26

 

 

 

 

Los F… aprovecharon unos días de relax en un hotel al borde de la magnífica playa de Palm Beach, cerca de Sídney. Les quedaban cuatro antes de subirse al escenario en Tailandia. Desde hacía dos noches, Patsi se había largado a casa de «una amiga», dejando a Kyle solo en su lujosa habitación.

—¡Porque acabamos pisándonos el uno al otro en estos cuartuchos! ¡Porque me sacas de quicio! Porque pienso como Steve y Jet, y me apetece instalarme en Londres.

—¡He dicho que sí! —había respondido él.

Ella lo había mirado fijamente a los ojos.

—Dices que sí, pero piensas que no.

Dicho esto, dio un portazo. ¿Era el tema de Londres lo que la reventaba? ¿Era otra cuestión? Como en cualquier relación, las cosas empiezan a ir mal cuando A quiere algo de lo que B no quiere ni oír hablar, y eso que para A es fundamental. Los consejeros matrimoniales llaman a esto «un bache natural causado por la rutina del día a día». De cualquier día a día. Los psicólogos sostienen que guarda relación con un conflicto más profundo que aflora en un momento de adormecimiento de los sentimientos. Los sexólogos explican que un juego de ropa interior de encaje negro para la señora sería la solución o, eventualmente, un viaje a Venecia con la maleta llena de juguetes sexuales y otros… placeres. Hay quienes explican, fundamentándose en pruebas, que, en cualquier caso, la culpa es de las respectivas madres. Los más sabios, como Steve, concluyen con un «shit happens» que resume con eficacia la situación.

El productor del grupo, Mike Beals de Crank Label, les había ofrecido poner a su exclusiva disposición el mítico estudio londinense The River, que acababa de adquirir, lo cual era tentador en extremo. Los músicos gozarían allí de todo lo necesario para crear a sus anchas.

Kyle fue el único que había mostrado reservas.

—Pero ¡si ya lo tenemos todo!

—No. Nos falta tiempo. Cada vez que grabamos nos quejamos de la falta de tiempo. ¿En cuántas ocasiones hemos suplicado tener un espacio propio? —había recordado Jet.

—A mí me va bien esta presión. Me gusta trabajar con esta especie de urgencia.

—¡No es eso lo que decías antes, Kyle!

—…

—Pero ¡si todavía estoy oyendo tus gritos diciendo que te habría salido mejor con más tiempo!

—Puede… ¿Y por qué no nos hacemos productores, ya de paso?

—¿Estás dispuesto a encargarte de eso?

Kyle y Jet se quedaron callados. Se miraron. Patsi, que se aplicaba la tercera capa de esmalte rojo, se sopló las uñas y miró a Steve. Jet se había vuelto hacia él.

—Tú que sabes contar más de tres ceros —intervino Jet con impaciencia—, recuerda a nuestro compañero lo que el contrato de Londres supondría para nosotros.

Steve suspiró. Odiaba que lo pusieran en el pellejo del árbitro, pero se apartó la gorra a cuadros hacia atrás, se metió las manos en los bolsillos y, con el tono más neutro posible, resumió:

—Trabajar en Londres implica libertad para crear a nuestras anchas, además de reportarnos un buen fajo de dólares.

—¿Nos pagarán en dólares?

—¡Kyle! ¡Hostias! —reaccionó Jet—. ¿Lo haces adrede o qué? ¡Habría que ser imbécil para rechazar una oferta así!

El músico interrogó a Steve con la mirada.

—Yo también soy partidario. Mentiría si dijese que no sueño con algo así.

—Ya, pero de ahí a instalarse definitivamente donde te congelas…

—¿Es que en San no te congelas?

—Londres no tiene mar.

—Tiene el Táaamesis —respondieron los dos chicos a coro.

—¿Estás hablando del mar?

—¡Mierda, Kyle! ¡Crank nos ofrece un estudio! Para nosotros solitos. Y sabes qué estudio, ¿verdad?

—Desde el punto de vista económico, sería como si nos tocara la lotería —insistió Jet.

Patsi guardó silencio durante toda la conversación, cosa sorprendente. Kyle rozó sus botas de tacones vertiginosos con la punta de las suyas. La chica mascaba chicle y estallaba globos haciendo ruido, con los ojos cerrados. No los abrió cuando Kyle dijo:

—¿Podremos ir cuando queramos? ¿En serio?

—Sí. Está en el precontrato que no has leído —dijo Steve.

—Parece que habéis pensado mucho en mí —repuso, si bien se arrepintió al instante de sus palabras, y del tono y la rapidez con que las había pronunciado.

—Depende de ti interesarte por nuestro progreso, Kyle —repuso Jet, cortante.

—El estudio no es «nuestro», pero tendremos las llaves todo el tiempo. Si eso te tranquiliza, está escrito negro sobre blanco. Aquí. Compruébalo tú mismo.

Steve señaló con el dedo los documentos amontonados sobre sus rodillas. Kyle habría jurado que se lo sabía de memoria.

—¿Y si nos apetece grabar en otros sitios? ¿En otros países? ¿Si la inspiración no me viene en el dichoso estudio?

—¡No veo por qué! ¡Siempre has dicho que te importaba un bledo el sitio donde creas! ¿Qué te pasa?

Patsi levantó sus falsas pestañas, que pesaban una tonelada. Los fulminó con la mirada mientras se enroscaba un rizo en los dedos con gesto irritado.

—Pasa que está lejos de Jane —soltó, y escupió el chicle en la papelera.

Después se levantó, cruzó la estancia y, excepcionalmente, salió sin dar un portazo. Jet y Steve miraron a Kyle. Lo entendían, pero también la entendían a ella. Patsi no sabía de la existencia de Coryn, pero había asimilado que San Francisco seguía teniendo implicaciones.

—Vaya, parece que la cosa está que arde.

—No sé si está que arde o si se enfría.

—Yo digo «shit happens». Y se acabó —esgrimió Steve.

—¿Para cuándo sería?

—Para cuando queramos, Kyle. Pero septiembre parece el momento ideal. Cuadraríamos varias fechas europeas.

—¿Y tu Lisa? ¿Qué piensa de todo esto?

—Lisa filma dos pelis al año y adora Londres —repuso Steve—. En cuanto a Jet…

Les hizo la peineta como punto final. El batería acababa de dar carpetazo a cinco años de «problemas» y no tenía ninguna intención de reabrir el caso.

Steve tenía razón. Se pasaban la vida en la carretera y en los aviones. El propio Kyle ya descontrolaba lugares y fechas. De hecho, si en ese instante le hubieran preguntado cuál era el color de los muebles de su cocina en Los Ángeles habría tenido serias dudas para responder. Bueno, de la cocina de la casa que había comprado con Patsi y donde, por lo visto, ella ya no tenía ganas de poner un pie. Después de todo, ¿qué más daba Londres o Los Ángeles? Respondió que Londres era la ciudad de la música.

—Puedes aprovechar para revisar tu armario —se congratuló Steve lanzando una mirada a Jet.

A los dos se les aflojó la misma risa que cuando salían del colegio e iban a la playa con sus guitarras y sus tablas de surf. Los dos se habían rendido a la moda, a lo que la chica que los acompañaba les hacía ponerse. Los dos, pero no Kyle. Él se vestía con lo primero que pillaba. Los espejos eran como las fotos o los artículos de prensa, nunca los miraba. Le robaba mucho tiempo… ¿Para qué demorarte en algo que, de todos modos, no puedes cambiar?

A decir verdad, la fugacidad del tiempo lo tenía obsesionado. Solo tenía treinta años, pero pensaba que una vida nunca podría ser lo bastante larga para verlo todo y hacerlo todo. Todo con lo que soñaba. Y sin embargo… tenía suerte. Era consciente de ello. Otros tenían menos ventajas. «¿Y Coryn?»

 

 

—¡Kyle! ¡Maldita sea! Despierta.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Steve estaba a cincuenta metros de él. Su inmenso cuerpo parecía ocupar por completo la estancia.

—Mike Beals ha llegado para la firma.

—¡Mierda! —exclamó el cantante saltando de la cama de un bote.

—Patsi está en mi cuarto. El café también.

Kyle se puso los vaqueros, la camiseta blanca, las Converse.

—¿Patsi…? —preguntó.

—Se ha quemado con el sol. Shit happens! —dijo con un guiño.

Kyle siguió a Steve. El pasillo verde chillón impactó en sus ojos como si lo viera por primera vez. Las bermudas de flores de su amigo, también. Patsi estaba conversando alegremente con Mike Beals. Reían. No lanzó ni una sola mirada en dirección a Kyle, quien cogió la taza que Jet le tendía. Todos se sentaron alrededor de la mesa. Mike releyó el contrato con ellos. El cantante no hizo ninguna pregunta. Firmaron y salieron a almorzar a un restaurante de la playa. El sol era tan intenso como el verde chillón del pasillo. El joven no se quitó las gafas oscuras y se maldijo por haberse puesto vaqueros. Los demás se burlaron de él.

—No soy yo quien programa las fechas en esta parte del mundo en esta época del año.

—Ahora que hablamos de fechas, la próxima vez, Mike, no nos cueles un hueco de una semana en esta parte del mundo —soltó Patsi.

—¿Por qué? ¿No tienen buenas cremas solares?

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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