Manuel López Simón era hombre de pocas palabras, pero especialmente cumplidor.
Era mi tío.
Yo le quería.

Manuel López Simón. (Gentileza de la familia).
Desde niño me contaba historias fantásticas, y no tan fantásticas, sobre mi segundo gran amor: la mar.
Fue motorista. Lo sabía todo sobre motores de barcos. La mayor parte de su vida transcurrió en la estrecha negrura de los tambuchos, apestando a grasa y a gasoil. Jamás le vi protestar.
Sufrió mucho.
Perdió a dos de sus hijos y a Gloria, la mujer, en un corto periodo de tiempo.
Caminaba todos los días hasta el cementerio. Y lo hacía de luto riguroso y con la cabeza baja.
No fui capaz de convencerlo de que sus seres queridos no estaban allí.
Ahora lo creo con seguridad: los cementerios son la máxima expresión de nuestra ignorancia.
Pues bien, el 24 de abril de 2009, Blanca recibió una llamada de Ani, una prima.
Mi tío Manolo se hallaba en el hospital, gravemente enfermo.
Y al entrar en el coche, con el fin de dirigirnos al hospital, me fijé en el cuentakilómetros. Es otra manía.
Marcaba 131 101.
Miré el reloj (13 horas y 1 minuto). Necesitaba una hora para llegar a Puerto Real.
Y caí en la cuenta: ¡allí estaba mi amigo! ¡Palo-cero-palo!
Y pensé: «Algo está a punto de suceder».
Minutos después, cuando apenas habíamos recorrido un par de kilómetros, sonó de nuevo el móvil de Blanca.
Mi tío acababa de fallecer.
Y quedé perplejo.
Manolo murió a las 13 horas. Exactamente lo que señalaba el cuentakilómetros: 13-1-101 (!).
Por supuesto, no lo atribuí a la casualidad. Fue, sencillamente, una señal.
Al día siguiente, sábado, a eso de las once y media de la mañana, mientras escribía, se me ocurrió hacer el pacto con Manolo.
«Si estás vivo —pensé—, por favor, dame una prueba».
Desde la ventana de mi despacho contemplaba la mar.
El día había llegado azul y ventoso.
Un intenso poniente, con fuerza tres, levantaba olas muy serias. Llegaban a la playa, rabiosas…
¿Qué señal solicitaba?
Y pensé en algo casi imposible: una vela…
Y escribí en el cuaderno de pactos y señales: «Si estás vivo, como creo, antes de que termine la mañana, ante mí, aparecerá una vela».
Contemplé de nuevo la mar. Estaba muy enfadada.
«Quizá me he pasado —pensé—. Nadie sale a navegar con un temporal así».
Pero mantuve el pacto.
Y seguí a lo mío, escribiendo.
Quince minutos más tarde, al levantar la vista de la querida y anciana Olivetti Studio 46 (de hierro y azul, naturalmente), quedé desconcertado.
Frente a mí, en mitad de la mar, surgió un velero blanco, con el trapo desplegado.
Cabeceaba y apenas avanzaba.
Salté sobre la cámara e hice fotos.
Sentí una profunda emoción.
Mi tío Manolo sigue vivo…

Se cumplió la señal. (Foto: J. J. Benítez).