Nunca sabes lo que te reserva la vida…

Es otro de los «encantos» de este mundo.

Aquel miércoles, 16 de enero de 2002, todo presagiaba un día relativamente tranquilo.

Pero no…

Nos hallábamos nuevamente en Perú. Trabajábamos en la filmación de otro documental para la serie Planeta encantado.

A las 15 horas y 15 minutos partimos en helicóptero desde la ciudad de Ica. Nos dirigimos al noroeste, a la península de Paracas. Me acompañaban Piru, ingeniero de sonido, y Tomie, el cámara. El resto del equipo se dedicó a otros menesteres.

Nuestra intención era filmar y medir el célebre «candelabro» o «tridente» de Paracas, ubicado en la península del mismo nombre.

Primero grabaríamos desde el aire y después en tierra, al pie del «candelabro».

Y así fue.

Aterrizamos a las 15.45 y a cierta distancia, con el fin de no dañar la impresionante figura.

Y el helicóptero se alejó.

El piloto prometió regresar en dos horas.

E hicimos nuestro trabajo.

Tomamos imágenes y medimos el gigantesco «tridente».

Recuerdo que me impresionó el «vaciado» de la figura.

¿Cómo es posible que haya resistido el paso de los siglos y los fortísimos vientos del desierto?

Piru (parte superior) y Tomie. (Foto: Blanca).

Llevé a cabo algunas tomas de muestras y, al profundizar en uno de los brazos, la arena, inicialmente rojiza, se fue volviendo de color dorado.

Aquello me sorprendió.

Es evidente que el «candelabro» fue diseñado para servir de «faro», o de «señal», a alguien que tenía la capacidad de volar. Pero ¿quién lo hacía antes de la llegada de Colón?

Concluido el trabajo nos sentamos al pie del «tridente».

Yo continué sumido en mis pensamientos.

Muy cerca, el océano Pacífico nos miraba, azul y perezoso.

El sol no tardaría en ocultarse.

Parecía tener prisa…

De vez en cuando explorábamos el cielo, a la búsqueda del helicóptero.

Y las estrellas se presentaron, sin avisar.

Pero el helicóptero no dio señales de vida.

Y nos encontramos en una situación embarazosa, por utilizar una expresión caritativa.

El «candelabro» de Paracas. (Foto: J. J. Benítez).

Nos cansamos de esperar…

El problema es que, confiados, no tuvimos la precaución de cargar un teléfono. En realidad sólo disponíamos del equipo de filmación.

Carecíamos de todo: agua, comida, linternas, prendas de abrigo…

Y aquel desierto, junto al de Atacama, en el norte de Chile, es uno de los más severos del mundo.

Empezamos a notar el frío.

Y a las 19 horas, en mitad de la oscuridad, tomamos la decisión de caminar.

¿Hacia dónde?

Lo hicimos hacia el este. En esa dirección se hallaban dos poblaciones conocidas: Pisco y Paracas.

Tendríamos que caminar toda la noche…

¿Resistiríamos?

Pero la aventura fue de mal en peor.

A pesar de nuestra buena voluntad, y de los ánimos que nos infundíamos mutuamente, el desierto empezó a devorarnos.

Estábamos agotados.

Estábamos sedientos y hambrientos.

Estábamos cabreados, muy cabreados…

Mataría al piloto con mis propias manos.

Nos detuvimos varias veces, tratando en vano de orientarnos.

Y empezamos a gastar bromas sobre el más allá. Mala señal…

A las nueve de la noche volvimos a detenernos.

El equipo pesaba como el plomo.

Estábamos desolados. ¿Qué podíamos hacer?

Todo era negrura, en cualquier dirección.

Temblábamos de frío y de miedo.

Fue en esos momentos cuando levanté el alma hacia las estrellas y comenté, para mis adentros: «Padre, no tenemos idea de cómo salir de aquí… ¿Te importa echarnos una mano?».

Y antes de levantarnos, y proseguir la marcha, Piru y Tomie vieron una luz en la lejanía.

¡Se acercaba!

Corrimos hacia ella…

Y se presentó un vehículo.

El equipo, alertado, lo había enviado desde Ica.

Abrazamos al conductor.

Se llamaba Jorge Espejo.

Al regresar, Espejo comentó: «Han tenido mucha suerte. Sólo el 2 por ciento de los que se pierden en este desierto consigue sobrevivir».

Y el Padre Azul, desde el interior, me hizo un guiño.

Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

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