15

 

 

 

 

—¿Qué hora es?

—Mediodía —dijo Patsi.

Estaba sentada en una butaca, enfrente de él, con las piernas cruzadas y los pies apoyados en el borde de la cama. Tenía las botas sucias y húmedas, pero detalles como ese la traían sin cuidado. Observó a Kyle mientras él miraba fijamente el techo altísimo y blanquísimo. Mucho más deslumbrante que la nieve del día anterior, aunque mucho menos que la lámpara de araña monumental cuyas bombillas funcionaban a plena potencia. Lo mismo que Patsi, a quien Kyle encontró muy guapa. Sin dejar de mirarlo, la joven dijo que el hotel databa del siglo XVIII y que la restauración de las molduras del techo, encargada a artesanos franceses, había costado un ojo de la cara a su millonario propietario, el cual, al parecer, encontraba útil mencionarlo en la primera página del folleto.

—Por no hablar de los frescos del vestíbulo y de los pasillos restaurados por italianos. Pero viendo tu cara, imagino que no habrás podido apreciarlos.

En lugar de responder, Kyle dijo:

—No has dormido aquí.

Ella lo miró.

—No.

—¿Dónde estabas?

—No soy la clase de mujer que se queda esperando.

—Eso ya lo sé, Patsi.

—¿Para qué esperar si sé que me encontraré a un zombi?

—¿De verdad piensas que podía no ir?

—Y eso ¿qué cambia? Ni siquiera has ido al entierro.

—Tenía que ir a San Francisco.

—Respuesta estúpida, Kyle. Lo repito: ¿qué cambia que hayas ido? Jane podría haber hecho perfectamente el papeleo por ti. Tiene tu autorización.

—Tenía que ver su nombre en la tumba con mis propios ojos.

—Como si eso fuera urgente.

—¡Patsi, mierda! ¡No hemos cancelado ningún concierto! No hemos perdido…

—No. Pero vuelves con tu careto de los buenos tiempos.

Kyle cogió la shapka que tenía al lado y se la tiró. Ella se la puso y dijo que sería profesional ensayar un mínimo antes del concierto de esa noche.

—¿Dónde estabas? —preguntó de nuevo Kyle.

—Donde me da la gana, como ha debido de decirte Steve. Y eso solo es asunto mío.

—Vivo contigo.

—Vivo con una sombra —replicó ella.

Kyle prefirió dejarlo correr. Patsi tenía razón. ¿Cuánto tiempo hacía que no habían mantenido una conversación? ¿Una conversación de verdad? ¡Oh! El sexo funcionaba entre ellos, desde luego. La química en el trabajo, también. Pero, al decir que vivía con una sombra, Patsi acababa de meter el dedo en la llaga, en eso que se había colado insidiosamente entre ambos cuando se encontraban a solas. Cara a cara. Kyle prefería el silencio al enfrentamiento. Ella prefería las batallas y las respuestas a las preguntas que él consideraba peligrosas de responder. Entonces, sí, por momentos, en ciertas circunstancias, Kyle se convertía en su propia sombra. Y a Patsi no le gustaba ir a tientas. La joven se levantó.

—Si me hubieras escuchado, no habrías ido al entierro y no habrías atropellado a ese niño —soltó, y pensó: «Sin duda».

Kyle se incorporó.

—Patsi, te lo ruego. Eso es lo último que me apetece oír.

—Lo mismo digo, créeme. Solo espero que los padres no nos hagan una publicidad mortal.

—No van de ese palo.

Kyle no estaba disgustado. Era normal que Patsi se lo preguntara. Hablaba en nombre del grupo y resumía el grueso de sus conversaciones durante su ausencia. Salió de la cama y fue al cuarto de baño. Ella lo siguió.

—Creo que esa gente no sabe quiénes somos ni lo que hacemos. No existimos para ellos —dijo Kyle.

Patsi lo miró sorprendida. La imagen de él reflejada en el espejo le respondió.

—Entonces las aguas vuelven a su cauce. Y nos viene bien al mismo tiempo.

Patsi dio media vuelta y anunció que iba a ver a los demás.

—Pídeme un café.

—¡Una mierda!

Después de ducharse, Kyle se puso dos jerséis, recogió la shapka tirada por el suelo y acudió a la suite de Steve, que siempre hacía las veces de sala de reuniones. Tocaba hacer balance de la situación. El colorido fresco del larguísimo pasillo se impuso. Dos angelotes rechonchos sentados sobre unas nubes más rechonchas aún mantenían un curioso combate con diablillos rococós bajo la mirada de una joven pastora y de un cazador con mallas y greñas rojizas y rizadas. Kyle pensó que los restauradores italianos debían de tener apetito porque las mejillas de la joven eran más redondas y rosadas que unos melocotones. Se le hizo un nudo en el estómago, que reclamaba una taza de café ardiendo. Apretó el paso y se encajó la shapka.

 

 

Los otros tres miembros del grupo miraban sin ver un debate político ruso en la tele. Con los brazos cruzados. Salvo Patsi, cuyas piernas también estaban cruzadas debajo de la mesa baja.

Kyle se sentó en el sofá que quedaba libre y empezó su relato. Lo contó todo. Todo lo que no les había explicado por teléfono. Fue preciso en los detalles. En el verde de la cazadora de Malcolm y en sus calcetines de Spiderman con una bonita araña azul sobre un fondo rojo. Habló del sargento O’Neal y del cinturón que debía de oprimirle los intestinos. Del olor acre que reinaba en la sala donde las enfermeras habían bombeado un litro de sangre. Lo soltó todo. Salvo lo que había sentido por Coryn. Lo que ella había removido en su interior. Eso estaba clasificado como secreto de Estado. Una carpeta oculta en lo más profundo de un pasillo de su corazón, sin ningún nombre escrito encima. Una carpeta que solo les pertenecía a ella y a él. «Nuestro secreto.»

—¿Y por qué se soltó de la mano de su madre el dichoso mocoso? —preguntó Jet.

—Dice que vio una ardilla, pero el poli encontró una pelota.

—¿Ese crío es un mentiroso? —preguntó Patsi.

—Nos la suda saber detrás de qué corría.

—Querrás decir que «te» la suda saber detrás de qué corría —corrigió ella subiendo un tono.

—Con cargarnos todas las ardillas de la tierra, asunto resuelto: los mocosos dejarán de estar en peligro —intervino Steve por probar algo divertido.

—¡Joder, Steve!

—¿Qué? ¿Por qué tienes que gritar siempre, Patsi?

—Porque te pensabas que, ahora, yo…

—Los periodistas no se enterarán —cortó Kyle—, si eso es lo que os preocupa. El sargento O’Neal me ha asegurado que será discreto.

—¿Y el personal del hospital?

—No he repartido fotos dedicadas y nadie, aparte del poli…

—¿Qué piensa Chuck? —interrumpió Jet.

El cantante no respondió nada, pero los miró uno a uno. Recordó los calcetines de Malcolm y supo lo que había que enviarle. Steve retomó la palabra:

—Chuck está pensando en un cheque de los gordos.

—No voy a dejar que os impliquéis. Yo estaba solo en el coche. Podéis imaginaros lo que queráis, pero por muy desafortunado que sea, no ha sido más que… un puto accidente. Y si la prensa llegase a saber algo, no hay nada escandaloso que publicar. Yo estaba sobrio y, por las conclusiones del poli, existían pocas posibilidades de que pudiera evitarlo. Chuck sabe lo que tiene que hacer. Confío en él.

—Entonces nada de juicios.

—No. En principio, no.

—¿En principio? —insistió Patsi.

—Eso no es del interés de nadie. Ese accidente solo me concierne a mí. Y punto.

El interrogatorio y sus divagaciones no asombraban a Kyle lo más mínimo. Un grupo es una empresa. Con una imagen que respetar, reuniones, desavenencias y debates para avanzar juntos.

—Bueno, ¿y si ahora hablásemos de cosas que nos conciernen a todos? —concluyó Jet apartando los pies de Patsi—. ¿No has dicho que tenías dos o tres ideas?

—Sí.

—A ver, cuéntanos qué se te ha pasado por la cabeza.

Kyle salió dando zancadas hacia su habitación en busca de su cuaderno. Volvió con la guitarra. Se sentó en una silla y tocó el primer tema que había compuesto en el avión. Luego los otros dos.

—¿Dónde has escrito eso, tío? —preguntó Steve.

—En el avión. ¿Podemos sacar algo de aquí? ¿Qué pensáis? —preguntó inquieto.

—Del primero, sí —afirmó Patsi levantándose—. Del segundo, puede. Pero del último, nada. Es muy muuuy triste. No, no, es muuuy sensibleeero.

—No estoy de acuerdo —dijo Jet—. Me gustan mucho los dos primeros. El tercero… Al tercero habría que hacerle un buen… lifting.

—¿Un lifting? ¡A la basura con él! O al retrete —confirmó Patsi—. Mientras viva, no tocaré eso jamás.

Los otros no respondieron, pero se sonrieron unos a otros, cómplices y divertidos. Los «mientras viva» de su colega se los conocían de memoria. Todos. Había para dar y vender. «Mientras viva, jamás iré de rosa. Solo las botas», «Mientras viva, no pienso cocinar y menos aún lavar la ropa», «Mientras viva, jamás plancharé ropa que no sea mía…».

—¿Y tú, Steve? —preguntó Kyle, y se volvió hacia el sabio del cuarteto.

—Me gustan los tres temas. Incluso el tercero, sí. Creo que podemos sacar algo de ese…

—Steve, eres una nena.

—Todavía no. Pero pienso en ellas. Es la clase de música que les gusta a las tías. A ver, a las «normales», no a las tipo Patsi-que-nos-da-la-lata-con-sus-mientras-viva-desde-hace-años…

Ella le dedicó una sonrisa que habría derretido a un regimiento y anunció que eran afortunados de que tuviese más sentido del humor que la mayoría de las tías «normales», y que ya era hora de ponerse en camino. Que el tiempo se les echaba encima y que el concierto no se retrasaría. Se volvieron hacia Kyle.

—No os preocupéis, estoy en forma.

—Date otra ducha y tómate un litro de café.

—Creo que sobre todo necesito comer.

—¿Qué te apetece?

—Lo que sea, con tal de que llene. ¿Habéis comido algo rico?

—¡Raviolis fríos! —respondieron riendo.

—¿Quedan?

Todos se prepararon mientras Kyle se zampaba deprisa y corriendo algo que pidió que le subieran de la cocina. Casi habría preferido una lata de raviolis a esa especie de papilla de carne indefinible y patatas infames.

—A ver, cuenta… —le dijo Steve acercándose a su oído cuando estuvieron solos en el pasillo.

—¿Qué?

—Antes, cuando Jet te ha preguntado qué se te había pasado por la cabeza, se ha colado. No se te ha pasado por la cabeza, sino por el corazón.

—¿Es una pregunta, Steve?

Sonrió.

—¿Desde cuándo he necesitado yo hacerte preguntas?

—¿Crees que se le puede sacar partido?

—Sí.

—Patsi nunca estará de acuerdo.

Steve se echó a reír.

—¿Desde cuándo han dejado de sudárnosla los «mientras viva…» de Patsi? Venga, ¡muévete! Nos están esperando.

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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