Desde los tiempos de la universidad he sentido una especial simpatía por Ernest Hemingway, premio Pulitzer y Nobel de Literatura. En más de una y en más de dos ocasiones me he sorprendido a mí mismo contemplando aquel rostro de barba blanca y mirada pícara.

Y digo yo que esa atracción puede deberse, no sólo a su excelente y espartana literatura, sino, sobre todo, a algunos puntos en común en ambas vidas.

Hemingway.

Me explico.

Hemingway amaba la ciudad de Pamplona. Yo nací en ella.

Hemingway quería ser Cézanne y pintar con las palabras. Yo quería ser Miguel Ángel y he terminado pintando con las palabras.

Hemingway fue periodista antes que escritor. Yo también.

Hemingway escribió El viejo y el mar. A mí me hubiera gustado escribir El viejo y la mar.

Hemingway escribía en los márgenes de cualquier cosa. Yo también aunque, para mí, los márgenes son femeninos.

Hemingway adoraba a Azorín. Las frases cortas se le escapaban de las manos. A mí me sucede lo mismo, aunque mi autor de cabecera es otro: Pepe García Martínez, de Murcia.

Hemingway pensaba que, al escribir prosa, lo importante es lo que no se dice. Yo practico ese principio de forma religiosa.

Hemingway fue tan pobre que no disponía ni de la luz de la luna. Yo fui mucho más pobre que Hemingway.

Hemingway no veía bien. Yo dispongo de un ojo para ver de lejos y otro para ver de cerca.

Hemingway se dejó la vida en las carreteras. Yo estoy a punto.

Hemingway se convirtió al catolicismo. Yo he huido de él.

Hemingway escribió La quinta columna. Yo también.

Hemingway tenía una biblioteca de seis mil volúmenes (expropiada por Fidel Castro). Yo he reunido seis mil libros (que serán expropiados por el olvido).

Hemingway tiene un planeta con su nombre: «3656». Yo tengo una estrella en la constelación de Virgo a la que han puesto «Juan José Benítez López» (13 h 22′ 29″ y 14° 8’ 604”).

Quizá por esto, y por mucho más, cuando se presentó la ocasión de visitar su casa, en Florida (USA), no titubeé. Hemingway vivió allí once años. Hoy es un museo.

Ese domingo, 19 de agosto de 2007, me levanté inquieto.

Y durante las tres horas del viaje a Cayo Hueso, al sur de Miami, me vi asaltado por algunos pensamientos, a cual más extraño: Hemingway se suicidó el 2 de julio de 1961, a los sesenta y un años de edad. Yo, en esos momentos, estaba a punto de cumplir sesenta y uno…

Y regresó la vieja cuestión: «¿Está vivo Hemingway?».

Me respondí a mí mismo que sí. Por supuesto que está vivo.

«Solicita una prueba», replicó la voz que siempre me acompaña.

Y fui maquinando un plan.

Sí, pediría una señal…

«Si estás vivo, como creo —planteé—, cuando visite tu casa, en Cayo Hueso, por favor, házmelo saber».

No especifiqué qué clase de señal. Lo dejé a su criterio.

Estaba seguro. Hemingway me haría un guiño.

Y a las doce entramos en la mansión.

Ni que decir tiene que me paseé despacio, contemplando con lupa cada detalle y cada rincón. Blanca y nuestra amiga Rebecca, que nos acompañaba, no sabían nada de mi tejemaneje con el bueno de Hemingway.

Casa de Hemingway en el 907 de Cabeza Blanca, en Cayo Hueso (Florida). (Foto: Blanca).

Pero ¿qué buscaba? ¿Cuál era la señal?

Eso no importaba. Él respondería…

Conté los libros de las vitrinas: 126.

No me dijo nada.

Inspeccioné el baño, el dormitorio, el salón, el comedor, las fotografías, el cuarto de trabajo, la viejísima máquina de escribir…

Nada de nada.

Permanecí un tiempo en el jardín. Encontré un penique junto a la piscina.

Negativo.

Quizá me había precipitado. Hacía cuarenta y seis años de la muerte de Hemingway. «Probablemente —me dije— estará en la quinta galaxia… ¿Por qué se iba a molestar en responder a un chiquilicuatro como yo?».

Pero el instinto me animó. La señal llegaría. Siempre llega.

A las 15 horas nos dispusimos a abandonar la casa museo. Fue entonces cuando uno de los empleados nos proporcionó documentación sobre Hemingway. La repasé, distraído. Y en eso, al leer la dirección de la casa, me detuve. Hice cálculos. Sentí un escalofrío… Allí estaba la señal. Hemingway había cumplido.

La casa museo se encuentra en el número 907 de la calle Cabeza Blanca.

¿«907»?

Aquello era una fecha. Septiembre (día 7), según el cómputo norteamericano. Hemingway lo era. Nació en Oak Park (Illinois).

¡El día de mi cumpleaños!

Pregunté a los funcionarios. La respuesta fue la que aparecía en el impreso: 907 de Cabeza Blanca.

Sumé los dígitos (9 + 7 = 16 = 7). En otras palabras: 7 de septiembre de 2007. Estábamos en ese año. Faltaban escasos días para mi aniversario.

Me di por satisfecho.

Allí estaba la señal, encriptada en el número en el que se alza la casa en la que vivió mi amigo Hemingway.

Asombroso.

Hemingway sigue vivo…

Pactos y señales
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