Leo en otro de mis venerables cuadernos de campo:
«8 de octubre de 1985 (martes).
Aeropuerto de Ben Gurión. Tel Aviv (Israel).
Tomo un taxi colectivo (mesher taxi). Viajamos siete personas.
Me deja en el hotel Hilton.
Telefoneo a Elías Zaldívar, de la agencia EFE. Concertada la cita para mañana. Veremos.
La agencia de turismo que me recomendaron en el aeropuerto, para contratar un guía con coche, no responde.
¿Mala suerte?
No lo creo.
Algo me reserva el Padre Azul…
Necesito un guía. Tengo que peinar Israel. Tengo que comprobar muchos detalles… La información contenida en Caballo de Troya es fascinante, pero debo verificarlo todo.
Pregunto en el hotel.
El recepcionista, muy gentil, efectúa un par de llamadas.
Negativo.
Los guías consultados se hallan comprometidos.
Sonriente, a pesar de lo intempestivo de la hora (casi las once de la noche), continúa telefoneando.
Finalmente acierta.
Mañana, a las ocho, se presentará en el hotel un tal Hayyim Hazan.
Tarifa: 100 dólares por día (incluye vehículo). La hora “extra” me costará otros 20 dólares.
Veremos…
9 de octubre (miércoles).
Hayyim, el guía, de raíces hispanas, parece un excelente profesional. Habla cinco idiomas (incluido el árabe), conoce Israel como la palma de su mano y, lo más importante, ha entendido en qué consiste mi trabajo: verificar nombres, distancias, lugares… (todo lo relacionado con el Maestro).
Rumbo a Tiberíades, como si nos conociéramos de toda la vida, confiesa algo sorprendente. Aunque, a estas alturas del “negocio”, no sé por qué me extraño…
Acaba de regresar de Argentina. Un viaje familiar, dice. Hayyim es judío. Sin embargo, desde antiguo, siente una enorme curiosidad por Jesús de Nazaret. Y cuenta cómo un pariente suyo, conocedor de esta afición, le regaló un libro.
—¡Increíble! —exclama, echando mano del volumen en cuestión.
Me lo entrega.
Lo ojeo y sonrío, divertido.
—¿No te parece mágico? —continúa con su monólogo—. Lo llevo en el coche desde que regresé de Buenos Aires. Aprovecho para leerlo en los ratos libres. Y, mira por donde, anoche me llaman del Hilton, me ofrecen un servicio y el cliente es el autor del libro que estoy leyendo…
Al devolverle El testamento de san Juan respondo:
—Cosas del Padre Azul…
Hayyim no sabe a qué me refiero. Me toma por un bromista».
En ese mismo cuaderno de campo leo:
«Datos oficiales.
Hoteles existentes en Jerusalén, en 1985: alrededor de setenta.
Guías de turismo, autorizados para trabajar en cualquier punto de Israel: cinco mil.
Reflexión final:

Hayyim Hazan (izquierda), con J. J. Benítez, en Israel. (Foto: Blanca).
En un martes cualquiera, de un octubre cualquiera, de un año cualquiera, servidor conecta con el hotel y el recepcionista adecuados. Y éste me conduce al único guía —entre cinco mil— que, en esos momentos, lee un libro mío y regalado a veinte mil kilómetros.
Si esto es casualidad, yo soy el emperador del Japón».
Hayyim, con el que hice buena amistad, me acompañó después en otros quince viajes por Israel y Jordania, siempre a la búsqueda y a la comprobación del dato.
Con él viví momentos angustiosos en un campo de minas…
Con él visité muchos de los lugares que, posiblemente, pisó el Maestro…
Con él he vivido bombardeos en la frontera de Israel con el Líbano…
Con él ascendí a lo alto del Ravid y me emocioné profundamente…
Con él he seguido los pasos del mayor norteamericano por Tierra Santa…
Hayyim fue amigo de Marcos Gabriyeh, el hombre que ayudó al mayor en el mar Muerto…[125]
En suma, el Padre Azul sabía lo que hacía cuando lo puso en mi camino.
Siempre estaré en deuda con ambos.