis que soy apóstata (gracias a Dios)».

4. En su lugar, si fuera posible, deseo que se celebre una gran fiesta.

5. Que alguien, por favor, lea, íntegramente, la carta firmada por mí y que se incorpora a la presente acta[114].

Últimas voluntades de J. J. Benítez.

Carta que deberá ser leída cuando J. J. Benítez muera o desaparezca.

Documentación existente en la notaría de José María Florit de Carranza, en Sevilla, sobre qué hacer cuando muera J. J. Benítez.

Pactos y señales
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