Lo había leído en los diarios del mayor de la USAF.

El 14 de enero del año 26, tras el bautismo en un afluente del Jordán, Jesús de Nazaret se retiró a una cueva.

Allí permaneció 39 días.

No fue en el desierto, como dicen los evangelistas, sino en unas colinas, cerca de Pella, entre olivos.

Allí reflexionó y planificó las líneas maestras de lo que debería ser su vida pública o de predicación[165].

El mayor apuntaba algunas pistas sobre la ubicación de dicha cueva. A saber: Jordania, muy cerca de una aldea llamada Beit Ids y próxima a un manantial.

Desde que leí estos pasajes por primera vez sentí la necesidad de localizar la gruta del retiro.

No era fácil, pero tampoco imposible.

Y confié en el Padre Azul, una vez más. Él sabe…

Y llegó el momento.

Así lo recogí en el correspondiente cuaderno de campo:

«Octubre de 1997.

Vuelo en el Airbus A-130 de la Royal Jordania.

Despegue de Madrid a las 12 horas, 2 minutos y 20 segundos. Tiempo estimado de vuelo: 4 horas y 45 minutos. Hay tiempo de sobra para repasar el plan. Iván duerme. Blanca lee.

Veamos: ¿qué tengo? Muy poco…

Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Cueva del retiro, cerca de Beit Ids. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Blanca observa, intrigada. No sabe qué escribo.

Examinaré de nuevo las pistas. Según la información proporcionada por mi amigo, el mayor norteamericano, tras el bautismo, mi “socio” se dirigió a un lugar relativamente cercano y permaneció allí durante 39 días.

Ubicación: al oriente de las ruinas de Pella.

Más pistas: Jasón, en sus escritos, afirma que el Hijo del Hombre estableció su refugio en una gruta natural existente muy cerca de la aldea de Beit Ids.

Se trata, por tanto, de hallar una cueva, situada al norte de Jordania, a cosa de cuatro kilómetros al este de la antigua ciudad de Pella. Junto a la gruta hay (o había) una fuente o un manantial…

Me pregunto por qué termino embarcándome en estas aventuras “imposibles”. ¿Encontrar la cueva en la que vivió Jesús de Nazaret durante su retiro, después del bautismo? Nadie lo ha logrado. ¿Por qué tendría que conseguirlo este pobre soñador? Recuerdo el comentario de Blanca cuando, tiempo atrás, la hice partícipe del proyecto: “Estás loco. De eso, suponiendo que sea cierto, hace casi dos mil años. ¿Cómo vas a encontrarla?”.

Y recuerdo también mi respuesta: “Si existe, daré con ella”.

Fue una seguridad inexplicable. La misma que me acompaña ahora, en pleno vuelo hacia Jordania… Miento: es una seguridad totalmente explicable. CONFÍO en Él…

14 horas. Anuncio a Iván lo de la cueva. Me observa perplejo pero, como esperaba, acepta encantado. Me ayudará a buscar la gruta. Tampoco sabe cómo, pero lo hará. Formula una sola pregunta: “¿Por qué?”. La respuesta es simple: creo en lo escrito por el mayor pero, una vez más, debo cerciorarme. Necesito ver y palpar esa cueva, suponiendo que exista.

Blanca, conocedora de mis sueños y locuras, asiente con la cabeza.

16.30 horas.

Ammān, bañada en oro, nos recibe cálida y ruidosa.

Hotel Jerusalén. Habitaciones 513 y 514.

Primera reunión con los guías. Expongo mis objetivos. Mal asunto: ninguno de los jordanos ha oído hablar de la aldea de Beit Ids…

Hay que buscar otros guías.

Por prudencia silencio el asunto de Jesús de Nazaret.

No debo rendirme.

Mañana saldremos hacia el norte.

Jueves, 2 de octubre de 1997.

5.30 horas. Veo amanecer. Me siento inquieto. El sentido común se revuelve y me acosa: “No podrás. Es absurdo. Esa cueva no existe”.

Pero algo sutil e intangible tira de mí.

Consulto los mapas por enésima vez.

Vayamos por partes. Primero conviene localizar las ruinas de Pella, la antigua ciudad de la Decápolis. Por allí pasó el Maestro. Después les tocará el turno a las colinas orientales. Hay que “peinarlas” una por una.

7 horas. Llega Al Jarabi Hamdi, nuevo guía. Se trata de un joven afable, discreto y culto. Habla inglés, italiano y francés.

Creo que ha comprendido mi objetivo.

8 horas. El termómetro marca 23 grados Celsius. Día soleado y radiante.

Al partir me pongo en las manos del Padre Azul: “Que se haga tu voluntad”.

Conforme avanzamos en el descenso hacia el río Jordán crece el nerviosismo.

10 horas. Hamdi detiene el automóvil en las cercanías del río sagrado. Señala hacia el norte. Las ruinas de Pella se encuentran a poco más de un kilómetro, escondidas entre un largo —casi interminable— amasijo de colinas calcáreas y desoladas. Tiemblo. El paraje es más extenso y complicado de lo que imaginaba…

“Una aguja en un pajar”.

No me rindo.

Y comienzo un fatigoso peregrinaje por la zona. Hamdi, en árabe, interroga a los lugareños:

—¿Beit Ids?

Nadie sabe.

Y, aldea tras aldea, sólo cosechamos el más rotundo de los fracasos.

Blanca me observa, compasiva.

Puede que tenga razón. Quizá la aldea nunca existió. Quizá existió hace dos mil años. Quizá estoy loco…

Dos horas más tarde —peligrosamente confuso— dejo hacer al guía. Hamdi, impasible, opta por lo más sensato: hacer un alto en el camino. Y asciende por las colinas al encuentro de Pella.

12 horas. A un paso de las ruinas se levanta un pequeño restaurante. Un café me tranquilizará. Debo conservar la calma. Es curioso: a pesar de los pesares, el instinto me dice que la cueva existe. ¡Está ahí, en alguna parte! ¡La intuición!, ¿cuándo aprenderé a confiar en la bella?

Miro a mi alrededor y me desespero. Las colinas, al este de Pella, descritas por el mayor, ocupan una inmensa franja, paralela al Jordán. Necesitaría meses para explorarla en su totalidad…

Pero el buen Dios sigue atento.

De pronto, como lo más natural, se hace el milagro.

A las puertas del Rest House, de espaldas, aparece un hombre. Se encuentra regando un heroico corro de flores.

Hamdi toma la iniciativa y lo aborda. Conversan.

No sé por qué pero, instintivamente, me acerco.

El guía, sonriente, me presenta a Deeb Hussien, director del restaurante. Y añade, eufórico: “¡Él conoce el lugar!”.

No puedo creerlo.

La aldea existe. Mejor dicho, existió en la antigüedad.

Deeb sabe dónde están las ruinas y algo más: ¡sabe de una gruta, muy cerca de lo que fue la antigua población!

La llaman la cueva de la “llave”, asegura. Y afable y curioso se brinda a guiarnos.

Dicho y hecho. No hay tiempo que perder. El providencial árabe se une a la expedición pero, a los pocos minutos, en el abrupto sendero que nos lleva hacia el este, el guía y Hussien discuten.

Cueva del retiro, en Jordania. Iván, a la izquierda. Al fondo, el providencial Hussien. (Foto: Blanca).

Algo no va bien…

Hamdi, finalmente, explica. Dado que la gruta en cuestión es de propiedad privada, lo aconsejable —dice— es pedir permiso.

Y lo aparentemente sencillo se complica. Olvidaba que estoy en un país árabe…

Confiemos en mi buena estrella.

No salgo de mi asombro. Durante horas asistimos a un cansino y desesperante peregrinaje por los ayuntamientos de la zona. Es increíble: Hussien ha logrado convocar dos plenos. Uno en el pueblo de Kufr Awan y otro en Kufr Rakeb, muy próximos a Beit Ids.

Las discusiones son interminables.

Alcaldes y concejales nos toman por buscadores de oro.

Permiso denegado.

Intento explicar. No comprenden. No aceptan la verdad. No admiten que sólo pretenda localizar y visitar una cueva. Estoy a punto de revelar que en esa gruta, quizá, vivió Jesús. Me contengo.

Alguien apunta una solución: acudir al Departamento de Antigüedades de Ammān y recibir la pertinente bendición oficial.

Me desespero.

Hamdi intercede inteligentemente. Quizá no sea preciso regresar a Ammān. A media hora de camino, en Kufr Alma, a orillas del Jordán, existe una delegación del referido Departamento de Antigüedades. Quizá el permiso pueda ser tramitado telefónicamente.

Nueva reunión. Los arqueólogos deliberan. Desconfían. Dudan.

Me veo obligado a contarles parte de la verdad.

Blanca, ágil, echa mano de la mochila y muestra un ejemplar de Caballo de Troya.

¿Qué hace este libro en Jordania? Cosas de Blanca…

Los arqueólogos ojean el volumen. Comprueban la fotografía de la solapa —mi foto— y aceptan, con una condición: formar parte del grupo.

Le guiño un ojo a mi mujer aunque, sinceramente, no sé si la presencia de los arqueólogos es algo bueno o malo…

15 horas. Un total de nueve personas —¡esto es increíble!— descendemos de los automóviles en una zona próxima —dicen— a Beit Ids.

Por más que busco no encuentro un solo resto del citado asentamiento. En cuanto a los arqueólogos, parecen tan despistados como yo.

El rastreo de las colinas resulta inútil. Entre rocas y olivos hallamos tres o cuatro agujeros. Son pozos superficiales. Nada que ver con la gruta que busco. Conozco de memoria las palabras del mayor: “Una amplia caverna natural”. Los pozos tienen bocas angostas y de difícil acceso. Nadie, en su sano juicio, elegiría estas cisternas como refugio. Aun así penetro en algunos de ellos. Nada. Sólo encuentro escorpiones.

Agotado y desanimado me dejo caer al pie de uno de los olivos. El resto del grupo se dirige a los vehículos.

No comprendo.

Los arqueólogos no tienen ni idea.

Y llega la sorpresa.

Deeb se acerca y me susurra, en inglés: “La cueva de la ‘llave’ está más arriba, más hacia el este”.

¿Me está tomando el pelo? El árabe se excusa. Dice que los arqueólogos no le han permitido hablar.

De nuevo aparece la bella intuición.

Le miro fijamente y Hussien sostiene la mirada.

Está bien. Le pido que tome el mando. Él conducirá al grupo.

Los arqueólogos no replican.

Entramos nuevamente en los coches y partimos hacia algún lugar, en el este. Es absurdo consultar los mapas. No sé dónde estoy.

Ha sido en esos instantes, al acomodarme en el coche, cuando —no sé muy bien por qué— me dirijo a los cielos y solicito una señal. El buen Dios podría hacerme un pequeño favor…

El sentido común protesta: “¿Una señal? ¡Qué ridiculez!”.

Me fío de la bella. ¡A la mierda la razón y la lógica!

Una señal, sí, algo que confirme que la cueva de la “llave” es la “amplia caverna natural” mencionada por el mayor.

Hamdi, al volante, avanza entre polvo y guijarros. El camino es infernal.

“Una señal —me digo—, pero ¿cuál?”.

Los pensamientos se atropellan.

“Debo darme prisa”.

El texto en cuestión dice así:

Fue en esos momentos, mientras Jesús elogiaba la bellinte del Creador, cuando reparé en Mateo Leví. Se hallaba sentado cerca del Maestro. Los ojos azules estaban húmedos. Noté cómo los labios aleteaban ligeramente. ¿Qué ocurría? Lo primero que pensé es que las palabras del Galileo le habían emocionado.

Sí y no…

El Maestro prosiguió, entusiasmado, y, de pronto, Mateo se vio asaltado por un llanto incontenible.

Jesús se detuvo. Todos miramos al discípulo, y Andrés, solícito, echó el brazo sobre los hombros del gabbai [recaudador], tratando de consolarlo. Pero ¿de qué? ¿Cuál era el problema?

Andrés preguntó al recaudador y éste, sin poder evitarlo, dejó que las lágrimas fluyeran. Bajó la cabeza y gimió desconsoladamente.

Suvas palideció.

Yo noté un nudo en la garganta.

Y el publicano, finalmente, terminó confesando.

Jesús hablaba y hablaba de la maravillosa bellinte del Padre, pero él no podía apartar de su mente la imagen deformada y vencida de su hijo Telag, el niño down.

«¿Dónde está la bellinte en alguien así?».

Mateo se vació.

«Telag es un endemoniado…».

Jesús replicó, negando con la cabeza. Pero Mateo con la vista baja, no le vio. Y relató, con toda clase de detalles, cómo el niño envejecía por momentos, y cómo todo el mundo le huía. Por aquella casa, en Nahum, había peregrinado lo mejorcito de los rofés o «auxiliadores» (médicos), y no digamos el gremio de los brujos, caldeos, echadores de cartas, hechiceras, y demás tunantes. Mateo llevaba gastada una fortuna, inútilmente. […]

Sentí tristeza. Telag tenía seis años pero, en efecto, parecía un viejo. Todo se debía a un problema genético: al desequilibrio de la dosis génica originado por la existencia de tres cromosomas 21 (en lugar de dos). Por esta razón, las neuronas del down se oxidan más rápidamente y mueren antes de lo normal. Pero, como decía, quien esto escribe no pudo aclarárselo.

[…]

Cuando Mateo se calmó, Jesús insistió:

—Tu hijo no es un endemoniado…

El publicano seguía sin prestar atención al Hijo del Hombre.

—Sé que todo se debe a mis muchos pecados…

—Mateo —el Galileo levantó el tono de voz—, Telag no es consecuencia de tus culpas…

El publicano miró a Jesús, e intentó comprender.

—Nadie puede ofender al Padre, aunque lo pretenda…

También lo habíamos hablado.

Pero Mateo, Andrés y el matrimonio etrusco no entendieron.

No importaba. Jesús continuó:

—Telag forma parte de los designios de Ab-bā.

—Entonces —musitó el publicano—, ¿qué es?, ¿por qué ha nacido así?

El Maestro repitió, y con énfasis:

—Telag no es un endemoniado, ni tampoco la consecuencia de tus muchos pecados…

Dejó correr una pausa y preguntó, con acierto:

—¿Tus muchos pecados?

Sonrió, y añadió:

—Con los dedos de una mano podría contarlos…

Mateo Leví no prestó atención a la interesante conclusión del Maestro sobre sus pecados, y regresó a lo que le atormentaba:

—¿Qué es Telag?

El Hijo del Hombre respondió con una seguridad que me dejó atónito:

—¡Un guibôr!

Jesús utilizó el hebreo, no el arameo. Guibôr significa «héroe».

Le miramos, perplejos.

Supongo que el publicano pensó: «El rabí se burla…». Pero no. Ése no era el estilo del Hijo del Hombre.

Y el Maestro leyó en la mente de su entristecido discípulo:

—No me burlo, Mateo…

—Lo sé, rabí, pero no entiendo… ¿Telag es un héroe?

Y Jesús procedió a explicar lo que había avanzado en los pantanos de Kanaf: eliges al nacer…

Creo que los varones no le creyeron. Suvas, en cambio, asintió, sorprendida.

Mateo resumió el sentir de los hombres:

—¿Cómo puede ser que alguien elija una cosa así?

—En el reino del espíritu —proclamó Jesús— hay leyes y razones que la materia ignora… Ellos escogen encarcelarse en sí mismos y viven una dramática experiencia…

Guardó un respetuoso silencio y añadió:

—La más dramática… ¿Entiendes por qué los llamo héroes?

Silencio.

E intenté trepar a las mentes de los down, de los autistas, y de los paralíticos cerebrales que he conocido, y que conozco. ¿Héroes? ¿Criaturas «encarceladas» entre los barrotes de sí mismos? Si fuera cierto —y el Maestro jamás mentía—, esas dramáticas experiencias tendrían sentido, supongo…

El Hijo del Hombre leyó igualmente en mi corazón y se apresuró a declarar:

—Esos héroes, además, multiplican el amor allí donde están, y allí por donde pasan. Nadie ama tanto como el que ama a una de estas criaturas…

Rectificó.

—Nadie ama tanto como el que ama a una de estas maravillosas criaturas…

Mateo, atónito, dejó de sollozar. El azul de sus ojos se hizo más «profundo o agachado», como decía Suvas.

Y a mi mente llega algo concreto y nítido. Me aferro a ello.

“Eso es. Si estoy en el buen camino, si la gruta en cuestión fue el refugio de Jesús de Nazaret durante su retiro, en algún lugar —dentro o fuera de la cueva— aparecerá una cruz”.

La lógica se revuelve de nuevo: “¿Una cruz? ¿En un país musulmán?”.

No le falta razón. Estas remotas y peladas colinas, al oriente del Jordán, no guardan relación alguna con los llamados “santos lugares”. O mucho me equivoco o es la primera vez que alguien sitúa el célebre retiro del Hijo del Hombre en tierras jordanas. Los cristianos afirman que el monte de las Tentaciones se encuentra en las proximidades de Jericó, en Israel.

Incomprensiblemente apuesto por la bella intuición.

“No importa. Más difícil todavía”.

Los vehículos siguen ascendiendo. Y en mi repentina “locura” trato de amarrar la señal:

“Una cruz, sí, pero ¿cómo?, ¿dónde?… ¿En piedra?, ¿en madera? ¿Pintada?”.

Poco importa. Sencillamente, una cruz.

Por un momento, ese “Alguien” que siempre va conmigo sugiere que comparta la singular petición con Blanca y con mi hijo Iván.

—Aún estás a tiempo. Háblales…

Sin embargo, el miedo al ridículo gana la partida. Y guardo silencio. ¡Pobre idiota!

Minutos más tarde nos detenemos. El sendero está impracticable. Imposible continuar.

Salto del coche.

“¿Qué sucede? Mejor dicho: ¿qué me ocurre?”.

Hussien señala a lo lejos y proclama:

—La cueva de la “llave”…

A doscientos metros, en la falda de un pequeño valle, distingo una boca negra y semicircular.

Y en silencio, sin razón aparente, me despego del grupo, corriendo hacia la gruta.

“¡Una cruz!… ¡Una cruz en alguna parte!”.

Conforme me aproximo, algo frena la carrera. Algo inexplicable e inexorable.

Y sucede lo incomprensible.

En lugar de entrar en la cueva me detengo a seis o siete metros.

“Algo”, en efecto, ha captado mi atención.

“Algo” situado a la izquierda de la boca de la cueva.

Me aproximo, perplejo y nervioso.

Y al contemplarlo palidezco.

¡Un manantial a la izquierda de la gruta!

El dueño del terreno lo ha protegido con una chapa de hierro, pero el rumor de las aguas es inconfundible. Recuerdo el texto del mayor: “… Y muy cerca de la amplia caverna natural brotaba una fuente”.

Al principio, presa de la emoción, no reparo en otro “detalle”.

Y ese “Alguien” magnífico y bondadoso que, sin duda, ha guiado mis pasos, solicita de nuevo mi atención. Y lo veo. Al fin lo veo…

Una cruz sobre el manantial (primera señal). (Foto: J. J. Benítez).

“¡No es posible!”.

Sí lo es. Sobre la chapa de metal aparece una cruz.

“¡Una cruz pintada en rojo!”.

Tiemblo de emoción.

Me inclino y la acaricio. No estoy soñando. La fotografío. Y me pregunto: “¿Nueva casualidad?”.

Yo sé que no…

El grupo me alcanza. Pasa de largo, penetrando en la cueva. Sólo Blanca, con su fino instinto, comprende que sucede algo especial.

Sigo inmóvil (Blanca dice que pálido), con la vista fija en la chapa de hierro.

Mi mujer, prudentemente, no pregunta.

Finalmente, despacio, me pongo en movimiento. Y me sitúo frente al arco de piedra de la cueva.

Todo ha cambiado en minutos.

Lo que sólo era una sospecha, ahora es un convencimiento.

“¡Es el lugar! ¡Es la cueva en la que mi ‘socio’ se refugió durante 39 días! ¡La cueva del retiro!”.

Dudo. Voy a pisar y a contemplar un lugar sagrado. ¡Él estuvo aquí! ¡Él durmió aquí! ¿Y quién soy yo?

Retrocedo, asustado.

Y la “fuerza” que siempre me acompaña me detiene. Y escucho en mi interior:

—¡Adelante!

Iván, Blanca, Hussien y los arqueólogos me han precedido en la inspección de la gruta. Hamdi, muy cerca, me contempla sonriente. Y, respetuoso, consciente —supongo— de la importancia del “hallazgo”, me cede gentilmente el paso.

Desciendo muy lentamente por el breve túnel de tres metros que conduce a una “amplia caverna natural”.

El corazón sigue loco…

Varias linternas colaboran. ¿Qué veo? Nada. La cueva está vacía y abandonada. Huele a humedad y a excrementos de murciélagos.

Poco a poco voy serenándome.

Iván no deja de fotografiar. Su instinto es inmejorable.

Quince metros de longitud máxima por seis de fondo y tres de altura. No hay rastro de la “viga de madera” mencionada por el mayor. No hay rastro de hombres…

Sólo oscuridad y polvo.

Los nervios terminan traicionándome. Miro sin ver. Me niego a seguir tomando datos. No quiero medir. Sólo deseo sentir. Sentir…

Y el tiempo parece detenerse.

Me siento en el fondo, sobre una roca.

Inspiro profundamente y dejo volar la imaginación.

Lo veo con claridad. ¡Es Él! Entra y sale de la cueva. ¡Es Jesús de Nazaret! Me mira y sonríe…

Por fortuna, Iván conserva la sangre fría y dispara las cámaras sin cesar.

El grupo, poco a poco, abandona la gruta.

Me quedo definitivamente solo, con mis pensamientos y sensaciones.

De pronto oigo la “voz” que me habita:

—¿Deseas otra señal?

Me resisto.

—¿Quién habla?

La “voz” insiste:

—¿Necesitas otra señal?

Y ocurre de nuevo. Sucede “algo” imposible…

Esta vez no pienso, no calculo, no establezco una señal.

En realidad no hay tiempo.

Y, sin más, sin poder explicar por qué, me inclino hacia el suelo de la gruta. Los dedos se hunden en la seca y esponjosa tierra.

¿Qué está pasando?

En la oscuridad, los dedos tropiezan con algo.

Lo capturo.

Es metálico, pero no veo, no distingo su naturaleza.

El corazón vuelve a agitarse.

Me pongo en pie y, desconcertado, me dirijo a la boca de la caverna.

Al contemplarlo a la luz del atardecer palidezco de nuevo.

Mi mano, sin querer (?), ha tropezado con un enorme clavo.

“Nadie me creerá”.

El clavo en forma de «J», hallado en la cueva del retiro (segunda señal). (Foto: Blanca).

Es un clavo con una curiosa y significativa forma: ¡un clavo en forma de “J”!

Vuelvo a observarlo. Le doy vueltas…

Y me digo: “¿‘J’ de Jesús?”.

¿De nuevo la casualidad? Por supuesto que no…

Y el “Ser” maravilloso que me habita —la “chispa” divina— sonríe, cómplice».

Del resto de la estancia en las suaves colinas de Pella apenas recuerdo gran cosa. Tomé apuntes, sí, y exploré las ruinas situadas a corta distancia de la cueva. Unas ruinas que los arqueólogos identificaron con la primitiva Beit Ids, la aldea mencionada por mi amigo, el mayor de Caballo de Troya. Pero todo eso, a decir verdad, quedó en la sombra. Lo importante, para mí, fueron las dos «señales». Estaba claro: mí querido Maestro, mi Dios y Creador, Jesús de Nazaret, había estado allí. Y ésta era la primera vez que alguien fotografiaba la gruta…

Salvador Rovira, del Museo Arqueológico Nacional (Madrid), analizando el clavo en forma de «J». (Foto: J. J. Benítez).

Medidas del clavo hallado en la cueva del retiro, en Jordania. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.

Al examinar el clavo, arqueólogos y expertos coincidieron: se trata de una pieza de origen romano. En otras palabras: del tiempo de Jesús. Pero convenía analizarlo con mayor rigor…

Al regresar a España, el clavo fue medido, pesado y examinado por dos universidades y por el Departamento de Conservación del Museo Arqueológico Nacional. Su antigüedad fue calculada en dos mil años.

Y pasó el tiempo…

En septiembre de 2005, ante el lógico e importante deterioro de la pieza, tomé la decisión de embutirlo en metacrilato. Eso lo protegería.

Mi amigo, el doctor Moli, se ocupó del asunto. Y se lo llevó a Granada (España).

Y allí sucedió algo curioso…

—Al mostrárselo al que debía embutirlo —explicó Manolo Molina— el empleado se quedó mirando el clavo y preguntó: «¿Tiene algo que ver con Jesús?».

Obviamente, el empleado no sabía nada.

Pero ahí no terminó el asunto…

—El hombre se lo dio a besar a su madre —prosiguió Moli— y le dijo: «Es lo más cerca que vas a estar de Jesús».

Tres meses más tarde, cuando me hallaba en plena transcripción del Caballo 8 (más exactamente en la narración de las jornadas del Maestro en la cueva de la «llave»), sucedió algo venial, aunque a mí me llenó de emoción.

Ocurrió el 5 de enero de 2006, jueves, a las 17.30.

Me encontraba en la huerta, cavando.

Y pensaba y pensaba en el clavo que hallé en Jordania…

En esos instantes, la azada golpeó algo metálico.

Me incliné y lo extraje.

¡Era un clavo, en forma de «J»!

Comprendí.

Miré en mi interior y lo vi a Él, sonriente.

Mensaje recibido.

Fue entonces cuando volví sobre el clavo de Jordania y me detuve en las medidas del mismo: 1 × 5 × 7 centímetros.

Segundo clavo, en forma de «J», encontrado por J. J. Benítez en «Ab-bā». (Foto: Blanca).

Me fui a la Kábala y leí, perplejo:

«157» = «viejo, túnel y galería».

Al sumar los dígitos (1 + 5 + 7) apareció el «13», otro viejo amigo. Su equivalencia, en Kábala, es «amor y regalo».

Contemplando cada número, individualmente, obtuve lo siguiente:

«1» equivale a «Dios».

«5» = «caverna» (!).

«7» tiene el mismo valor numérico que «Señor de la Tierra».

Y leí: «Dios, señor de la Tierra, en la cueva».

Genial…

Pactos y señales
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