Supongo que le ha sucedido a casi todo el mundo.
Me refiero a los encuentros imposibles, o supuestamente imposibles.
En mi opinión, cuando se analiza con detalle, cada uno de esos «encuentros» se convierte en una señal.
Es como si los cielos, en un momento delicado para la persona, susurraran: «¡Ánimo! Todo está bien…».
Pero lo sé: la vida se ocupa de no dejarnos ver…
En mis archivos duerme una treintena de encuentros extraños y misteriosos.
He seleccionado cinco.
No sé si son los más importantes. En su momento me impactaron.
El primero de estos encuentros lo vivió Alain, hijo de Blanca, mi esposa. Alain es un joven de treinta y pocos años, muy querido.
Así lo contó:
—Vivía entonces en Buenos Aires. Como sabes, hacía la carrera de cine. Fue en octubre. No sé si estábamos en 2006 o en 2007… La cuestión es que, a eso de las dos de la tarde, cuando regresaba a casa, sucedió algo insólito… Caminaba por la avenida del Libertador… Yo iba sumido en mis pensamientos, y con la cabeza baja… La caldera se había estropeado… Eso significaba un gasto extra de quinientos pesos… Tenía que recortar las cuentas mensuales… Maika, mi mujer, e Iraultza, el niño, se encontraban en España… Los echaba de menos… Y fue a la altura del número 6000, más o menos, frente al Instituto de la Armada, cuando vi caminar hacia mí a un hombre… Era alto y fuerte… Quizá medía 1,90… Tenía aspecto desaliñado, barba y pelo largos… No lo conocía de nada… Y al llegar a mi altura, sin más, exclamó:
»—Tranquilo… Todo va a salir bien.
»Me detuve y dije:
»—¿Sí?
»Y él respondió:
»—El camino lo tienes delante de tus ojos. Sólo debes seguir haciendo el bien.
»Me acerqué, le di las gracias, y estreché su mano. Después continué… Crucé la calle, miré hacia atrás, pero ya no estaba… Había desaparecido.
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que miraste hacia el desconocido?
—Nada. Segundos…
—¿Pudo ocultarse en algún portal?
—No.
—Descríbelo.
—Era joven. Podía tener alrededor de treinta y cinco o cuarenta años. Vestía pantalón vaquero.
—¿Era un mendigo?
—No lo parecía.
—¿Te miró a los ojos?
—Sí.
—¿Sonrió?
—No, en ningún momento.
—¿De qué color eran los ojos?
—Marrones.
—¿De quién fue la iniciativa de estrechar la mano?
Alain trató de recordar.
—Creo que mía.
—¿Cómo fue el apretón de manos?
—No fue intenso. Tengo la sensación de que le pillé desprevenido. Parecía algo nervioso.

Alain y su hijo, Iraultza. (Foto: Blanca).
—¿Te sirvió el consejo?
—Ya lo creo. Fue de gran ayuda en esos momentos.
Algún tiempo después, ya en España, Iraultza (en vasco significa «revolución») sufrió el asalto de un virus desconocido que provocó un fallo hepático fulminante. La vida del pequeño, que entonces contaba cinco años de edad, se vio en grave peligro. Tuvo que ser trasladado en helicóptero a Madrid y allí, afortunadamente, pudo ser trasplantado. Hoy se recupera poco a poco y, en ocasiones, destaca como un niño muy especial. He aquí dos ejemplos:
—Ama —comentó a su madre tras el trasplante de hígado—, a que esto [la vida] es un libro que alguien está leyendo…
—¿Cómo? —preguntó Maika.
—Sí, la vida es un libro que alguien está leyendo.
—Y tú, ¿cómo sabes eso?
—Lo tengo en la memoria…
En otra oportunidad, conversando con la madre, Iraultza afirmó, rotundo:
—No os preocupéis… Estoy aquí para ayudaros a cambiar de era.
No cabe duda. El hombre de la avenida del Libertador sabía de qué hablaba. No se refería a la caldera, por supuesto…
El 14 de junio de 1987, el periódico español El País publicó una información que me dejó perplejo. En ella se mencionaba un caso ovni, registrado en las islas Canarias el 5 de marzo de 1979. Hubo miles de testigos y alrededor de medio centenar de fotografías. Lo investigué a fondo. Para El País se trataba de un misil ruso, con destino a Siberia (!). El último párrafo de la información, firmada por Carlos Yárnoz, decía textualmente: «En los últimos años sólo una persona ajena al Cuartel General del Aire ha podido leer los informes sobre supuestos ovni. Se trata de la Reina, aficionada a estos temas, que hace meses solicitó que, si era posible, le permitieran conocer los citados documentos. Días más tarde, desde el Estado Mayor del Ejército del Aire le fue remitido al palacio de la Zarzuela el archivo completo, y poco después la Reina lo devolvió».
Años antes, en uno de mis viajes con los Reyes de España, yo había tenido oportunidad de conversar con Doña Sofía y, justamente, sobre dicho archivo secreto. Le expliqué que los militares guardaban información al respecto, pero que era confidencial. Ella hizo muchas preguntas y yo respondí hasta donde sabía.
Al leer lo publicado en la prensa decidí averiguar si la información era correcta. ¿Recibió Doña Sofía el archivo ovni del Ejército del Aire?
Pero, enredado en otras pesquisas, dejé pasar un tiempo; demasiado…
El 30 de octubre de 1992 (cinco años después de la publicación de la noticia) retomé el caso, al fin…

Noticia aparecida en El País sobre el archivo ovni entregado a S. M. la Reina de España. (Archivo de J. J. Benítez).
Escribí al palacio de la Zarzuela, interesándome por el asunto, pero no obtuve contestación.
Me dirigí al Ejército del Aire y, al poco, ante mi sorpresa, recibí respuesta del teniente general Emiliano F. Alfaro Arregui. En la carta reconocía que había dado orden de enviar el archivo ovni a la Reina.
La noticia de El País, en suma, era correcta, aunque incompleta.
Y decidí localizar a Alfaro Arregui, con el fin de sostener una entrevista y ampliar detalles.
En la carta no aparecía la dirección del teniente general; solo el nombre del pueblo en el que, supuestamente, residía: Majadahonda, en Madrid. Imaginé que estaba jubilado.
E inicié las investigaciones por el Cuartel General del Aire, en Madrid.

Carta del teniente general a J. J. Benítez.
El 4 de marzo (1993), a primera hora de la mañana, me presenté en el edificio de la plaza de Moncloa.
Mi gozo en un pozo.
Los intentos para ubicar a Alfaro Arregui fueron estériles.
El Ejército del Aire, con razón, no estaba autorizado a facilitar esa clase información.
Tendría que pensar en otro camino…
No me rendí.
Peinaría Majadahonda.
Terminaría encontrando al general…
Y a las doce del mediodía abandoné el Cuartel General del Aire.
La siguiente cita, a las 13.30, tendría lugar en la sede del periódico El Mundo. Allí esperaba mi compadre, Fernando Múgica. Almorzaríamos juntos.
Y sigo leyendo en el cuaderno de campo correspondiente:
«… Día soleado… Camino sin rumbo… Pienso y pienso en la forma de dar con el general… Esta misma tarde me presentaré en el pueblo e iniciaré la búsqueda… Primero en los bares, después preguntaré en las farmacias, después… Camino por la calle Princesa… Necesito hacer unas fotocopias… Entro en una librería… A las doce y media decido tomar un café… Me fijo en un bar… Entro… Es la cafetería Yenes… Pido el café y observo a la clientela… De pronto, en una de las mesas… ¡No puede ser!… Aquella cara me suena… ¡Es el general Alfaro!… Está sentado con otros dos señores… Pago el café y me decido a abordarle… ¡Es él!… ¡Es su peña!… ¡Allí se reúne con los amigos!… Le hablo de su carta… La recuerda y me invita a sentarme… Hablamos… Y ratifica lo dicho en la misiva…».
—La petición de la Reina —explicó— no fue por escrito. Fue verbal. Nos encontrábamos en la recepción, o en la despedida, no lo recuerdo, de un vuelo interior.
—¿En qué aeropuerto?
—En Barajas… En esa época era jefe del Estado Mayor.
Emiliano Alfaro tomó posesión de la jefatura en octubre de 1978, procedente de Sevilla. Fue jefe del Estado Mayor del Aire durante tres años. Eso significa que la entrega del archivo ovni tuvo lugar entre 1978 y octubre de 1981.
—¿Devolvió la Reina los documentos?
—No tenía por qué hacerlo. Le enviamos copia.
—¿Enviaron la totalidad de los expedientes?
El general sonrió, pícaro, y eligió no contestar.
Y proseguimos la conversación.
Por supuesto llegué tarde a la reunión con Fernando Múgica.
Mereció la pena.
Al día siguiente, asombrado ante el inesperado encuentro con el general, hice algunas pesquisas. Pregunté en la Cámara de Comercio de Madrid por el número de bares, cafeterías y tabernas existentes en la capital de España. E hice otro tanto en la Asociación Empresarial de Hostelería y en el Registro Mercantil. El resultado me dejó atónito: ¡20 700! El encuentro con el general fue una señal de los cielos. Lo sé…

Don Emiliano F. Alfaro Arregui. (Gentileza de la familia).
También el general del Ejército del Aire Español Dolz del Espejo y González de la Riva vivió un encuentro inexplicable.
Conocí a don Carlos Dolz en los años ochenta.
Conversamos muchas veces. Siempre sobre el fenómeno ovni. Él fue testigo de un objeto volante no identificado y por sus manos pasaron papeles secretos relacionados con dicho asunto.
En una de esas conversaciones, sin embargo, don Carlos me habló de otro tema:
—Sucedió la víspera del alzamiento nacional[60]. Podían ser las diez de la noche. Nos encontrábamos en una céntrica calle de Madrid. Me hallaba con otros militares en el interior de un coche. Teníamos una misión secreta.

General Dolz. (Gentileza de la familia).
—¿Qué misión?
—Cuando pasen cincuenta años lo sabrás…
Me resigné. Don Carlos era así.
—Esperábamos, nerviosos, la llegada de un compañero —prosiguió el general—. Y, de pronto, se acercó una mujer. Yo estaba al volante. Se aproximó a la ventanilla y exclamó: «Buena suerte».
Nos quedamos de piedra. Nadie sabía de aquella misión.
—¿Cómo era la mujer?
—No sé decirte. Aparecía totalmente de negro, con la cabeza cubierta.
—¿Y qué sucedió?
—Desapareció al momento. Tampoco sé decirte por dónde se fue. Se desmaterializó, o algo así.
—¿Y qué opina ahora, después de tantos años?
—Que existe un orden sobrenatural que lo controla todo. En ocasiones se materializa…
—No me diga que Dios estaba del lado de Franco…
—Quién sabe…
A Miguel Ángel Docampo le tocó vivir un encuentro que tampoco tiene una explicación lógica.

Miguel Ángel Docampo (derecha), con J. J. Benítez. (Foto: Blanca).
Sucedió en Asturias (España).
He aquí una síntesis de su relato:
Nos encontrábamos en La Felguera… Mi padre y yo caminábamos por la calle Ingeniero Fernando Cas… Eran las 12.15 horas del jueves, 26 de enero de 2012… Marchábamos hacia el garaje en el que guardamos el coche… Mi padre debía acudir al médico… Yo le acompañaba… Cuando nos hallábamos a veinte o treinta metros del portón del garaje activé el mando a distancia y la puerta empezó a abrirse… En esos instantes, frente a nosotros, por la acera del garaje, apareció una pareja de raza gitana… La mujer iba más adelantada… El hombre era alto y con una barba descuidada… Se movían despacio… Mientras la puerta se abría, el hombre se detuvo unos instantes y miró hacia el interior de la cochera… Después continuó su camino… No tardamos en alcanzar el garaje… Yo crucé el umbral, dispuesto a llegar hasta el vehículo, y, en eso, el gitano giró sobre los talones y se dirigió hacia nosotros… Primero me miró a mí… Después le habló a mi padre y exclamó:
—Buenos días.
Mi padre replicó:
—Buenos días…
El gitano, entonces, alzó el brazo izquierdo y señaló el interior de la cochera, al tiempo que decía:
—El coche tiene la batería descargada.
Mi padre balbuceó algo… Y el gitano dio media vuelta y prosiguió su camino… Yo no hice caso y me dirigí a la furgoneta… Traté de arrancar el vehículo… Imposible… Lo intenté varias veces… Las luces parpadeaban… El arranque fallaba… ¡La batería estaba muerta!… Y en esos instantes recordé las palabras del gitano… Tuvimos que ir a pie hasta el centro médico… El lunes, 30, comprobamos que la batería estaba agotada… No la habíamos cambiado en ocho años…
Pasado el tiempo interrogué a Docampo:
—¿Cómo era el gitano?
—Joven. Quizá rondase los veinticinco o treinta años. Alto. El pelo aparecía negro y rizado. La piel era la de un gitano. Vestía un abrigo verde.

1. Los Docampo caminan hacia la cochera. Miguel Ángel activa la puerta automática del garaje y observa a una pareja gitana que camina por la acera de enfrente. 2. La mujer y el hombre se dirigen hacia la cochera. 3. Los Docampo llegan a la altura del garaje. 4. El gitano vuelve sobre sus pasos y anuncia que la batería del coche está agotada. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.
—¿Lo habías visto con anterioridad?
—Nunca. Y no he vuelto a verlo.
—¿Qué me dices de la mujer?
—Caminaba encorvada. Era gruesa y bajita. Vestía totalmente de negro. En ningún momento se detuvo, ni habló con nosotros.
Traté de reconstruir lo sucedido.
—Veamos. Tú caminabas con tu padre y, al activar la puerta del garaje, observaste a la pareja…
—Sí. Marchaban por la acera de la cochera. Nosotros, en esos instantes, cruzábamos la calle y nos situamos por detrás del hombre y de la mujer. Caminaban despacio. No tardamos en alcanzarlos. En ese breve recorrido fue cuando el gitano se inclinó y miró al interior de la cochera.
—¿Cuántos vehículos había en el garaje?

Montaje de Miguel Ángel Docampo sobre la fotografía. Su padre y él a la entrada del garaje. El gitano se acerca. (Foto: Miguel Ángel Docampo).

Señalado con la flecha, el Peugeot Partner de los Docampo. (Foto: Miguel Ángel Docampo).
—La cochera tiene capacidad para dieciséis plazas. El nuestro ocupa el número 7. En esos momentos podía haber alrededor de ocho vehículos.
Y Miguel Ángel se preguntó, con razón:
—¿Cómo es posible que aquel desconocido supiera que nuestra furgoneta tenía un problema y que acertara en el diagnóstico?
—¿Observaste algo anormal en el coche?
—Nada. Estaba cerrado, como siempre. Nadie lo había manipulado.
—¿Lo hablaste con tu padre?
—Sí, pero tampoco encontró una explicación.
El encuentro de María Ángeles Acosta, en la ciudad de Sevilla, fue igualmente singular.
Las primeras noticias me llegaron de la mano de Néstor Rufino, a quien ya he mencionado en páginas anteriores.
En una carta del 11 de marzo de 2003 decía textualmente:
… Una compañera de trabajo sufrió la pérdida de su padre y poco tiempo después la de su hermano. La pobre quedó muy mal. Todos pensábamos que iba a perder la razón, pero se fue recuperando. Yo le presté un libro suyo (Al fin libre), porque me pareció que era lo mejor que podía hacer por ella. Fue un éxito. Le gustó muchísimo y, según me contó, le ayudó a ver las cosas de otra manera. Me dijo que el día del velatorio de su hermano apareció allí un hombre un poco extraño que ella no conocía, y que le dio el pésame. Estuvo hablando con él, pensando que era amigo de alguno de sus hermanos, pero el caso es que después comprobó que no lo conocía nadie. Después de entregarle el libro, ella pidió una prueba de que su hermano estaba en algún sitio, todavía «vivo»… Fue el día del Corpus, en plena procesión… Ella pensaba en esto, mientras su marido intentaba saber por dónde tenían que ir para ver la comitiva por otro sitio. El caso es que mi amiga se volvió y detrás suyo estaba aquel personaje extraño que nadie conocía y que le comenté antes. Este hombre fue quien le indicó el camino que debían seguir…
Solicité nuevos detalles y Néstor, amable y paciente, me los proporcionó:
… No sé cuándo fue la muerte del hermano —decía en otra de sus cartas—, pero calculo que tuvo lugar en 2000 o primeros meses de 2001. Puede que Mari Ángeles estuviera de baja un tiempo, aunque no estoy seguro. Un buen día le ofrecí el libro y lo aceptó de buena gana. Poco después me dijo que había ocurrido algo sorprendente a raíz de su lectura. Según me contó mi amiga, durante el velatorio de su hermano, vio a un hombre extraño que se le acercó y la consoló. Ella no lo conocía de nada pero, en un primer momento, supuso que se trataba de un amigo de otro hermano suyo que andaba por allí. Aquel hombre, de nariz «porrona», con marcas como de viruela y «cara de bueno», se acercó después a consolar al hermano…
A raíz de la lectura de Al fin libre, mi amiga pidió una prueba de que su hermano seguía «vivo» y obtuvo una señal…
Ocurrió en la mañana del Corpus del año 2001.
Ella estaba viendo pasar el cortejo cuando, de pronto, alguien se le acercó y le preguntó la hora. Ella se volvió y vio que quien hablaba era el hombre del velatorio. Como es lógico se sobresaltó y buscó a su marido entre la gente, pero al volver a mirar el hombre se había marchado. En ese momento estaba pasando la representación del Señor del Gran Poder, del que ella es muy devota. Poco después, la familia se desplazó a la plaza del Salvador para ver de nuevo la procesión. Allí, mi amiga volvió a ver al hombre. Atravesaba las filas de la procesión…
Néstor, excelente dibujante, me proporcionó una copia del retrato robot del extraño personaje que fue visto por la testigo.

Retrato robot del hombre picado de viruela. (Dibujo de Néstor Rufino).
Por último, el 23 de mayo de 2003, viernes, me reuní en Sevilla con Ángeles Acosta y con Néstor.
La mujer ratificó lo que había avanzado Néstor y redondeó algunos de los pormenores.
He aquí una síntesis de la larga conversación:
—Mi padre —explicó Mari Ángeles— murió el 10 de enero del año 2000. El 10 de noviembre de ese mismo año falleció mi hermano Francisco Javier.
—¿Cómo murió?
—En accidente de tráfico. Lo trasladaron al Instituto Anatómico Forense. Podían ser las diez de la noche. A mi otro hermano, David, le dio un ataque de nervios y salió al exterior. Yo también salí del edificio y fue en esos momentos cuando vi al hombre picado de viruela por primera vez. David hablaba con él. Aquel hombre le consolaba y terminó abrazándole. Yo pensé que era un compañero de trabajo.
Solicité que lo describiera.
—Medía alrededor de 1,70 metros. Aparentaba sesenta y tantos años. La nariz y las orejas eran grandes. La primera llamaba la atención. Tenía los ojos tristes y la cara con marcas. El pelo era canoso. Se comportaba de forma muy amable.
—¿Habló contigo en esa ocasión?
—No. Me limité a contemplarle.
Semanas después, a principios de 2001, Néstor le prestó Al fin libre, un libro en el que cuento las experiencias con mi padre muerto.
—El libro me impresionó y me ayudó a soportar la dura carga.
—¿Cuándo y por qué solicitaste la señal?
—Fue a raíz de la lectura del libro. Ahí aconsejas que se haga…
Asentí.
—Pues bien, el día del Corpus, en junio de ese año (2001), me hallaba con mi hija en la plaza del Salvador, en el centro de Sevilla. Asistíamos a la procesión. Y fue en esos momentos, más o menos hacia las nueve de la mañana, cuando se me ocurrió solicitar una señal. Quería saber si Francisco Javier seguía vivo.
—¿Cuál fue la señal?
—No establecí ninguna. Sencillamente, lo solicité. El cielo sabría dármela…
Y ya lo creo que se la dio.
—Nada más pedir la señal —prosiguió Ángeles— noté la presencia de alguien a mi espalda. Fue todo muy rápido. Y esa persona me preguntó la hora. Al volverme vi al extraño personaje del Instituto Anatómico Forense, el hombre picado de viruela…
—¿Estás segura?
—Totalmente. Y me asusté. Retrocedí y lo perdí de vista.
—¿Volviste a verlo?
—Después, al cabo de un tiempo, creí verlo entre la comitiva de la procesión. Caminaba entre la gente, tan tranquilo.
—¿Cómo vestía?
—Llevaba un traje, zapatillas de lana, ¡y un puro!
—¿Qué explicación le das a la presencia del hombre picado de viruela?
—No sé qué pensar, sinceramente.
—¿Crees en la casualidad?
María me miró, perpleja. Y replicó:
—Ahora no.
—¿Por qué?
—Acababa de solicitar una señal a los cielos. Entonces apareció el hombre… Un hombre que nadie conocía. ¿Qué debo pensar?
Lo dejamos ahí. El lector sabrá sacar conclusiones.