8
Tres golpes secretos. Como tres notas de música. Coryn abrió la puerta. Kyle estaba allí, con una botella de champán en la mano.
—¡Feliz Navidad! También traigo zumo de naranja.
—Gracias.
—Tenía miedo de que te hubieses acostado ya.
—No —dijo—. He… he…
No pudo confesarle que se había quedado dando vueltas por su cuarto, tratando de ordenar racionalmente sus locos pensamientos. Se había tomado dos vasos grandes de agua y había abierto la ventana para dejar que el frío mordaz desinfectara la estancia de sus ideas negras. Mil veces había dudado si volver al comedor. Pero asistir al despliegue de curiosidad no era decente para la joven mujer rubia. De manera que no se le había ocurrido nada mejor que recorrer los doce metros cuadrados de su habitación-salón torturándose el espíritu.
Y en eso Kyle había llamado a su puerta y estaba allí. En su habitación. Sonriendo.
—¿Puedo? —preguntó él señalando el sofá que había junto a la pared.
—Sí, sí.
Se sentó y llenó una copa de champán hasta el borde y después otra de zumo de naranja. Sus gestos eran seguros. No tembló cuando levantó las copas, y Coryn se dijo que notaba que algo fluía entre ambos, como cuando se habían conocido. La ausencia de extrañeza en presencia del otro, un sentimiento que le hacía sentirse natural. Bien. «¿Completa?»
Kyle le dedicó una sonrisa; una invitación. Ella se sentó a su lado y aceptó la copa de zumo que le tendía.
—Pide un deseo. Uno gordo, hermoso. Irracional.
—Creo que ya me ha sido concedido.
—Pide otro —añadió mirándola a los ojos.
Coryn agachó la cabeza.
—Jamás habría imaginado que un día tendría la fuerza de… —Cerró los ojos.
¡Oh! ¡Las malditas lágrimas!
—Sin ti, yo…
—Sin ti y sin tu valentía, Coryn, no estarías aquí. Tenlo por seguro.
No quedaba nada que añadir. Los dos lo sabían. Ella dio un largo trago a la copa de Kyle, notando el estallido de cada una de las burbujas contra sus mejillas, y su sabor y hasta su música. Kyle le pasó el brazo por los hombros, apagó la luz y la estrechó contra sí con la mayor de las delicadezas para no despertar ninguna de sus heridas. ¿O fue ella la que se reclinó sobre él? ¿Cómo saberlo? ¡Y qué más daba, al fin y al cabo! ¿Era o no era Navidad? Y todo lo que Kyle deseaba esa noche era tener a aquella mujer entre sus brazos. Habría querido tener el poder de aliviar sus dolores. De borrarlos. O incluso de absorberlos. Tenía suficiente fuerza para ello. Pero sabía que era desesperantemente imposible.
La luna tuvo tiempo de jugar al escondite con las nubes antes de que los músculos de Coryn se relajaran. Entonces, de forma apenas audible, empezó a hablar. Del instante preciso en que Jack había aparcado su coche deslumbrante a la entrada del Teddy’s.
—Yo acababa de cumplir diecisiete años… y Jack llamaba tanto la atención… En mi casa…
Su voz quedó suspendida y Kyle murmuró «lo sé». Durante largos minutos ella no dijo nada más. Kyle se sumió en su silencio, en su mundo, como Coryn se había sumido en el suyo. La imaginó entrando en la iglesia del brazo de su padre. Debía de llevar la melena recogida en un moño, y su velo, danzar al viento. Había dicho «sí» y había firmado. Seguramente había jugueteado con la alianza en su dedo durante el banquete… ¿Pensaba ella en su noche de bodas?
Kyle volvió a la realidad cuando Coryn evocó sus sentimientos mientras esperaba la llegada de Malcolm. Había aceptado… el resto. Como contrapartida, porque ya era demasiado tarde.
—Lo sé. Es una idiotez. Pero olía tan bien y parecía tan lleno de vida, tan vigoroso, que me dije que había que pagar un precio por tener un bebé tan guapo.
Por su parte, Kyle pensó que ese niño debía llegar. Y no otro. De lo contrario esa noche Coryn no estaría allí, entre sus brazos. A salvo.
«La vida…»
La joven no dijo nada de la primera bofetada de Jack. Ni de las demás. Ni de los puñetazos. Ni de las patadas. Ni de las veces que la había tumbado sobre la mesa de la cocina o sobre la lavadora… Ni de lo que ella veía en sus ojos cuando tenía ganas de jugar. Kyle no preguntó nada ni dejó entrever nada. Coryn debía exteriorizar lo que estuviera dispuesta a contarle. Él quería escuchar lo que ella decidiese decir. Quería sus palabras. Aun así, una rabia asfixiante le corroía cada vez más las entrañas. Rabia que venía a sumarse a la que ya se arrastraba en las profundidades de su ser y se negaba a abandonarlo.
Cuando Coryn le contó lo del cajón y el destornillador, le habló del libro que había ocultado. Kyle supo que si Jack pudiera entrar en ese mismo momento en la habitación donde estaban… «sería capaz de matarlo».
—… Y entonces vi los ojos de Christa. Y la luz roja del magnetófono. Alargué el brazo al máximo y le sacudí con todas mis fuerzas.