La desaparición de Moogli fue un misterio.
Pero bueno será que empiece por el principio.
En realidad, la historia de Moogli es la de Jesús, un niño de Albacete (España). Un niño muy especial…
Fue su hermana —a la que llamaré Io— quien me la contó en su momento.
He aquí una síntesis:
Lo que voy a contar —explicó Io—, y a pesar de que resulte increíble, es la verdad. No es algo que me hayan contado, sino que lo he vivido en «mis propias carnes». Son muy pocas las personas a las que he confiado esta vivencia, y hoy se la confío a usted, porque no creo que la casualidad exista, y si esto ha surgido así será porque el Universo tiene sus propios planes…
Cuando yo tenía dieciséis años, tuve una época en la que cada día, al levantarme por la mañana, la primera idea que me venía a la cabeza era que mi madre (que ya tenía cuarenta) se iba a quedar embarazada. En casa éramos tres hermanos: el mayor de diecinueve, luego yo y otro hermano con catorce… Y pese a que en los planes de mis padres no entraba tener otro hijo, esa misma Navidad, mi madre se enteró de la noticia de su estado… Como eran las fechas que eran, ella nos anunció que si era niño se llamaría Jesús.
Y Jesús nació con prisa un 10 de junio de 1988, un mes justo antes de la fecha prevista.
Aquella semana las pesadillas comenzaron a hostigarme cada noche. Soñaba que mi hermanito se moría.
Jesús era un niño precioso, de cabellos ondulados rubios y de tez morena, cariñoso hasta el extremo, creativo, abierto y con un corazón, un sentido de la justicia y un saber estar impropios para su edad. Imagínese… era el «juguete» de la casa, un niño feliz muy querido por todos.
Rondaba los tres años de vida la primera vez que él nos anunció que iba a morir. Cuando mi madre lo levantaba para ir al colegio, se le abrazaba y le decía: «Mamá, me voy a morir». Mi madre se molestaba por el comentario y le preguntaba por qué decía esas cosas… «Porque es verdad», replicaba mi hermano. Este hecho se repitió más veces.

Jesús, hermano de Io. (Gentileza de la familia).
Unas semanas antes de que todo ocurriera, estábamos en la cocina tomando café mi madre y yo, ultimando los detalles de su comunión, mientras él jugaba en el suelo con sus juguetes. De repente se levantó, y poniéndose de pie se colocó entre las dos, nos abrazó, nos besó y nos dijo: «Me voy a morir». Sinceramente, nos dejó de piedra… Y con su mano me daba suaves golpecitos en la cara, como cada vez que estaba intranquilo, y me decía: «Brujita» (palabra que mi hermano utilizaba conmigo en plan de broma cariñosa)…
Teníamos una relación extraordinaria.
Desde el primer día que entró en casa sentí su presencia como un valioso y hermoso regalo, y mi corazón (como el de todos los que lo conocían) se hacía grande con el suyo cada día. Hablaba con él de sus cosas y también de las mías y entre nosotros siempre existió una gran complicidad.
Le gustaba hacer dibujos en mi mesa, mientras yo estudiaba.
Recuerdo que la noche antes de su primera comunión me preguntó si podía dormir conmigo. Noté que se sentía inquieto y le dije que sí.
Lo abracé dejándole que me contase… «¿Y si no lo hago bien?… ¿Y si me equivoco?», decía. Le dije que no tenía de qué preocuparse, que todo iba a salir muy bien y que si se sentía inseguro sólo tenía que mirarme, porque yo estaría a su lado…, tan cerca, tan cerca que si extendía su mano me podría tocar. Después nos dormimos abrazados.
Al día siguiente Jesús se levantó listo y contento para el gran día, pero yo estaba tan agotada que no podía moverme de la cama. No tenía fuerzas y mi energía estaba por los suelos…
Todo salió estupendamente, no faltó nadie. Se sentía el rey. Rió, jugó, nos deslumbró con sus ocurrencias…, fue genial. Al llegar a casa, por la noche, se sentó sobre mis rodillas y me dijo: «Io, yo quiero que sea otra vez mi comunión». Y lo entendí, me sentí satisfecha y respiré tranquila.
Quince días después, un fatídico 28 de mayo, volvió de la escuela con un amiguito y le hice un bocadillo de paté. Mi madre no se encontraba en casa y me pidió permiso para ir con su bici a la casa del otro niño, que vivía cerca. Yo dudé, pero el otro niño dijo que le llevaría la bici mientras mi hermano se comía el bocadillo. Lo encontré bastante nervioso, pero insistió mucho y al final accedí.
Jesús nunca se iba a ningún sitio sin permiso, pero aquel día, junto con un grupito de compañeros del cole, se fueron a ver un circo que acababa de llegar al pueblo. Hicieron una carrera echándose cada uno por una calle diferente. Una calle estrecha, un coche que venía…, mi hermano cayó mal y bueno… Ni una gota de sangre, pero el golpe en la cabeza resultó fatal.
Estuvo dos días en la UCI… Y lo más curioso de todo es que cuando pasé a verlo (yo insistía en que luchara…), sentí claramente que me decía que había elegido irse. En aquel mismo momento yo sabía que había visto la luz (no sé cómo explicar esto)… Entre luz y niebla pude verlo cogido de la mano de una mujer de mirada dulce, quizá para hacerme saber que no se encontraba solo… Me pareció muy valiente su actitud y le pedí que cuando llegase mi momento de «cruzar al otro lado», viniese a esperarme.
(Discúlpeme si no soy capaz de explicarme mejor, pero no encuentro las palabras para ello).
En mi casa, a cincuenta kilómetros del hospital, nuestro perro —Moogli—, que iba a esperarlo cada día a la puerta de la escuela para acompañarlo a casa, no dejaba de aullar.
Donamos todos sus órganos (que según nos comunicaron más tarde sirvieron para salvar a cinco personas), y cuando trajeron su cuerpecito sin vida a casa fue tremendo. Reconozco que estaba llena de temor, porque no sabía si podría soportarlo, pero tenía que enfrentarme y verlo por mucho que me costase… Y, ¡oh, maravilla!… Cuando lo vi entendí que aquel cuerpo estaba vacío. No quedaba ni rastro de mi hermano en él… Sentí un alivio indescriptible, incluso alegría (porque mi hermano no se había quedado atrapado en él. ¡No estaba muerto! Se había liberado).
Fue en aquel momento cuando noté su presencia. Como si de una nube se tratara, lo sentía «flotar» sobre mi cabeza. Podía notar su energía, su amor… Supe entonces que estaba bien, y al salir de la habitación sentí que su presencia (textualmente hablando) me acompañaba a lo largo del pasillo. Como si pudiera comunicarse conmigo telepáticamente, me anunció que se pondría en contacto conmigo por medio de Alicia.
Alicia era una psicóloga psicoanalista que conocí en un curso que estaba realizando y que constaba de tres partes. Cuando aconteció todo esto, faltaba por realizar la tercera y última parte.
Yo no tenía ánimos para cursos, pero después de aquello tenía que ir, aunque solo fuera para comprobar que no era obra de mi desesperada imaginación.
Llegó el día, y en el mismo instante en que nos vimos, Alicia comenzó a sentirse mal, y aunque le costó acercarse a mí, cuando lo hizo, agarró con su mano el anillo que había colgado del cuello con una cadenita, que había pertenecido a mi hermano, y que yo misma había mandado agrandar con el fin de ponérmelo.
—¿De quién es este anillo? —preguntó sin soltarlo—. Toda la fuerza viene de aquí…
—Era de mi hermano.
Entonces comenzó a repetir lo que él (mi hermano) le decía:
—No debes llorar. Cuando tú lloras, yo lloro…
Me dijo que podía sentir que él estaba bien, que aunque su cuerpo era el de un niño, su sabiduría y su evolución eran las de un anciano.
Pude entender perfectamente a qué se refería, porque en numerosas ocasiones y pese a su corta edad, había sobresalido siempre su exquisita sensibilidad. Su razonamiento emocional y su dedicación a los demás siempre nos cautivaron.
Alicia, entonces, empezó a darme golpecitos en la cara, con su mano, igual que hacía mi hermano de manera cariñosa.
Y a continuación añadió:
—Io, tienes que vivir por mí. No le digas a mamá que estoy bien, porque no te va a entender.
Pero algo no encajaba… Le dije a Alicia que eso no era posible… Él jamás me llamaba así…
Ella, entonces, mirándome, dijo:
—Es cierto, no te ha llamado Io… Te ha llamado «brujita».
Me comentó que le había parecido descortés decírmelo así… ¡No quería insultarme!
Sonreí y le dije que no se preocupara.
Acababa de demostrar que mi hermanito querido se encontraba allí, conmigo, hablándome, y que seguía vivo… Yo podía sentirlo a mi lado.
En aquel momento fue como si me hubiesen quitado una oscura venda de los ojos, y experimenté una claridad de conciencia desconocida para mí hasta ese momento.
Alicia, después, apretó el anillo entre sus manos y me dijo que él quería que lo guardase…
Le pregunté si quería que lo dejase en el cofre de mis padres, que era donde estaba… Pero ella respondió que no, que él le decía que lo dejase en una cajita de bambú que yo tenía en mi habitación.
—No debes preocuparte —explicó Alicia—. Él está bien… Lo sé porque yo me siento muy bien.
Ni ella ni nadie de los allí presentes conocía mi casa, y mucho menos mi habitación. Nadie sabía de la existencia de aquel joyero de palitos de bambú ni qué guardaba en él.
Alicia confesó que nunca antes le había ocurrido algo así. Me dio las gracias por haber vivido aquella experiencia tan extraordinaria, al igual que yo a ella y nos despedimos.
Nunca he vuelto a verla.
Durante mucho tiempo después, mi hermano me visitó cada noche, en sueños. Corriendo y jugando feliz con sus amigos (más niños) y un perro.
Después de su muerte nos dijeron que nuestro perro —Moogli— seguía esperándolo cada día a la salida del colegio. A los quince días, a partir de esa fecha, Moogli salió de casa y ya no regresó. Lo buscamos por todas partes. Mi padre, incluso, fue a la perrera, pero no conseguimos encontrarlo…
Es por todo esto que tengo claro que la muerte no existe. Sólo es un cambio de plano en el que seguimos evolucionando. No hay que tener miedo cuando llegue el momento, sólo abrirse a la experiencia y ponerse en las manos del Padre. Él no se equivoca…
En una de sus cartas, Io me regaló un bello —bellísimo— texto de Marianne Williamson, la escritora norteamericana.
Encaja, a la perfección, en el sentido que pretendo dar a Pactos y señales. El lector sabrá juzgar…
He aquí dicho texto:
Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados.
Nuestro miedo más profundo es que somos inconmensurablemente poderosos.
Lo que nos asusta es nuestra luz, no nuestra oscuridad.
Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, encantador y fabuloso?
En realidad, ¿quién eres para no serlo?
Eres una criatura de Dios.
Jugar a ser insignificante no le sirve al mundo.
No hay nada inspirador en encogerse para que los demás no se sientan inseguros a tu alrededor.
Hemos nacido para dejar de manifiesto la Gloria de Dios que hay dentro de nosotros, que no está solo en algunos, sino en cada uno de nosotros.
Y, al dejar que nuestra propia luz brille, inconscientemente, les damos permiso a otros para que hagan lo mismo.
Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia, automáticamente, libera a otros.
Se puede decir más alto, pero no más claro…
Curioso. Cuando seleccionaba los casos para este bloque, sobre mascotas y señales, el Padre Azul me hizo un nuevo guiño.
De pronto, Blanca dejó sobre mi mesa un correo electrónico.
Era de mi buen amigo José Couceiro, de Ciudad Real (España).
Lo leí, maravillado.
¿Cómo podía saber Couceiro que me hallaba preparando un libro sobre la existencia de un orden invisible y benéfico?
Cuando escribo, salvo mi mujer, nadie sabe en qué consiste el nuevo libro. Ni siquiera la editorial. Es otra vieja manía.
El texto decía así:
En el vientre de una mujer embarazada se encontraban dos bebés.
Uno pregunta al otro:
—¿Tú crees en la vida después del parto?
—Claro que sí. Algo debe existir después del parto. Tal vez estamos aquí porque necesitamos prepararnos para lo que seremos más tarde.
—¡Tonterías! No hay vida después del parto. ¿Cómo sería esa vida?
—No sé pero, seguramente, habrá más luz que aquí. Tal vez caminemos con nuestros propios pies y nos alimentemos por la boca.
—¡Eso es absurdo! Caminar es imposible. ¿Y comer por la boca? ¡Eso es ridículo! Nos alimentamos por el cordón umbilical. Para eso está… Te digo una cosa: la vida después del parto no existe. Aquí se acaba todo… El cordón umbilical es demasiado corto.
—Pues yo creo que hay algo. Tal vez sea una vida distinta a la que estamos acostumbrados.
—Pero nadie ha vuelto del más allá, después del parto. El parto es el final de la vida. A fin de cuentas, la vida no es más que una angustiosa existencia en la oscuridad. Ahí termina todo.
—No sé, exactamente, cómo será la vida después del parto, pero seguro que veremos a mamá, y ella nos cuidará.
—¿Mamá? ¿Tú crees en mamá? ¿Y dónde está?
—¿Dónde? ¡En todo nuestro alrededor! En ella, y a través de ella, es como vivimos. Sin ella, este mundo no existiría…
—No me lo creo… Nunca he visto a mamá. Por tanto, es lógico que no exista.
—A veces, cuando estamos en silencio, tú puedes oírla. Canta. Y muchas veces notas cómo nos acaricia… ¿Sabes?… Yo pienso que hay una vida real que nos espera. Ahora nos preparamos para ella…
Sí, fue una señal oportunísima.
Y termino este capítulo con un suceso que me impactó vivamente.
Lo vivió Carlos Larrieu, médico, doctor en Antropología e Historia y licenciado en Psicología.
He aquí su testimonio:
A finales de los años ochenta, la empresa para la que trabajaba me envió a Belice… Debía llevar a cabo un estudio antropológico sobre una de las etnias: las mujeres arahuacas… En San Pedro conocí a una familia, descendiente de los arahuacos, e hice una buena amistad con ellos… Disponían de una pescadería y la surtían con la pesca que capturaban en las aguas cercanas… Los acompañé en diferentes ocasiones.

Carlos Larrieu. (Foto: Blanca).
Una tarde del mes de febrero sentí la necesidad de salir a navegar… Quería dar una vuelta por el sur de cayo Ambergris… Y salí de San Pedro en la pequeña zódiac de la familia… No dije hacia dónde me dirigía… La zódiac tenía un motor de cinco caballos y un depósito auxiliar… Me hallaba tan absorto en mis pensamientos que no tuve la precaución de revisar el nivel del tanque… Y navegué hasta un lugar conocido como «diez islas de coral», ubicadas a siete millas… Allí no vive nadie… Sólo hay cocoteros y alguna que otra palapa (chozas en las que los pescadores suelen guardar sus aperos)…
En un momento determinado decidí regresar a San Pedro, pero el motor empezó a fallar… Me había quedado sin gasolina…
Comprendí que mi situación era alarmante… No disponía de radio, ni de ningún otro sistema de comunicación… El viento era fuerte y me arrastraba mar adentro… Tampoco disponía de agua ni de comida…
Comprendí: podía morir…
Y me dejé arrastrar… No tenía alternativa…
Caí en un profundo sueño y soñé con una ola gigante…
Me tragaba… Y un pez, que no supe definir en el sueño, me sacaba a flote…
Desperté sobresaltado… Amanecía… La mar se hallaba en calma… Y pensé en mis amigos, los dueños de la zódiac… Quizá, al comprobar que no regresaba, se hubieran hecho a la mar, en mi búsqueda… Pero sólo era una suposición… Además, ¿en qué dirección debían buscarme?…
El viento del oeste arreció, y también mi temor… Me hallaba impotente… No podía hacer nada, salvo rezar… Y en eso vi aparecer una familia de delfines, muy comunes en aquellas aguas… Saltaban alrededor de la embarcación y emitían silbidos, como si comprendieran mi angustiosa situación…
Estaba tan desesperado que me puse a hablar con ellos y les grité:
—¡Por favor, id a San Pedro!… ¡Necesito ayuda!

Delfines: ¿ángeles camuflados? (Foto: Blanca).
No tuve que repetirlo… Al instante desaparecieron…
Y pasaron las horas… Creí que iba a morir…
Pero, a eso de las doce del mediodía, oí un ruido…
¡Era un motor!
¡Dios santo!… ¡Un motor!
Me puse de pie e hice señales con los brazos, al tiempo que gritaba como un loco…
Lo primero que acerté a ver fue un delfín… Dio un gran salto… Detrás apareció la familia, saltando también de forma desordenada… Reconocí a uno de los delfines… Tenía la aleta dorsal de color negro…
Finalmente se presentó la barca, con mis amigos…
Eran Joan y su esposa, Lastenia.
Nos abrazamos, y lloré como un niño.
Y, sin preguntar, el buen hombre comentó:
—Dale las gracias a los delfines. Ellos te han salvado. Llegaron al embarcadero y me hicieron comprender con sus saltos, y con los continuos golpes de sus cabezas en el agua, que algo estaba sucediendo. No lo pensé. Arranqué el motor y los seguí. Ellos me han traído hasta aquí.

Lugar en el que los delfines localizaron la zódiac de Carlos. Cuaderno de campo de J. J. Benítez.
Durante meses, Carlos siguió viviendo con los delfines que le salvaron la vida. Se bañaba con ellos en el embarcadero de San Pedro.
Ellos sabían…