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Jack estaba de pie junto a la ventana de su celda cuando el guardia exigió que se acostara.
—Ni lo sueñes, colega. Puede que sea Navidad desde hace unos minutos, pero nadie se ha escapado nunca de aquí.
El preso se plegó a sus órdenes e hizo como que no veía las llaves relucientes que colgaban de su cintura y que entonaban la dulce melodía de la libertad. Canturreó para sus adentros que «un buen día…».
—A propósito, Brannigan, mañana tendrás compañía.
—¿Es mi regalo de Navidad?
El guardia soltó una risita.
—Pse. En fin, yo que tú tendría cuidado de no jugar demasiado con él. Es un regalo nervioso, qué digo, explosivo.
Jack subió al catre bajo la mirada tórrida del guardia, quien le deseó con guasa una muy «feliz Navidad». A lo cual repuso:
—Lo mismo digo, señor.
Le dolía tanto la cabeza que se quedó sentado repasando una a una las palabras que había dicho a los policías y a su abogado durante los interrogatorios. Volvió a pensar en lo que había callado. En Mac Logan y en el artículo que la estúpida de su mujer había hecho desaparecer juiciosamente del dormitorio. «Eres astuta. Yo también, mi amor. Y te agradezco de antemano que me hayas dado carta blanca para arrancarle la piel con toda libertad.»
Jack habría sido un excelente ajedrecista si hubiese tenido inclinación por el juego. En fin, por ese juego. La inexistencia del artículo significaba que Coryn no diría nada. «Para proteger al desagraciado de su cantante.» Así que Jack haría lo mismo. «Para no atraer la atención hacia el punto exacto donde quiero golpear.»
¡Oh! ¡Y tanto que sí! ¡Esa era la noche de Navidad y de los deseos! Brannigan hizo su lista como un niño mimado. Jugaría sus cartas con finura y sería muy prudente. No como la araña descerebrada que tuvo la inconsciencia de cruzar el techo justo por encima de un Jack entre rejas. La aplastó con la palma de la mano.
—Feliz Navidad, zorra.