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Las mesas del Teddy’s habían sido reagrupadas formando una U. La familia de Coryn estaba al completo. Todos los tíos, las tías, los primos, las primas, la única abuela que quedaba y que perdía ya la chaveta, Teddy, su mujer, sus hijos, Wanda, Lenny y el resto de las camareras fueron invitados. Antes de la comida Jack dio un discurso para expresar lo orgulloso que se sentía de formar parte de esa gran familia, él, que había crecido siendo hijo único y que, por desgracia, había perdido a sus padres hacía unos años. Todos lo bombardeaban a preguntas sin detenerse a escuchar las respuestas. Desfilaron deliciosos manjares, bromas, risas… Las horas también. Durante ese tiempo Coryn miraba su diamante, su alianza y su vestido para olvidarse de sus pies, que los zapatos de satén blanco estaban destrozando. En cuanto pudo se escabulló para ir a ponerse sus viejas sandalias, y a la vuelta los recién casados abrieron el baile con un vals entre los aplausos de los invitados. La madre de Coryn se percató del roñoso calzado que su hija se había puesto a hurtadillas. Y mostró aquella mirada de decepción y reproche que solía anticipar un acceso de ira. Por eso la recién casada no se soltó del brazo de Jack. Sirvieron el champán, el café, los licores, y luego…
Jack decidió que ya había llegado la hora de su postre particular. La puerta del Jaguar se cerró pillando un trozo de velo. Y el coche se alejó sin hacer ruido bajo un cielo desprovisto de estrellas en dirección a la gran casa de Londres.
Jack llevó en brazos a Coryn desde el porche hasta el dormitorio de la primera planta. Coryn reía. Estaba aterrorizada. Jack reía. Sabía que se deleitaría. Ella le rogó que recordara que era su primera vez. Él dijo que lo sabía. Que la primera vez era importante…
Como le había sucedido con su primer beso, a Coryn no le gustó esa cosa dura que la penetró con fuerza. «¿Se dará cuenta?», pensó manteniendo los ojos abiertos durante aquello. Todo aquello. Hasta que Jack rodó hacia un lado de la cama con un estertor… ¡Después de eso! Sin más…
Coryn volvió la cabeza hacia el otro lado. ¡Ah, no! No lloraría. Ni por su infancia ni por su virginidad. De todas formas, ella no lloraba nunca. ¿No había sido la única chica entre diez chicos que habían intentado por todos los medios arrancarle unas lágrimas? Mediante el miedo. El trabajo. La guasa. Por gusto. Tirándole del pelo. Jugando… No. Coryn nunca había llorado delante de sus hermanos. «No voy a hacerlo delante de mi marido.» Marido que se puso a roncar de forma segura y tranquilizadora junto a su oreja, si bien ella no podía cerrar los ojos. Su vida era tan nueva como esa enorme casa. La impresión era la misma. «No sé nada.» Prestó atención a todos los ruidos. Intentó identificarlos en la oscuridad y retenerlos para el día siguiente. Y los días posteriores. ¿Cuánto tiempo necesitaría para fabricarse referencias? ¿Cuánto tiempo para dejar de sentirse terriblemente sola? Y luego, sin ninguna razón, se preguntó si esa casa que olía a pintura reciente, a nuevo, tendría telas de araña debajo de los armarios. Como en la casa de su niñez. «Sin duda.» Todas las casas tenían arañas.
«¿Y por qué estoy pensando en esto? ¿Por qué ahora?»
«Piensas en esto —respondió una voz que no reconoció como suya— para no pensar en que tus pies te torturan y que los sientes tan destrozados como tu vientre.»