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—Dígame.
—Mamá está acostada y la almohada está roja.
—¿Tu mamá está dormida?
—Creo que no.
La mujer con la que Kyle hablaba recibió una descarga eléctrica que la recorrió de la cabeza a los pies. Julia Dos Santos siempre había temido oír esas palabras. Se dedicaba a aquel oficio desde hacía cuarenta y cinco años y, cada tarde, volvía a casa repitiéndose como una oración: «Todavía no. Y ojalá que nunca». Aun así, tenía la extraña certeza de que terminaría por suceder.
Era su último día de trabajo. Al día siguiente se jubilaría. Pero… ni el día siguiente ni los posteriores podría quitarse de la cabeza la voz de aquel niño.
—¿Dónde vives, cariño?
—En una casa blanca con rosas.
—¿Dónde?
—En Willington.
—¿Te sabes el nombre de la calle? —preguntó Julia volviéndose inmediatamente hacia el plano de la ciudad.
—No.
—¿Se ve la iglesia desde tu casa?
—Sí. En mi cuarto.
Julia trazó un círculo con el rotulador rojo en el plano de Willington. Luego pidió al niño que describiese algo de la calle que le llamase la atención.
—Hay un garaje con coches rotos.
Julia colocó la punta del rotulador en la entrada de la calle Austin.
—Lo tengo. Y tu casa… ¿qué número es?
—La última.
—Ya sé dónde vives, cariño. ¿Cómo te llamas?
—Kyle Jen-kins —dijo separando las sílabas.
—Kyle, atiende: ¿hay alguien más en la casa contigo?
—No. Solo mamá.
—Cariño, espéranos en la puerta. No te muevas. Vamos enseguida.
—¿Y mamá?
—Ya vamos, cariño. Espéranos fuera.
Kyle no fue al porche a esperar la ayuda. Bajó al dormitorio de su madre. No había cambiado de postura. No oía su respiración. Supo que no volvería a hablar y que pronto ya no la vería nunca más porque la meterían bajo tierra. Entonces trepó a la cama. Apartó la colcha y apoyó la cabeza en su hombro. A lo mejor cantaba… A lo mejor era feliz allí donde estuviera…
Unos minutos después oyó sirenas de coches y pisadas en la gravilla de la entrada. Oyó que se cerraban portezuelas y que lo llamaban a gritos. Los ruidos invadieron su cabeza y alguien abrió la puerta.