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Kyle, Coryn y los niños solo visitaron cuatro casas. La última fue la buena. Podía verse el mar desde casi todas las habitaciones. Tenía un encanto irresistible. Reunía todos los detalles que habían enumerado para divertirse. Más uno: un amplio jardín sombreado. Los antiguos propietarios les ofrecieron sus viejos muebles de madera agrietada y descolorida por la brisa marina. Kyle y Coryn los conservaron. Se trasladaron tan pronto como los plazos legales y las obras se lo permitieron. Kyle hizo que la pusieran a su nombre y al de Coryn. Casi olvidó que el contador indicaba treinta y un días. Un mes exacto.

 

 

Desde su reencuentro el músico se había escapado para hacerse las analíticas. Decía que tenía compras que hacer y volvía con los brazos cargados de CD y vídeos de artistas mexicanos. Instaló un flamante televisor, un lector de DVD y una cadena de música. Compró también un coche grande, dos guitarras resplandecientes y una mandolina. Sin embargo, apenas tocó sus nuevos instrumentos. Y solo con la punta de los dedos. Cuando Coryn le preguntó por qué, respondió que primero tenía que «amaestrarlos».

Pensó en un piano… En su teclado para los conciertos, y una mañana decidió que se lo enviaran a México, aun cuando la empresa de transportes le dio una fecha de entrega posterior a la que él tenía en mente. No se dio cuenta hasta que abrió la puerta del coche delante de la casa. Los niños se le echaron al cuello. Con el mismo ímpetu con que lo habían hecho el día en que apareció a la salida del cole. Malcolm y Daisy lo abrazaron muy fuerte. Christa sonrió con timidez. Ese día la chiquitina, de pie en la terraza, gritaba dando palmas:

—¡Cal! ¡Cal!

El músico la tomó en brazos. Ansiaba tomarla en brazos todos los días, y tuvo que reconocerse a sí mismo que, en ciertos momentos, la otra parte de su ser, la que habría querido olvidar, borrar, negar, rechazar o, mejor dicho, destruir, ya no existía. Sin embargo, los resultados llegaban tres días después de las malditas analíticas de sangre. Idénticos. Sin mejoría. Pero sin empeoramiento. Kyle respondía:

—¿Sería más lógico morirme? ¿Desaparecer? No es eso lo que quiero, doctor.

 

 

El vigésimo quinto día se esfumó lentamente. El duodécimo. El séptimo. El cuarto. Y llegó el número cero. Y no pasó nada. Kyle volvió a contarlos con los dedos. Luego en el calendario. Jane llamó dos veces. Patsi también. Steve y Jet lo mismo.

—¿Se han puesto todos de acuerdo? —preguntó Malcolm.

—Puede. Están todos un poco pirados, ¿sabes?

—¿Qué significa «pirado»?

—Raro.

—¡Ah! Entonces como tú.

—¿Crees que soy raro?

—Pues sí. Un poco.

—¿Y por qué, Malcolm?

—Compras guitarras nuevas y no las tocas.

—Voy a contarte un secreto —dijo el músico apoyando las manos en los hombros del niño—. Es como con las chicas: hay momentos en los que hay que sonreír, y otros en los que hay que actuar.

Luego, muy deprisa, el niño añadió, después de mirar hacia la cocina donde su madre preparaba la comida, que echaba de menos a su padre, y que habría preferido odiarlo. Kyle se lo llevó de la mano a dar un paseo por la orilla del mar. Coryn los vio desde la ventana, y cuando volvieron no les preguntó de qué habían hablado.

—Ya está. ¿Comemos en la terraza?

—Claro —dijo el músico haciéndose cargo de la bandeja.

Coryn tenía la misma sonrisa que los días anteriores, y Kyle se sintió profundamente feliz por ello. «Hoy es un día como cualquier otro.» Sirvió los platos. Hablaron de las obras que pronto concluirían en la nueva casa. Luego de todo y de nada. Coryn acostó a los niños mientras Kyle quitaba la mesa sin mirar una sola vez al mar oscuro.

A esa hora, más valía esperar a Venus.

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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