Aquél viernes, 25 de septiembre de 1992, se presentó lindo, con una visibilidad media de 12,2 kilómetros.

Respiré hondo.

Me sentía bien.

Y a las ocho de la mañana me dispuse a proseguir las investigaciones ovni, iniciadas días atrás.

Me encontraba en Murcia capital.

Mi intención era simple: viajar a Albacete y proseguir las pesquisas.

Pero, no sé cómo, me equivoqué de carretera. En lugar de circular hacia el norte me dirigí al este.

Cuando me di cuenta, como digo, rodaba en dirección a Alicante.

¿Qué había ocurrido?

Había hecho esta ruta infinidad de veces… En los años sesenta, incluso, trabajé en el diario La Verdad, de Murcia. Conocía la zona.

Pues no. El Destino tenía otros planes…

Traté de encontrar una salida y recuperar el rumbo correcto. La fuerza que siempre me acompaña no lo permitió…

Poco después alcanzaba la ciudad de Alicante. Por más vueltas que le di en la cabeza no lo entendí. Como decía mi tío Juliana, soy torpísimo…

Me resigné y modifiqué los planes. En Alicante también había asuntos que resolver.

Según consta en el correspondiente cuaderno de campo, a eso de las 10 horas y 20 minutos entraba en el Archivo de la ciudad, en la calle Labradores. Consultaría una serie de periódicos locales.

A lo largo de esa mañana hice algunos cálculos, consulté el mapa de carreteras, y tomé la decisión de viajar a Cuenca. Allí trataría de localizar a un viejo amigo: Ángel Díaz Cuéllar, destacado testigo en el célebre caso «Manises»[4]. Pasaría la tarde en su casa, en Campillo de Altobuey, en la referida provincia española de Cuenca. Después, ya veríamos…

Y a las 13 horas puse rumbo a Cuenca.

Me detuve en Motilla del Palancar, a escasos kilómetros del pueblo de mi amigo.

Eran las 15 horas. Llamé a casa y Blanca me dio la noticia: su padre, Ezequiel Rodríguez, había muerto esa mañana, hacia las ocho. Llevaba un mes en coma.

Mi relación con él no fue intensa, pero lo apreciaba. Era un hombre callado y observador.

Modifiqué de nuevo los planes. Tenía que regresar a Bilbao.

Marcharía hacia Tarancón y, desde allí, a la carretera N-I.

Pero el Destino estaba atentísimo y volví a perderme…

Primero en Guadalajara y, después, en Alcalá de Henares.

Lo sé. No tengo arreglo.

Cuando, al fin, hallé la comarcal que debía desembocar en la N-I, el cielo se encapotó.

Eran las 19 horas.

El cielo, negro como los teléfonos de antes, me miró, amenazador. Eran nubes bajas y reñidas entre ellas. Durante un rato pensé en lo extraño de aquel nuberío.

En Murcia, Alicante y Cuenca, el tiempo había sido espléndido, con más de diez kilómetros de visibilidad en todo el recorrido.

Me encogí de hombros y proseguí, atento a la carretera.

Y digo yo que fue en las proximidades de Torrelaguna, al norte de Madrid, cuando me asaltó aquella duda. Traté de espantarla. No fue posible. Allí se instaló, obstinada como el nuberío:

Itinerario seguido por J. J. Benítez el 25 de septiembre de 1992.

«¿Está vivo Ezequiel?».

¡Qué tonterías pensaba! El padre de Blanca estaba muertísimo.

«Pero ¿y si estuviera vivo?».

«Eso no es posible —argumenté—. La muerte es el final».

Y la duda se hizo más que molesta.

Finalmente acepté algo que, en un primer momento, se me antojó ridículo.

¿Y por qué no?

Solicitaría una señal.

«Si estás vivo —me dije—, házmelo saber».

Quedé perplejo.

¿Cómo era posible que mi mente —logiquísima— aceptara aquel juego?

Observé el cielo. La tormenta parecía inminente. Debía tener cuidado.

Ezequiel, padre de Blanca, me proporcionó la señal que había solicitado.

Y la idea siguió girando y girando…

«¿Y qué señal solicito?».

Las nubes casi tocaban el parabrisas.

Entonces recibí aquella idea:

«Si estás vivo —planteé—, no importa dónde, que se abra el cielo».

Y añadí:

«Ahora».

Miré a lo alto, como un perfecto idiota. Las nubes no oían mis pensamientos. ¿O sí?

Consulté el reloj.

Eran las 19 horas y 20 minutos.

Hice cálculos.

«Que se abra el cielo…, ahora». Y se abrió. (Foto: J. J. Benítez).

Con suerte, y alguna que otra parada, estaría en casa en unas cinco horas. Eso era lo importante.

Pues no. Eso no era lo importante…

Y, de pronto, las nubes se abrieron… Y surgió un cañón de luz.

El corazón me dio un vuelco.

Detuve el coche, eché mano de la cámara fotográfica y salí del vehículo.

Estaba desconcertado…

Sólo tuve tiempo de hacer una foto.

Al instante, como por arte de magia, los cielos se cerraron. Y todo fue negrura, nuevamente. Negrura allí afuera, que no en mi corazón…

Cuando quise darme cuenta, la lluvia me acariciaba, conmovida.

«Pobre investigador…».

Llegué a casa cansado y aturdido.

¡Ezequiel estaba vivo!

Después caí en la cuenta: de no haber sido por las tres equivocaciones en las carreteras, yo no me habría encontrado a las 19.20 en el lugar adecuado.

Pactos y señales
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