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Al cambiar de itinerario, al salirse del trayecto previsto, Kyle pasó de la avenida inundada de sol a una pequeña calle oscura. Muy oscura. Sus ojos no tuvieron tiempo de acostumbrarse a la sombra. ¡Oh! Le pareció distinguir una forma que se abalanzaba sobre él y dio un frenazo, pero al mismo tiempo se oyó un ruido sordo y un golpe. Petrificado de miedo, el músico bajó del coche.

Al principio solo vio los zapatos pequeños, después al niño que yacía en la calzada. Inconsciente.

Kyle sintió que se vaciaba de sangre. De vida. Oyó su propia voz implorando: «¡Por el amor de Dios, no!». Aterrorizado, apoyó la mano en el pecho del chiquillo, cuando una mujer cayó de rodillas a su lado. Su larga melena rubia le cubrió el rostro. Kyle contuvo la respiración. La mujer dijo con la voz quebrada:

—¡Malcolm! ¡Malcolm! ¡Soy mamá! ¡Malcolm! ¡Despierta, por favor!

—No lo he visto —balbució Kyle.

Ella no lo oía y seguía hablando a su pequeño. El pelo le caía en cascada sobre los hombros. Malcolm abrió los párpados y los cerró enseguida. Ella le dijo que no se moviera. «Todo va a ir bien.»

Kyle corrió a su coche y pidió ayuda. El tiempo se alargaba de forma extraña. Se oyó dando la dirección exacta cuando vio a un bebé envuelto en un cochecito, a unos pasos sobre la calzada. Comprendió que la madre lo había dejado allí para socorrer al otro hijo. Accionó el seguro del carrito y volvió a acuclillarse junto a ellos. Dijo que la ambulancia estaba en camino. La madre no volvió la cabeza, pero Kyle supo en ese instante preciso que lo había oído.

«Etérea.» Si le hubieran pedido un adjetivo que la definiera, eso es lo que habría dicho. Etérea. Quizá irreal. Su pelo danzaba al viento. Kyle apenas adivinaba su perfil y sus labios, que murmuraban. Tuvo la curiosa sensación de ver a través de ella. Acaso en ella. Se llevó una mano a la frente. «¿Qué he hecho?»

—Lo siento. No… no lo he visto —balbució de nuevo—. Daba el sol en la avenida, y con la sombra que hay aquí no lo he visto, se lo jur…

Ella levantó la cabeza y lo miró. Tenía algo insostenible en los ojos.

—Es culpa mía —dijo en voz baja—. No he podido retenerlo cuando ha echado a correr detrás… detrás de no sé qué… Y… estoy embarazada y con el cochecito…

Volvió la cabeza antes de que Kyle pudiera ver si las lágrimas de la voz le habían subido a los ojos. Kyle apoyó una mano en su brazo. Temblaba. Su cuerpo entero temblaba. «¡Dios mío! ¿Qué he hecho?»

El bebé llamó a su madre, quien se incorporó para cogerlo y volvió a sentarse junto a su otro hijo. Kyle vio entonces que decenas de vehículos y de personas se habían agolpado a su alrededor. No pensó ni por un segundo que alguien pudiera reconocerlo. Esa idea ni siquiera se le pasó por la cabeza, ni a él ni a nadie. Un niño yacía en el suelo. «Sin duda», el niño magnetizaba todas las miradas. Y también su madre, tan hermosa. El viento levantaba sus cabellos. El músico oyó las sirenas a lo lejos. «Estas horribles sirenas…», que llegaron en pocos minutos. Unos policías abrieron paso a la ambulancia. El joven se encontró rodeado de uniformes. Vio que conducían a Malcolm en una camilla hasta el interior de la ambulancia. Unos médicos hablaban con la joven madre, Kyle sopló en un alcoholímetro. La mujer subió al vehículo con el bebé.

—Quiero acompañarlos al hospital —dijo Kyle.

—Pues muy bien, porque es exactamente allí adonde quiero llevarlo —respondió un policía con unos hombros como para desmontar los marcos de las puertas—. Van a hacerle una analítica.

Kyle no dijo una sola palabra. Estaba en ayunas. Lo que lo había embriagado no tenía nada que ver con el alcohol. Era pura rabia. Se resintió más aún con el Cabrón. «Incluso muerto, sigue pudriéndome la vida.»

Kyle habría querido explicarle todo eso a la joven mujer rubia. Lo habría entendido. Estaba seguro de ello. Pero el policía le hizo cumplimentar el atestado del accidente, comprobó las distancias, las trayectorias, el impacto. Kyle se dijo que no había sangre en la calzada. Malcolm quizá no estuviese herido de gravedad… «Sí, pero ha perdido el conocimiento. Dios mío, ¿qué he hecho?»

El agente plegó el cochecito con destreza y ordenó al músico que se pusiera al volante de su automóvil de alquiler. Kyle obedeció al tiempo que se preguntaba por qué no estaba esposado en un vehículo policial. La respuesta no se hizo esperar.

—Señor Mac Logan, está usted de suerte. Nadie lo ha reconocido entre la multitud.

Kyle no reaccionó cuando el policía lo llamó por su nombre artístico. No tenía precisamente la sensación de estar de suerte.

—¿A qué velocidad circulaba?

—No lo sé. Estaba en un atasco en Preston y me puse nervioso porque no nos movíamos. Luego, después de no sé cuántos semáforos en rojo, salí por la derecha y… me encontré toda esa sombra en Maine. No vi al niño. No lo vi.

—¿Llevaba puestas sus gafas de sol?

—Sí.

—¿Por qué estaba nervioso?

—¿Tengo que confesarme?

—Señor Mac Logan, siga usted mi consejo de… fan: le conviene cooperar.

Kyle dijo que su padre acababa de morir. El policía no rechistó y solo añadió:

—Ya veo…

 

 

Existían pocas probabilidades de que el sargento O’Neal pudiese ver de qué iba todo. Kyle nunca había contado nada de su infancia, ni siquiera en las letras de sus canciones. Cuando le preguntaban por su inspiración sonreía, y Patsi tomaba el relevo respondiendo: «Yo soy su inspiración». Sabía aguantar el tirón y controlaba sus palabras. Luego añadía:

—¡Lo importante es que le viene y no la suelta!

Sin embargo, cierta vez, un astuto reportero de un periódico insistió mucho a Kyle mirándolo fijamente a los ojos. Y dijo demasiado deprisa que había cosas…

—… que solo me pertenecen a mí.

Kyle comprendió su error. Había superado una batería de entrevistas con preguntas mucho más incisivas. Se sintió incómodo, dividido entre la tentación de hablar y la certidumbre de que había que guardar los secretos. Steve adoptó su voz de hermano mayor para susurrarle, una noche, entre bastidores:

—Solo tienes que confesar que te gustan las pelis en blanco y negro de los años cincuenta o que odias los raviolis, por ejemplo. Sonríes, y todos contentos.

—Contigo es fácil.

Steve lo miró un rato antes de añadir:

—Hay días que me apetecería estar en tu piel. Solo por vivir las montañas rusas en las que te montas. Y hay noches que te compadezco.

Poco a poco Kyle había ido dejando que hablaran «los demás». Pero ese día estaba solo frente al sargento O’Neal. Por eso el músico se mostró prudente y le permitió llevar las riendas de la conversación.

 

 

—Cuando le hayan hecho la analítica de sangre podrá llamar a su abogado. Tendrá alguno, supongo.

—Sí. No sé si se maneja en… Dios mío. No acabo de creerme que haya atropellado a ese niño. De verdad que no lo he visto venir.

—Es un accidente estúpido, como todos los accidentes, pero si encontramos rastros de alcohol o de cualquier otra sustancia…

—Estoy en ayunas y no me drogo.

La comisura izquierda de los labios del poli se torció.

—¿Es usted la excepción entre las estrellas del rock?

—Mi curro tiene esto en común con el suyo: cuando estás de servicio, no tomas nada.

—Y el servicio no termina nunca de verdad…

No, Kyle no se drogaba. Ni fumaba ninguna porquería. Le sentaba mal y su voz se resentía durante días enteros. Prefería una buena cogorza de vez en cuando, pero hacía siglos que no había rebasado los límites.

—¿Sabe si la madre del niño ha podido localizar al padre?

—No en mi presencia.

Recordó las delicadas manos de la joven sobre el pecho de Malcolm. La alianza le resbalaba en el dedo anular. Pensó que podía habérsele caído sin que se diera cuenta. Sintió con la misma intensidad de antes que todo el cuerpo le temblaba.

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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