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No era Nochebuena y, por lo tanto, no era para cenar con su hermana por lo que el músico había vuelto a San Francisco, sino por razones de otra índole. El cabrón de su padre se había consumido en la cárcel, víctima de un cáncer de pulmón fulminante. «¡Bravo!» Y si Kyle se había separado del resto del grupo durante unos días no era desde luego para asistir al entierro, sino para ver a su abogado. Y liquidar toda aquella mierda. Para siempre.

Kyle llevó a Jane a La Casa después de la entrevista. El sol relucía en un cielo parcialmente despejado. Cada cual estaba absorto en su propio pasado. Regresaba como un tsunami, imprevisible y amenazando con arrasarlo todo a su paso. Ambos deseaban —en silencio— que esa oleada fuese la última.

Kyle giró en Boyden Street y miró una a una las nuevas casas de la larga calle. Dos plantas, espaciosas, funcionales, un jardín trasero, árboles, flores en primavera, balancines al resguardo de las miradas y piscinas aquí y allá. Recordó el papel pintado de su cuarto de la infancia en Willington. Cohetes rojos y amarillos que se precipitaban hacia enormes estrellas que él miraba sin pestañear antes de dormirse. Seguramente era la primera vez que lo recordaba con tanta precisión. En la planta baja estaba el piano…

Kyle divisó el tejado del inmenso edificio de Jane que despuntaba sobre los demás. Había pertenecido a un rico industrial que en la vejez se había enamorado de Italia. A Jane le gustaba contar a sus residentes que Graham Bosworth y su mujer no se habían llevado un solo plato cuando se mudaron a su nuevo castillo con vistas al lago Mayor. Habían cedido la mansión a la ciudad de San Francisco, que la había transformado en alojamiento para estudiantes. Pero el edificio, demasiado alejado de las universidades y de todo lo que les gustaba a los jóvenes, terminó siendo un refugio que albergaba a mujeres sin ningún sitio a donde ir. Jane lo bautizó La Casa porque era exactamente lo que debía ser.

Kyle aparcó delante del porche. Sus ojos se detuvieron sobre las cuatro cifras de bronce que relucían al sol. La puerta estaba recién pintada en color burdeos. Apagó el motor y miró a Jane mientras esta bajaba del coche.

—¿Adónde vas ahora?

—A quemar esa porquería de chabola de Willington de la que soy el único heredero.

—¡Kyle!

—¡Tendría que haberla quemado hace tiempo!

Jane subió de nuevo al coche. Se quitó las gafas de sol, las dejó en el salpicadero y miró a su hermano a los ojos.

—Eso no habría cambiado nada.

Kyle apoyó la cabeza contra el respaldo.

—¿Puedes decirme cuándo se acaba todo? ¿Cuando la palmas?

—¡Kyle! —exclamó Jane de nuevo.

Kyle suspiró profundamente y apretó la mano de su hermana.

—No te preocupes, venga.

—Siempre me preocuparé por ti.

Kyle sonrió.

—Tampoco me ha ido tan mal, ¿no?

—No es eso lo que quería decir.

—Sé lo que querías decir. Las cosas irán cada vez mejor… Mañana y pasado mañana.

—¿Cenas aquí?

—Puede. No sé aún. Tengo que ir a probar mi nueva guitarra.

—¿Está a punto?

—No. Billy está preocupado.

—Al final, te viene incluso bien haber vuelto.

—Sip. Voy a matar dos pájaros de un tiro.

—Intenta que sean tres.

—¿Y cuál es el tercero?

—Algo definitivo. Algo que transforme tu vida en una vida nueva.

—Tomo nota.

Jane se inclinó para darle un beso. Dijo que estaban de suerte, que el sol brillaba con ganas. Kyle le alcanzó las gafas oscuras a su hermana. Ella susurró justo antes de cerrar la puerta:

—Te quiero, Kyle.

—Yo también.

Jane subió los escalones sin que, no obstante, su inquietud desapareciera. Pero ¿qué podía añadir? Kyle no hablaría más aunque lo dejase atado en el sótano sin comida. Se volvió para verlo dar media vuelta. No recordaba haber dicho «te quiero» a su hermano desde que era… Desde hacía años.

Kyle tuvo cuidado de no arrancar con demasiada brusquedad para no hacer chirriar los neumáticos. Como siempre, parecía sereno. Por dentro, sin embargo, le quemaba eso que lo ponía enfermo. Había deseado tanto que la muerte del asesino lo aliviase de todo aquel odio… De pequeño no le había prestado mucha atención. De adolescente lo había desestabilizado, perturbado y motivado. A veces lo había inspirado. Ahora que había cumplido treinta años, lo único que quería era dar carpetazo a todo aquello y olvidar.

Había dedicado noches enteras a imaginar cómo afrontaría ese gran día, había previsto decenas de posibilidades. Había deseado que le llegase una liberación, y hasta había creído que así sería. Se equivocaba. Su odio era más intenso aún. No se sentía liberado de quien había matado a su madre. Su muerte no solucionaba nada, y Kyle comprendió con terror que ese sentimiento nunca desaparecería. «La tristeza no se borra fácilmente», había dicho Jane hacía tiempo.

—Creer lo contrario es de ilusos —añadió en voz alta mientras consultaba el reloj.

 

 

Eran justo las tres y cuarenta y tres minutos de la tarde, y Kyle avanzaba a paso de tortuga por Preston Boulevard. Echó otro vistazo al reloj y se dijo que iba a perder todo su tiempo en aquel atasco. Perder todo su tiempo. Atrapado sin su guitarra. Todo lo que odiaba. La vida era demasiado corta para dejar que se esfumara tontamente en un atasco. Y, por tercera vez, el maldito semáforo a una distancia de veinte metros volvió a ponerse en rojo sin que pudiera pasar más de un coche. Kyle dio un golpe al volante, rabioso.

En una calle cercana, a unos cien metros del lugar donde Kyle estaba inmovilizado, un niño pequeño volvía del colegio de la mano de su madre. La madre sonreía al bebé que babeaba en el carrito.

El semáforo se puso en verde. Los tres o cuatro vehículos que estaban delante del músico arrancaron y avanzaron unos metros. Kyle tenía que salir de allí. Veía en eso una señal de su situación frente al padre asesino. Bloqueaba su vida. Era evidente. Tan evidente como que no podía cruzar la raya blanca que había a su izquierda. Sin embargo, a su derecha el carril estaba libre. Kyle echó un vistazo al retrovisor. Nadie. Dio un volantazo brusco y aceleró para ir a Maine Street y de ahí a Oak Avenue, pero…

Se produjo el choque.

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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