Mi primer perro se llamaba Thor.
Fue un pastor alemán fuerte y noble. Llegó cuando era un cachorro y nos llenó de alegría.
Perseguía todo lo que fuera capaz de volar. Acabó con las patas de los muebles y con las zapatillas. Disfrutaba con el agua. Jamás mordió a nadie. Se pasaba las horas a nuestros pies, contemplándonos. Era el primero en recibirme. No sabía de enfados ni de malas caras. Respondía con amor, constantemente.
Y así transcurrieron catorce años…
Pero un día tuve que sacrificarlo.
Fue el 14 de julio de 1999.
Thor padecía una displasia[81] galopante y dolorosa. Su calidad de vida empeoró. No podía levantarse. Sufría. No tuve más remedio que sacrificarlo.
Cavé una tumba en el jardín y lloré.
Esa tarde lo llevamos hasta la fosa. Me miró dulcemente, como si comprendiera, y se tumbó. Dejó hacer al veterinario y se fue…
Como digo, lloré.
Fue curioso.

Blanca, con Thor. (Foto: J. J. Benítez).
En diez días había enterrado a mi padre y a mi perro.
Pero sólo lloré por Thor…
Sabía que mi padre es inmortal y Thor no.
Y, mientras cubría el cuerpo, llegó una duda. Se posó en mi hombro y planteó: «¿Hay cielo para perros?».
Al día siguiente, jueves, acudí a un vivero y compré un rosal.
Deseaba plantarlo sobre el cadáver de Thor.
El rosal se hallaba podado.
Nadie, en el vivero, supo decirme qué clase de rosas podía dar.
¿Rojas, blancas, anaranjadas…?
Imposible saberlo, de momento.
Y, de regreso a casa, se me ocurrió hacer un pacto con el Padre Azul.

Rosas rojas sobre la tumba de Thor. (Foto: J. J. Benítez).
«Si hay cielo para perros —le dije—, por favor, dame una señal».
Y establecí el protocolo: «Cuando florezca, el rosal deberá dar rosas blancas… Si es así, si las flores son blancas, sabré que Thor está en el cielo».
Cada día visitaba la tumba y contemplaba el rosal.
Y así pasaron semanas y meses…
Pero el rosal no florecía.
Y el pacto quedó casi olvidado.
Nueve meses más tarde, al atardecer del l4 de abril de 2000, Blanca salió al jardín con el ánimo de cambiar la bombilla ubicada cerca de la tumba de Thor. Acababa de fundirse.
Y, de pronto, escuché sus gritos…
Acudí, alarmado.
—¡Mira! —exclamó—. ¡Mira la tumba!
Quedé perplejo.
El rosal había florecido, al fin…
Pero las rosas no eran blancas, sino rojas.
¡Rojas!
Era la señal que esperaba.
Y llegué a una conclusión: el único cielo para las mascotas es nuestra memoria. Allí sí viven eternamente…