30
Habían reservado al campeón de los vendedores de coches la mejor suite en el hotel «extraconfortable» que él había exigido. «Para mi mujer.» Coryn agradeció a Jack el detalle, deshizo las maletas y lo observó mientras se iba a la oficina de Londres. Su marido se había negado, claro está, a que fuera sola a casa de sus padres, pero transigió en que saliera a tomar el aire con los niños por la tarde. Había localizado por internet un parque cercano, así sabría dónde encontrarla… por si acaso. Patsi habría preguntado «por si acaso ¿qué?», pero no Coryn. De todos modos, se caía de cansancio, los niños se caían de cansancio, acababa de ponerse a llover y todos se durmieron incluso antes de que Jack cruzase la puerta.
Por fortuna, Clark Benton telefoneó y supo convencer a su yerno de que los llevase a casa lo antes posible para poder disfrutar de sus nietos. Al máximo.
—Es que tengo una reunión en la sede…
—Bueno, ¡pues ven cuando hayas terminado! Cenaremos en familia.
Cuando Coryn bajó del coche le costó un poco reconocer a Lewis y Jessy, los gemelos de Brian, el número dos de la hermandad Benton. Su mujer, Jenna, había sufrido poco después de darlos a luz un cáncer de útero. Había tardado años en recuperarse. Sus hijos tenían tres años más que Malcolm, y para la ocasión no habían ido a clase. Llegaron corriendo, con el pelo enmarañado, chorreando sudor de tanto jugar en el jardín, que se parecía más a un campo de minas que al césped perfectamente cuidado de los vecinos. Habría sido imposible definir el color exacto de sus zapatillas, pero sus mejillas estaban como para comérselas. Olían a aire fresco, transpiración y hierba. Tenían los ojos de los Benton, sin dudarlo. Azules, profundos y vivos. «Se parecen a los de Malcolm», se dijo Coryn mientras abrazaba a los niños.
—¿Vienes a jugar?
—¿Puedo? —Malcolm miró a su padre.
—¿Por qué preguntas? —exclamó Clark, y empujó al chiquillo hacia los otros.
Clark estrechó a su hija contra él. En fin, como pudo, porque Christa se acurrucaba contra su madre. El abuelo se acercó susurrándole arrumacos. La niña lo fulminó con la mirada, pero no lloró cuando la cogió en brazos. El abuelo se echó a reír. La pequeña abrió mucho los ojos y lo examinó. Luego sonrió. El abuelo se volvió hacia Coryn, la felicitó por haber hecho un buen «trabajo» y después se inclinó hacia Daisy.
—Hola, preciosa. Eres tan rubia como tu hermana es morena.
—Hola, abuelo.
—Pero ¡mira qué bien hablas!
—Coryn se ocupa muy bien de nuestros hijos.
Clark se incorporó y dijo:
—Eso no lo he dudado nunca, hijo.
El abuelo fue hacia el coche —último modelo— con Christa en brazos, Daisy pegada a sus talones y, tras ellos, Jack, quien cogió de la mano a Coryn. Los dos hombres se extasiaron con los acabados. El suegro miró a su yerno con todo el respeto que le merecía y guiñó un ojo a su vecino preferido, que andaba de capa caída desde que su hija, «la pobre», se había divorciado. Coryn preguntó cómo estaba Brian.
—Está saliendo del pozo y creo que está viendo a alguien…
—¿Y los demás?
Clark habló con detalle de cada uno de sus hijos. Trabajaban todos, y eso que ninguno había cursado estudios superiores.
—El trabajo significa mucho para un hombre. Hasta Timmy, con sus artículos para el periódico, se las apaña sin nosotros.
Añadió que todos acudirían esa noche, excepto Ben, que vivía en Manchester, y Jamy, que había seguido a una pelirroja-con-carácter-de-solterona hasta Dublín.
Los sobrinos de Coryn, acompañados de Malcolm, que ya tenía el pelo alborotado, se pegaron al coche de Jack como imanes.
Jack miró el reloj. Tenía que ir a la sede. Quiso entrar a saludar a su suegra, pero Clark explicó que la enfermera le estaba haciendo la cura en las piernas y que, de todos modos, la vería durante la cena.
—¡Coryn! ¿Te quedas con tus padres? —ordenó más que preguntó.
—¿Adónde quieres que vaya? ¡Hace siglos que no veo a mi hija!
Brannigan apoyó una mano en la nuca de su mujer. La llamaría a lo largo del día. Ella dijo «de acuerdo» y pensó «como de costumbre». Su padre le susurró al oído:
—Vives lejos de la familia, pero tienes una suerte envidiable de haber conocido a Jack, ¿eh?
Las palabras que Coryn había esperado decir se quedaron atascadas en su garganta. Y eso que había repasado infinidad de réplicas. Se las sabía de memoria. Incluso se había entrenado, repitiendo: «Jack me pega, papá», «Jack me fuerza cuando no quiero, mamá», «Jack juega a un juego extraño, Timmy». Pero en ese instante supo que ninguno de los sonidos que podrían formar esas palabras saldría jamás de su boca. De la angustia, sonrió para deleite de su padre. Y bajó los ojos. El padre la llevó detrás de la casa.
—Venid, niños, voy a enseñaros el sitio preferido de vuestra madre cuando tenía vuestra edad.
—¡Oh, sigue en pie! —exclamó Coryn mordiéndose el interior de las mejillas ante el viejo sauce llorón.
Cuando los leñadores quisieron cortarlo, Timmy se cogió tal berrinche que el padre de Coryn tuvo que detenerlos. Les pidió que podasen la parte enferma y curasen el árbol que todos creían destinado a una muerte certera. El árbol había resistido contra lo que quería destruirlo y el duro viento del invierno. A la primavera siguiente, tres insignificantes hojas de un verde plateado sorprendieron a todo el mundo.
—Y desde entonces, mira —dijo Clark apartando una rama—, ¡parece que nos va a enterrar a todos!
Coryn acarició las largas hojas aterciopeladas.
—Te estoy viendo cuando tenías cinco o seis años y te columpiabas en las ramas. Tu pelo volaba al viento.
La joven mujer se refugió bajo el follaje que caía hasta el suelo. Apoyó una mano en el tronco. Tantos caminos errados… Su padre solo había querido protegerla. ¿Cómo iba a echarle nada en cara? ¿No albergaba también ella los mismos temores? ¿Cómo destrozas los sueños de alguien? «¿Con qué derecho?»
No tenía el valor de hacer una cosa así. No en ese momento, cuando oyó la voz estridente de la señora Benton:
—¿Coryn?
—Ahora… ahora voy —contestó.
Su padre se fue con Daisy de la mano y Christa en brazos. Coryn se apoyó en el tronco. El corazón le latía desbocado. «¿Qué hago para salir de esta?»
Era la primera vez que Coryn se lo planteaba. Sí, su vida había experimentado una ligera inflexión desde el accidente de Malcolm. Desde Kyle. La órbita que recorría día tras día se desviaba de forma casi imperceptible, pero los científicos que saben medir ese tipo de cosas lo habrían probado, cálculos en mano. Se salía de su recorrido, sin duda, y si esos señores hubiesen despegado la nariz de sus cuadernos repletos de cifras habrían aconsejado a la joven mujer que se inclinara un poco más y lanzase llamadas de socorro para acelerar los acontecimientos.
Pero no contaban con la madre de Coryn.