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Sí, era Navidad. Y como en una fiesta familiar ideal —donde todos se esfuerzan por evitar los enfrentamientos y las voces alzadas—, tras los postres los comensales se distribuyeron entre la cocina, el salón, las mesas donde se jugaba a las cartas, los sillones y la sala de estar donde estaba el televisor. Ese día debía ser apreciado en su justo valor. Para las mujeres que habían superado el último combate contra sí mismas llegando hasta allí esa Navidad tenía que ser algo excepcional. Un recuerdo al que poder aferrarse los días de pánico extremo.

Coryn se mezcló con el resto de las acogidas en La Casa y, como ellas, realizó idas y venidas entre su cuarto, donde daba el pecho a Christa, y las distintas estancias. Se cruzó con Kyle en varias ocasiones. Se sonrieron, divertidos por haber levantado la vista en el mismo momento, y se buscaron con la mirada haciendo mil esfuerzos por ocultarlo.

Las horas pasaron volando, los inusuales copos parecían como suspendidos y la luz declinó. Encendieron velas y algunas lámparas aquí y allá. Con la penumbra, las guirnaldas recuperaron su brillo alegre. Los niños reían y se divertían. Algunos hacían carreras a cuatro patas por los pasillos, algunos hacían carreras con sus coches, otros se entretenían con muñecas u ocultándose por los rincones, los mayores jugaban a ser los mayores y los tragones reclamaron súbitamente comida. Fue necesario afanarse de nuevo en la cocina. Kyle dudó si ofrecer su ayuda, pero no habría podido resistir el deseo de estar cerca de Coryn. Demasiado cerca de Coryn.

Entonces se dejó atrapar por una cuadrilla de críos y agarró su guitarra por enésima vez ese día. Canturreó, explicó, relató y respondió a sus preguntas mientras todos miraban sus manos como él había observado las de su madre.

Y, en el espacio de unos segundos, la joven mujer rubia permaneció, ella también, inmóvil en el marco de la puerta del salón y, «forzosamente», pensó en las manos de Jack. ¡Oh! Esas malditas manos… Se internó presurosa en el pasillo oscuro. Tuvo que apoyarse en la pared para calmar su respiración. Cerró los ojos. La asediaban demasiadas imágenes. Se despertaban demasiados dolores. Como la noche pasada, la embargaron miles de sentimientos. Estupefacta por estar allí, y sin apenas creerlo. Le costaba convencerse de que nadie la lanzaría por la fuerza a los brazos de aquel individuo que no sabía amarla, que la golpeaba para hacerla callar y la violaba para satisfacerse. «Porque esta cosa no consentida, aunque estemos casados, es sin duda una violación.»

Y luego… estaban los ojos de Christa. Habían mirado y grabado cada uno de los gestos de su padre contra su madre. Coryn no quería que su pequeña los recordase. ¡Oh, ojalá el casete hubiese durado eternamente para demostrar los hechos que tendría que contar una y otra vez! Todo. Hasta el instante en que no le llegaba el aire a los pulmones. Cuando había extendido el brazo y golpeado y golpeado y golpeado a su vez. Cuando, de súbito, Jack quedó inerte. ¿De dónde había sacado la fuerza para apartar su cuerpo del de ella? Nunca lo sabría.

«Lo he hecho.»

En ese 25 de diciembre, pegada a la fría pared del pasillo, la joven mujer se negó a permanecer un segundo más pensando en el horror de la situación para, por el contrario, ver el instante en que la vida le había dado la posibilidad de conocer otra existencia. Esa fuerza que la había invadido la superaba. Ignoraba si esa fuerza seguía en ella o si la había poseído durante solo un momento. Aun cuando el futuro le producía pánico, aun cuando el juicio y el divorcio podían ser para ella una prueba más dura de lo que imaginaba, aun cuando siempre estaría obligada a contener su pasado, Coryn no aceptaría nunca más vivir bajo los golpes y la autoridad de Jack. O de cualquier otro Jack. Ya era libre. Como el viento en los árboles. Libre… de pensar y de vivir. Libre de guardar a Kyle en su corazón. Porque, «¿qué más podía hacer?». Estaba Patsi. Ese hombre llevaba una vida tan… Una vida en la que pensarían el uno en el otro. Con frecuencia. Puede que con mucha frecuencia. Eso sí que era un futuro viable. Entonces la joven mujer rubia abrió de nuevo los ojos. Oyó la voz del músico, que hablaba a los niños. Escuchó algunas notas.

Con determinación, volvió a situarse junto al marco de la puerta. Para conjurar su miedo. Todos sus miedos. Y mirar esas manos que no pegarían a nadie.

Kyle levantó la cabeza en su dirección y, por centésima vez en ese día, sus miradas se enlazaron. Ni él ni ella sonrieron. Coryn fue la primera en apartarla y desapareció en la penumbra del pasillo hasta su cuarto, donde su bebé dormía.

El músico pidió a una niña con pecas y una cinta roja que repitiera su pregunta. Respondió con música y luego se levantó. Se paseó de una estancia a otra. Miró a los niños, a las mujeres. Pensó que cualquier idiota habría dicho que no era casual que se hubiera enamorado de Coryn. Sin embargo, no eran su madre y su pasado lo único que le permitían «sentir» algo por ella. Si estaba enamorado, era porque Coryn era Coryn. Nunca había sucumbido a una sola de las mujeres que habían pasado por La Casa. Pero lo cierto era que a Kyle le importaban poco todas esas teorías y todos esos análisis. Lo que contaba era lo que sentía y lo que traducía en música. Lo que importaba era vivir esa historia. Que se había convertido en su oficio. ¡Y menudo oficio! ¿Cómo prescindir de él?

No era posible ni para él, ni para Patsi, Jet o Steve… Ellos también conocían el éxito y, aun así, no tenían el mismo background. Ninguno de ellos había encontrado a su madre sin vida una mañana. Cuando tenía cinco años. Asesinada por el loco de su padre. Patsi tenía una madre cariñosa y tolerante. Jet y Steve habían nacido en familias sanas y crecido siendo escuchados. Para tener éxito, nunca habían luchado contra nada. Para tener éxito, habían tenido talento y suerte, y trabajaban con afán para vivir de lo que adoraban. «Nunca podré parar esto. Nunca…»

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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