Años después de la experiencia con la mariposa azul, en plena organización de Pactos y señales, fui a recibir una carta que me hizo volar a Murcia (España). La escribía Pedro García, un hombre sabio y humilde, sin duda.

Pedro —¡qué casualidad!— contaba una singular experiencia con una mariposa…

Pedro y Lala, su esposa. (Foto: Blanca).

El 23 de agosto de 2013 me reuní con Pedro y con Lala, su esposa, en una pequeña pedanía de Lorca, al norte de Murcia. A la conversación asistieron Juan Antonio Ros, investigador, y Lorena, su mujer.

—En aquel tiempo —explicó Pedro— vivía en la ciudad de Veracruz, en México. Concretamente en la calle Constitución, en el número 57. Era una casa de huéspedes que se llamaba Florencia.

Lala Cruz asintió.

—Sucedió en la tarde del 4 de mayo de 1991. De pronto, a eso de las ocho, Lala, mi mujer, vio una mariposa negra y amarilla…

Lala volvió a asentir con la cabeza.

—Dice que salió de mi pecho, pero de eso no estoy seguro. Y la mariposa empezó a revolotear a mi alrededor.

—¿Dónde se encontraba usted en ese momento?

—En mi habitación. Traté de espantarla, pero no hubo forma. La mariposa me seguía a todas partes. Salía del cuarto y volaba a mi lado. Llegó a posarse en los hombros en varias ocasiones.

—¿Cómo era?

—Pequeña y muy bonita.

Tres horas después, hacia las once de la noche, Pedro recibió una llamada telefónica de España.

—Era mi hermano. Me comunicó que mi madre estaba muy grave.

—¿Y la mariposa?

—Continuó a mi lado, incansable.

—¿Revoloteaba alrededor de otras personas?

—No. Sólo permanecía conmigo. Entré y salí de la casa, como le digo, y siempre la tuve cerca.

Fue una noche muy larga para Pedro. Él sabía que su madre agonizaba. Y la mariposa negra y amarilla no se despegó de su lado.

—Así fue —prosiguió—. La mariposa estuvo conmigo hasta las cinco de la madrugada. A esa hora volvió a telefonear mi hermano. Y me dio la noticia: mi madre acababa de morir.

—¿Qué sucedió con la mariposa?

—Desapareció.

Hice cuentas. La pequeña mariposa permaneció nueve horas junto a Pedro.

—Jamás volvimos a verla —añadió con los ojos húmedos.

—¿Cómo interpreta su presencia?

—No lo sé con exactitud. Quizá fue el espíritu de mi madre. Quizá quiso despedirse.

—¿Cree en las casualidades?

Pedro sonrió.

—No, para nada.

—¿Qué opina de la muerte?

—La gente está engañada…

—No comprendo.

—La muerte no existe. Somos eternos. El cerebro es un instrumento del alma y nos hace creer lo que no es cierto. Con la muerte no se termina: se empieza o, mejor dicho, se continúa.

—¿Cree usted que somos eternos?

—Procedemos de la eternidad y a ella regresaremos.

—¿Y qué es la vida?

—Un malentendido.

—¿Cómo dice?

—Interpretamos la vida de forma errónea. No es lo que parece. Nacemos para vivir; es decir, para experimentar. Y eso sucede durante un tiempo. Después volvemos a la realidad.

—Eso me suena…

—Claro —sonrió con picardía—. Lo he leído en sus libros…

—¿Por qué me escribió?

—Al leer Caná sentí un impulso. Fue como si «alguien» susurrara: «Escríbele y cuéntale».

Teresa, madre de Pedro. (Gentileza de la familia).

Lo dicho: Pedro es un hombre sabio…

Pactos y señales
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