Y me dispongo a entrar en otro capítulo inquietante: las señales y los números.

Empezaré por Andreas Faber-Kaiser.

Las nuevas generaciones, probablemente, no saben de quién hablo.

Faber fue un investigador de enigmas. Vivió en Barcelona, aunque se sentía ciudadano del mundo. Odiaba las fronteras; sobre todo las interiores. Fundó una revista mensual: Mundo desconocido. En sus páginas —hoy desaparecidas— nos refugiamos muchos de los que soñábamos imposibles.

Faber era audaz, frío y discreto.

Se atrevió con los más poderosos: denunció a los militares norteamericanos, por sus sucios manejos, y a las farmacéuticas, por asesinar en silencio. Le costó caro…

Pero vayamos a lo que importa.

En octubre de 1985 hice el pacto con él. Sucedió durante una excursión al cráter Irazú, en Costa Rica. Participábamos en un congreso internacional sobre «Las nuevas fronteras de la ciencia».

Y, medio en broma, surgió el tema del más allá.

Faber y yo nos comprometimos a proporcionar una señal al que sobreviviera. Y establecimos la señal. Bien difícil, por cierto: «La suma de los dígitos de la hora de la muerte, así como los del día, mes y año de dicho fallecimiento, debería arrojar un número concreto. En el caso de Faber-Kaiser sería el “8”. Yo elegí el “9”».

Invitación para visitar el volcán Irazú. (Archivo de J. J. Benítez).

Foto histórica. Congreso internacional en Costa Rica (1985). De izquierda a derecha: la Negra (esposa de Enrique Castillo), Carlos Ortiz de la Huerta (de pie), J. J. Benítez, Andreas Faber-Kaiser, Javier Cabrera y Salvador Freixedo. (Archivo de J. J. Benítez).

Andreas falleció el 14 de marzo de 1994, a las 20.20 horas. Los dígitos (20 + 20 + 14 + 3 + 1994) sumaron el número establecido por él: «8».

Faber, en definitiva, seguía vivo.

Todo esto, mejor o peor, fue narrado en mi libro Mágica fe (1994).

Lo que no conté en esos momentos fue lo ocurrido en la tarde de aquel 14 de marzo de 1994.

Circulaba por la carretera de Zaragoza a Bilbao. Regresaba de otra investigación. Iba solo.

Y, súbitamente, el reloj del salpicadero del coche se vino abajo. Quedó muerto.

Señalaba las 20 horas y 20 minutos.

Me extrañó. Nunca había fallado.

Esa noche, a las 21.30, recibí una llamada de Enrique Marín. Me anunció la muerte de Faber-Kaiser. Había fallecido a las 20.20.

Salpicadero del vehículo. El reloj se detuvo a las ocho y veinte de la tarde del 14 de marzo de 1994, coincidiendo con la muerte de Andreas FaberKaiser, gran amigo de J. J. Benítez. (Foto: Blanca).

No podía creerlo. ¡Era la hora en la que el reloj del coche dejó de funcionar![107]

En el taller de reparaciones no supieron aclarar el misterio.

Las ruedas dentadas que movían el reloj estaban en perfecto estado.

Acudí a un segundo especialista, en la calle Briñas, 43, en Bilbao.

Luis, el mecánico, examinó las piezas con lupa. Y sentenció: «Alguien ha manipulado el ordenador que regula el salpicadero».

Factura del cambio de reloj.

Permanecí mudo.

Yo sabía quién era el responsable de la manipulación[108].

Doce años después volví a tener una curiosa experiencia con Faber-Kaiser.

Andreas investigó a fondo el tristemente célebre envenenamiento de miles de ciudadanos españoles por un supuesto aceite de colza adulterado. Los hechos se produjeron en 1981.

Desde el primer momento, médicos y especialistas dieron la voz de alerta: los afectados (tres mil muertos y más de veinte mil lesionados) habían sido envenenados, no por la colza, sino por una partida de tomates «contaminada»[109].

Hablé con Faber sobre el asunto.

Para él estaba claro:

Los tomates envenenados procedían de Fort Detrick (USA), uno de los laboratorios militares en los que se trabaja en guerra biológica… Los tomates (6250 kilos), todavía verdes, de la variedad lucy, contenían un potente veneno sistémico; es decir, un tóxico introducido en la raíz de la planta, que terminó por ser asimilado por el fruto. El tóxico era un organotiofosforado del grupo fenamiphos (4-[metiltio]-mtolil​etil​isopropil​amido​fosfato). Una vez en el interior del fruto se transforma en un fitometabolito de gran agresividad. Al ingresar en el cuerpo humano, el poderoso veneno —inhibidor enzimático— provoca, entre otros efectos, neuropatía periférica, con atrofias musculares y deformaciones en las extremidades superiores. Existe un alto porcentaje de posibilidades de muerte… La mortífera carga fue repartida por los servicios de Inteligencia norteamericanos entre los mayoristas de frutas y verduras de Madrid que, a su vez, vendieron los tomates en los mercadillos ambulantes de la capital de España y alrededores (Alcalá de Henares, Alcorcón, Torrejón de Ardoz, Carabanchel, San Fernando, Coslada, Getafe y Hortaleza, entre otras poblaciones). Desde Madrid se difundió a diferentes regiones españolas.

Andreas Faber-Kaiser (izquierda) y J. J. Benítez, en los tiempos felices. (Foto: Enrique Marín).

Poco después, comprobados los efectos, los militares norteamericanos usaron el veneno contra las tropas soviéticas, en la guerra de Afganistán.

El ensayo de guerra química en España no fue reconocido por las autoridades[110].

Cuando Faber-Kaiser hizo público este sucio asunto[111] contrajo el sida y murió.

Siempre he considerado —y lo he dicho públicamente— que Andreas fue «anulado».

Molestaba a los militares, a los servicios de Inteligencia y a las farmacéuticas…

Pues bien, así las cosas, cuando me hallaba investigando la muerte de mi amigo, sucedió algo que me dejó perplejo.

Así consta en mi cuaderno de campo:

«Esa mañana del miércoles, 5 de julio de 2006, me dirigí a la hemeroteca, en Cádiz…

Necesitaba verificar algunos datos.

Terminada la consulta, a las 13 horas, abandoné el edificio y emprendí viaje de regreso a “Ab-bā”.

Al salir del aparcamiento, en la plaza de San Antonio, me llegó un “flash”. Otro…

En mi mente apareció Alexander Haig, secretario de Estado USA. Con él llegaron los tomates envenenados a Madrid. El general bajaba del avión en el que transportaron el tóxico. Haig sonreía. Era una sonrisa diabólica.

Una hora después llegaba a casa.

Nada más entrar, Blanca me mostró una fotografía, en blanco y negro, de Andreas Faber-Kaiser.

—La acabo de encontrar —explicó—. Andaba buscando una tarjeta para la asistencia en viajes y, de pronto, al abrir una carpeta, la vi.

—¿A qué hora?

—A la una, más o menos.

Supongo que palidecí. Y mi mujer lo notó:

—¿Ocurre algo?

Preferí no involucrarla. Y guardé silencio».

A esa hora, como dije, «vi» a Haig, descendiendo del avión militar que lo trasladó a Madrid en 1981[112].

Foto de Faber-Kaiser, hallada por Blanca (aparentemente por casualidad).

Nadie recordaba que la foto de Faber estuviera en ese cajón y en esa carpeta. Es más: ése no era su sitio. La foto no tenía por qué estar allí…

Naturalmente lo tomé como un guiño de mi amigo.

Pactos y señales
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