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El abogado de Kyle trató con el que Jack había solicitado en secreto. Conclusión: no habría juicio. Según los hechos, Malcolm había provocado el accidente. Era él quien había cruzado Maine Street sin mirar, saliéndose del paso de peatones. Quedó demostrado que Kyle no habría podido esquivarlo. Que su velocidad y su trayectoria eran normales. Chuck Gavin explicó claramente que un juicio empañaría para siempre la carrera del señor Brannigan en Estados Unidos y que tenía más que perder que el cantante. Jack echó pestes tras las paredes de la bonita casa, pero aceptó los coches, los puzles y el muñeco de Spiderman, así como el dinero enviado por el imbécil del músico. Lo puso en la cuenta de su hijo. Le gustaba ser legal con los números. Así era él. Justo, generoso pero, al mismo tiempo, cuando su mujer no llevaba en el vientre a su descendencia, le atizaba. Podía vivir con «eso» sin que «eso» lo perturbara.

Pedía perdón, ¿o no? Le hacía regalos, ¿o no? En las clases de educación religiosa le habían enseñado que el perdón hace bien a todo el mundo. «Al perdonado y al que perdona», decía su madre. Eso lo había retenido como una verdad de esas que se transmiten de generación en generación.

—Perdóname, mi amor. Te quiero. ¡Oh, si supieras cuánto te quiero…! Me moriría sin ti, Coryn. No lo hago adrede. Es por ti, lo sabes muy bien. Te quiero, no volveré a hacerlo. Blablablá, blablablá, blablablá… Te he traído estas perlas…

¿Cuántas veces había perdonado Coryn sin razón? Demasiadas, sin duda. Había ignorado la vocecita que susurraba que todo «eso» eran sandeces. Porque hay cosas y personas que no cambian nunca. Jack no tenía la menor intención de hacerlo. Pedía perdón después de cada nuevo golpe. Un poco como quien paga el precio de algo… Un poco como si sus actos no tuvieran consecuencias.

¿Acaso habría podido vislumbrar ella que tendría una vida así? ¿Una sucesión de embarazos, de bofetadas, de puñetazos en el vientre, de piernas separadas, de preguntas insidiosas, todo mezclado con dulces promesas, regalos, confort de alta gama? Era sencillamente imposible. ¿Por qué? Porque las cosas son progresivas y nunca ocurren fuera de su contexto. Los días se suceden unos a otros y cada uno aporta su granito de arena, para construir una historia repleta de horrores. El mañana es portador de esperanza. Máxime cuando, durante los embarazos de Coryn, Jack se comportaba con normalidad. Es decir, no le llovían los golpes. Él dejaba escapar algunas palabras. Palabras abominables, pero menos dolorosas que un puñetazo en el vientre, porque la joven mujer no las escuchaba.

Y, además, el nacimiento de sus hijos conllevaba un desbarajuste hormonal y emocional intenso. Todas las alegrías cotidianas. Su olor. Sus bracitos alrededor del cuello. Su piel rozando la de ella. Sus sonrisas… Las promesas de Jack, su amor… Coryn se sabía aislada, dependiente y a merced de su marido, pero nunca se había preguntado si era normal aceptar «eso». No obstante, sensible y delicada como era, tendría que haber presentido que nada cambiaría y que Jack prometía lo que nunca sería capaz de cumplir. Sin embargo, creerlo habría sonado como una condena irrevocable… Estaban los niños. Y, ahora, también la voz de Kyle que le preguntaba: «¿Quiere a su marido?».

¿Era mejor escuchar a un Jack que prometía lo que no podía cumplir o a un Kyle que le pedía que almorzara con él, cosa que no podría hacer? «¿Qué quiere decir almorzar con un desconocido? ¿Quiere decir que le habría gustado tenerme entre sus brazos?»

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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