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Pasaron los días desde la noche de la cabina telefónica. Coryn no recibió ninguna maldita paliza. Tiró la gorra lejos entre los arbustos y pretextó que había salido a buscar el peluche de Christa, que no encontraba en casa. «He sacado la basura también. Como volvías tarde…» Jack la miró con incredulidad, pero Coryn se puso de rodillas… y él olvidó la basura y el peluche.
La joven mujer tenía el doble de cuidado. Y de paciencia. De dudas. Cambiar de vida es… «¿Sería posible de verdad?» Urdió planes. Los descartó. Los rescató. «Tengo que encontrar trabajo.» Pero ¿dónde? ¿Dónde vivir? En el fondo, una sola pregunta la frenaba.
«¿Y si me quita a los niños?»
Esa pregunta le hizo perder tiempo. La Navidad se acercaba… A Jack le gustaba recorrer las tiendas abarrotadas para comprar regalos. Le gustaban los juguetes, los envoltorios, los nudos, los lazos dorados y las joyas que su mujer resaltaba, sublimaba. Le gustaba ir de la mano de su sublime esposa y mirar a quien la miraba. En concreto, cómo los hombres la miraban y cómo esos hombres lo miraban y cómo ella, «mi mujer», agachaba la cabeza haciendo el silencioso recuento de los días hasta el «pronto».
«Quizá después de Navidad…»