Hablé de ello en su momento, pero no me importa repetirlo. Merece la pena.
Aquélla fue una señal de categoría…
La noche del 2 de julio de 1999 fue especialmente amarga.

Tumba del padre de J. J. Benítez, en Pamplona. (Foto: Blanca).
La pasé en el tanatorio Irache, en Pamplona (Navarra), frente al féretro de José Benítez Bernal, mi padre.
Me hice muchas preguntas.
Tenía el rostro sereno, con una levísima sonrisa.
Y allí permanecí, como digo, preguntándome: «¿Dónde te has ido? ¿Estás vivo? ¿Por qué no te mueves?».
Yo le quería, aunque no tuve el valor de decírselo jamás.
¡Qué gran misterio la muerte!
Lo observé mucho tiempo…
«¿Dónde estás? Porque sé que estás en alguna parte».
Al día siguiente, 3 de julio, durante el funeral, volvieron las dudas: «Sé que tu alma se ha ido, pero ¿a qué lugar?».
Y solicité una señal.
«Si en verdad estás VIVO, como creo, dame una prueba. Hazme saber dónde estás».
Fue al día siguiente, 4 de julio, cuando recibí la respuesta a mi petición (eso creo al menos).
Me hallaba frente al tanatorio, aguardando la salida del coche fúnebre que debería trasladar los restos de mi padre al cementerio de Pamplona.
De pronto apareció y la «fuerza» que siempre me acompaña me obligó a fijarme en la matrícula del vehículo.
Quedé perplejo.
¡NA-1946-AY!
¡El año de mi nacimiento! ¿Casualidad?
Consulté a mi maestro de Kábala y la respuesta me desconcertó.
Las letras y número de la matrícula (a la que me he referido en páginas anteriores), previa conversión al hebreo, respondían a la señal solicitada en el funeral: «Desfalleció (murió). Destinado a la altura».
En la «respuesta», incluso, figuraba mi propia pregunta: «NA-AY» («por favor, dónde»). Eso fue lo que formulé: «Por favor, ¿dónde está?».
Naturalmente, me faltó tiempo para indagar sobre el número de vehículos matriculados en esos momentos en Navarra, incluyendo, claro está, los coches fúnebres. Las sucesivas respuestas de los centros oficiales vinieron a ratificar lo que suponía: vehículos matriculados (a diciembre de 1998): 306 034. Total de coches fúnebres matriculados en Navarra: 49.
Estaba claro.
La probabilidad de que un coche fúnebre —en este caso, el que trasladaba el cadáver de mi padre— portara la mencionada matrícula, con el año de mi nacimiento, y la «respuesta» a mi petición, se hallaba sometida a tal cúmulo de parámetros que la presencia de dicho furgón en ese lugar y en ese momento resultaba casi nula desde el punto de vista matemático.
En otras palabras: entendí que mi padre sigue vivo…
A raíz de ésta, y de otras vivencias, decidí escribir un libro titulado Al fin libre (con el consiguiente mosqueo de la viuda, mi supuesta madre).
Y pasó el tiempo…
El 2 de julio de 2008, en el noveno aniversario de la muerte de mi padre, María Villamán me envió un correo electrónico al que no presté mucha atención y en el que, entre otras cosas, decía:
… Como recordarás, te envié un «mp», para el aniversario del señor José Benítez. La idea me vino cuando releía Al fin libre… Me di cuenta de que se acercaba el aniversario y le dije a mi marido: «Me voy a Pamplona, a visitar la tumba»… Se lo dije a mi hija y, como es azafata, me dice: «Mamá, dime el día, y te saco el billete»… Pero se acercaba el día y no me veía con ganas… Finalmente decidí ir… Salgo el día 1 de julio (2008). Vuelo IB-8414. Despega a las 15.10. Retraso de 20 minutos… Llego al hotel Maisonave, en la calle Nueva, 20… Suelto la maleta y pido un taxi (en casa ya me habían informado de que en Pamplona sólo hay un cementerio)… Me dirijo al cementerio y veo el plano de localización, pero no me aclaro… Pregunto a unas señoras y me dicen que tengo que tener el número del grupo. Eso me lo dan en la oficina, pero por la mañana… Sólo dispongo del número del nicho. Así no lo encontraré… Decido hacer un recorrido y camino y camino durante más de una hora… Imposible. Nada de nada… No lo encuentro… Llamo a un taxi y regreso al hotel…
Hoy, 2 de julio, me levanto a las ocho menos cuarto de la mañana. Desayuno y me voy al cementerio… Doy el nombre del señor Benítez y el chico que me atiende me entrega un plano… Está en el grupo 21, nicho 239… Me dicen cómo llegar… Me dirijo al lugar… A las 8.45 estoy delante de la tumba de José Benítez… Me emocioné mucho al ver la lápida… Me invadió una gran paz… Vi un rosal y tomé una flor… La coloqué en el nicho, como pude, porque está alto… Me aparté un poco y esperé… Quizá se presentase Juanjo Benítez… ¡Qué tontería!, pensé… Y pasaron los minutos… Nada… Tomé otra rosa y decidí limpiar la lápida… Busco una escalera y me pongo a limpiar… Rezo para que nadie me pille… ¿Qué voy a decir?… Termino y me alejo unos pasos… Me pongo a fumar… Me siento en un panteón y espero… ¿Llegará Juanjo?… A las doce tengo que dejar la habitación y marchar al aeropuerto… Mientras fumo me digo: «¿Qué hago aquí?»… Sé que no veré a Juanjo y, sin embargo, estoy tranquila y relajada… En eso, mientras medito, veo que se acerca un señor… Se dirige al lugar donde se encuentra el nicho del padre de Juanjo Benítez… Me acerco, disimuladamente, y le doy los buenos días. Y pregunto:
—¿Visitando a algún pariente?
—Sí…
Y señala un nicho, más abajo. Yo me había fijado anteriormente en aquella sepultura. Allí estaba enterrada una señora llamada Blanca. Alguien había dejado unos dibujos infantiles, muy tiernos. «Blanca»… Como la esposa de Juanjo.
—¿Viene a ver a Blanca?
—Sí —responde—, es mi mujer…
—La extraña, ¿verdad?
—Mucho…
—No se preocupe —le digo—. Esto es un «hasta luego». Cuando usted pase al otro lado, ella le estará esperando.
—¿Tú crees?
—Sí, la muerte, en realidad, es el comienzo de la vida.
—¿Cómo estás tan segura?
—Mire ese nicho…
Y señalé el de José Benítez.
—Se lo dijo a su hijo. Y él escribió este libro.
Entonces le mostré Al fin libre. Y añadí:
—Además, mi madre, que murió el año pasado, vino y me lo dijo. Por eso la muerte se tiene que tomar como algo natural.
El hombre me miró como un niño pequeño y preguntó:
—¿De verdad la veré cuando muera?
—Sí. Ella le esperará…
—¿Seguro?
—Segurísimo.
—Pero, si me queman, no la veré…
—Eso no tiene nada que ver. El cuerpo no importa. Se queda en la tierra. Lo que interesa es el alma…
Se echó a llorar y me dice:
—Hoy no me sentía bien y vine a verla…
Me aparté y le vi hablar con Blanca.

María Villamán. (Foto: Blanca).
Al cabo de unos minutos me salió al encuentro y me dio las gracias.
Noté un brillo especial en sus ojos. Sonrió y se despidió.
Fue entonces cuando comprendí por qué me hallaba frente a la tumba del padre de Juanjo…
Miento. Sí presté atención al correo de María. La mención a la aparición de la madre, muerta, me alertó. Y solicité detalles. María respondió, gentil, y volví a utilizar la técnica de la «nevera»…[135]
En octubre de 2012, cuatro años después, me reuní con María Villamán y con su marido.
Y confirmó lo que ya sabía.
Fue entonces cuando bajé a las profundidades del correspondiente cuaderno de campo. Y quedé maravillado…
El 1 de julio de 2008, martes, cuando María llegó a Pamplona, yo viajé de Bilbao a Elizondo, en Navarra (España). Allí me reuní con Santi Arriazu, periodista y compañero de universidad, y con Bernabé Cebrián, otro viejo amigo. Y emprendí una serie de pesquisas y comprobaciones en la cercana población de Urdax. En la visita nos acompañó Santiago, alcalde del pueblo[136].
A las 21.30 horas, terminadas las investigaciones en torno al suceso de Urdax, viajamos a Pamplona y nos alojamos en el hotel Yoldi, en la avenida de San Ignacio (habitación 204).
Esa noche, Santi, Bernabé, Blanca y yo cenamos en una sidrería de la calle Estafeta, cerca del hotel Maisonave (!).
A la mañana siguiente, 2 de julio, miércoles, tras una consulta en el Registro Civil, nos dirigimos al colegio Santa María la Real, de los Hermanos Maristas. Allí había estudiado el bachillerato.

Caso Urdax. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.
Fue una visita puramente romántica.

Pura magia. Mientras María Villamán se hallaba frente al nicho de José Benítez, en el cementerio de Pamplona, J. J. Benítez visitaba el colegio Santa María la Real, en la misma ciudad. Y tuvo un pensamiento que rechazó: era el noveno aniversario de la muerte de su padre. Debería visitar la tumba. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.
Y recorrí las viejas y añoradas dependencias en compañía del hermano Víctor Pastor Abáigar y de otro querido compañero de aulas: Joaquín Ibarra Zulategui.
A las once, al ingresar en la hermosísima capilla, mientras contemplaba las esculturas de Alfredo Surio, en el altar, llegó un pensamiento: «Era el noveno aniversario de la muerte de mi padre. Podía visitar su tumba».
En esos instantes, María Villamán se encontraba frente a la sepultura de José Benítez, esperando que yo me presentara al cementerio (!).
No lo hice.
«Algo» que no puedo describir me retuvo.
Ahora lo entiendo. Aquel hombre que conversó con María era más importante…
Al día siguiente continué viaje hacia Elche.
Durante la última visita a Brasil (octubre de 2012) tuve la satisfacción de conocer a César González, entonces gerente de la Editorial Planeta en aquel bello e inmenso país.
Una de las noches acudimos a cenar al Rubaiyat Figueiras, en São Paulo, famoso por la gigantesca higuera que lo preside.
Hablamos de mil cosas.
Y César se interesó por mis proyectos literarios.
Enumeré algunos de los 140 libros que tenía en preparación en esos momentos[137]. Y al detenerme en Estoy bien, el gerente, intrigado, solicitó detalles. Se los di, naturalmente.
—Estoy bien es el fruto de muchos años de investigación por todo el mundo. He reunido cientos de casos de personas que aseguran haber visto, hablado y tocado a familiares y amigos…, muertos y enterrados.
César escuchó, atento y escéptico.
Y al final de la exposición comentó:
—Pero todo eso pueden ser alucinaciones…
Entonces procedí a contar la experiencia de Beatriz Teresa, en la República Dominicana.
—Un día se le presentó su ex marido, muerto hacía siete meses. Le pidió que no se asustara y le informó sobre un dinero del que no sabían nada… Estaba depositado en un banco. Beatriz indagó y, efectivamente, descubrieron una cuenta secreta, con miles de dólares[138].
—¿Y cobraron el dinero?
—Por supuesto.
—Entonces estás convencido. Hay vida después de la muerte…
Asentí.
—Pero —insistió César—, ¿por qué nadie regresa y se queda?
—Al parecer está prohibido. Cuando leas Estoy bien lo comprenderás.
Y la conversación derivó hacia la madre del gerente.
César explicó que se había quedado viuda y que echaba de menos a su marido.
No sé por qué lo hice, pero prometí enviarle Al fin libre, un libro que podría aliviar la soledad de la madre.
A mi regreso a España (2 de noviembre), nada más pisar tierra, creí escuchar la «voz» que siempre me acompaña:
—Recuerda tu promesa…
—¿Qué promesa?
La verdad es que lo había olvidado…
—Enviar Al fin libre a César…
Me apresuré a cumplir.
Y el 5 de noviembre, lunes, eché el libro al correo.
Y proseguí los viajes y las investigaciones.
Semanas después, Blanca recibió un correo de César. Decía, entre otras cosas:
… Te pido que le transmitas a Juanjo el especial agradecimiento de mi madre por el libro que tan gentilmente le envió y dedicó. Por increíble que parezca, el libro llegó a sus manos el 14 de noviembre, día de su cumpleaños, así que fue como contar con la presencia de mi padre. Lejos de entristecerla la llenó de esperanza. Leyó el libro de manera demorada, para poder disfrutarlo más y cuando llegó al final me dijo que lo adoptará como libro de cabecera. Yo también quiero expresarte mi agradecimiento por este gesto.
Ni que decir tiene que César, en aquella cena, no mencionó cuándo era el cumpleaños de su madre.
Una mano invisible y benéfica —lo sé— cuida de todos los humanos…, aunque, en ocasiones, no sepamos interpretarlo.