Enrique López Guerrero fue un cura muy peculiar.
Lo conocí en 1974, en Sevilla (España), cuando investigaba un caso ovni. Don Enrique hizo de intermediario y logró que Adrián Sánchez[6] me concediera una primera entrevista.
Fue así como nació una sincera amistad.
Seis años antes, en septiembre de 1968, en plena dictadura franquista, don Enrique armó un buen revuelo a nivel nacional e internacional. El 17 de ese mes, el diario ABC publicaba unas explosivas declaraciones del párroco de Mairena del Alcor (Sevilla). El cura, que entonces contaba treinta y ocho años de edad, hizo afirmaciones como las siguientes:
No sólo creo que existen seres extraterrestres, sino que tengo el convencimiento pleno de que en España reside una colonia cuya misión es totalmente bienhechora y pacífica.
Esos seres extraterrestres proceden del planeta Ummo.
La razón de su viaje a la Tierra no es otra que estudiar nuestra vida y civilización, ayudándonos mediante contactos con grupos de científicos de todo el mundo.
En el universo existe pluralidad de mundos habitados.
Los seres extraterrestres que actualmente viven en nuestro planeta llegaron a la Tierra el 28 de marzo de 1950…
Aquella audacia le costó a don Enrique más de uno y más de dos disgustos; en especial con el «club» (la iglesia católica). Pero también es cierto que se ganó la admiración de muchos.
Y, como digo, nos hicimos amigos.
Yo le visitaba en Mairena y conversábamos sobre lo divino y sobre lo humano. Polemizábamos, pero siempre de forma contenida y amable. Nos apreciábamos. Él tenía sus ideas y yo las mías, pero jamás tratamos de imponerlas.

Primera página del diario ABC, de Sevilla (18-9-1968).

Don Enrique López Guerrero. (Foto: Guillén).
Me observaba con asombro cuando razonaba que lo del «club» no fue idea del Jefe (Jesús de Nazaret), sino de sus discípulos; especialmente de Pablito, el genio del marketing.
No logré apearle de sus ideas dogmáticas. El infierno era el infierno y Dios hacía justicia, según…
Le expliqué mil veces que eso no era así y que el Padre Azul era otra cosa.
No hubo forma. Jesús de Nazaret se encarnó —según él— para redimirnos de nuestros pecados. Y me reprendía, cariñosamente, sugiriendo que regresara al redil.
Fue en una de aquellas charlas, en su despacho, al hablar de la muerte, cuando don Enrique contó su experiencia con el papa Pablo VI. Esto es lo que recuerdo:
Ocurrió el 6 de agosto de 1978… Podían ser las ocho y media o nueve menos cuarto de la tarde… Yo estaba en mi casa, leyendo… De pronto vi un fogonazo en la habitación… Levanté la vista y observé una especie de nube… En medio de esa nube se hallaba la imagen de Pablo VI… Sonreía… Tenía un aspecto juvenil, como al principio de su pontificado… Y desapareció… En esos instantes —no me digas cómo— supe que Pablo VI había muerto… Encendí el televisor y dieron la noticia del fallecimiento del papa… Me quedé sin habla.
Según contó, don Enrique mantuvo correspondencia con Pablo VI, a través del nuncio.
La última vez que conversamos fue el 21 de febrero de 2009.
Sabía que estaba delicado de salud y quise darle un abrazo.
Polemizamos, cómo no, y, en un momento determinado, me atreví a hacerle una proposición:
—¿Quiere que hagamos el pacto?
—¿Qué pacto?

Don Enrique y J. J. Benítez, en su última conversación. En el cuadro, la imagen de Pablo VI. (Foto: Blanca).
Le expliqué.
—No sabemos quién de los dos morirá primero…
Sonrió, socarrón.
—Pues bien —continué—, si hay algo después de la muerte, el que muera primero tendrá que avisar al que se queda. Ése es el pacto.
Don Enrique guardó silencio e intentó averiguar cuál era la trampa.
No la había.
—Este pacto —añadí— lo he hecho con mucha gente…
—¿Y qué ha sucedido?
—Siempre he recibido respuesta.
—¿Siempre?
Asentí con la cabeza.
—Por mí no hay problema —aclaró el cura— pero ¿me lo permitirán?
—Es posible…
E insistí:
—¿Acepta el trato?
—Y si muero primero, ¿cómo debo avisarte?
—Sin asustar…
Don Enrique sonrió, nervioso.
—Podemos establecer una señal concreta —adelanté—. Cuanto más difícil, mejor.
—¿Qué señal?
—No sé, habría que pensar…
Y en eso reparé en una imagen que colgaba en una de las paredes del despacho, a espaldas del cura. Era la Virgen de Guadalupe, de México.
—Creo que lo tengo —anuncié—. La señal será ésa…
Y señalé el cuadro.
Don Enrique miró a la Guadalupana y me interrogó:
—¿Qué quiere decir?
—El primero que muera hará llegar una foto, dibujo o estampa de la Virgen de Guadalupe al que se quede…
Don Enrique, perplejo, musitó:
—Eso es imposible…
Sonreí.
—Para su Jefe no hay nada imposible.
—Pero ¿cómo voy a hacer una cosa así?
—No importa cómo. ¡Ah!, y debemos fijar un plazo…
El cura estaba pálido.
—La estampa llegará a las manos del «vivo»[7] al día siguiente del fallecimiento…
—Veinticuatro horas.
—Eso es.
Dejé correr los segundos.
—¿Acepta el pacto?
Don Enrique, que no atrancaba, cedió y nos dimos la mano.
Pacto cerrado.
Por supuesto, hice trampa. Él nunca lo supo. Y no se lo dije por respeto.
Al concretar la señal llevé a cabo una «restricción mental», al estilo de la ortodoxia católica[8].
La señal fue la fijada, sí, pero maticé, mentalmente:
«La estampa de la Virgen llegará a mis manos (si el cura es el primero en morir) si mis planteamientos (sobre la no fundación de la iglesia por parte del Maestro) no son correctos. En otras palabras, si el sacerdote llevaba razón en sus creencias».
Y guardé el secreto…
Meses después, el 25 de septiembre de 2010, don Enrique fallecía en Mairena del Alcor, víctima de un cáncer de esófago. Había sido párroco de Santa María de la Asunción desde 1957. Estaba a punto de cumplir ochenta años. Fue un cura audaz.
Nunca recibí una estampa, foto o dibujo de la Virgen de Guadalupe…
Como decía el Maestro, quien tenga oídos que oiga.