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Los primeros días de búsqueda pasaron volando. Interrumpidos por los dos primeros fines de semana, que pasaron en un santiamén. Transcurrió otra semana, exactamente como Kyle había previsto. No desesperó jamás, hizo caso omiso a sus miedos y mostró la foto de Coryn tantas veces como le fue posible. Esa en la que miraba a sus hijos mientras jugaban. La gente se mostró amable y cortés, pero nadie pudo ayudarlo y nadie le ofreció la menor pista. Kyle conseguía hacerse entender siempre con su español rudimentario. Es más, todos comprendieron que buscaba a la mujer que amaba, y solo una persona le preguntó si no era «el mismísimo» Kyle Mac Logan. Un joven de unos veinte años. El cantante respondió demasiado deprisa:
—Afortunadamente para mí, no.
Notó que la mirada del chico se demoraba en sus hombros cuando giró sobre sus talones para marcharse.
El músico dedicó el día entero a recorrer la ciudad. Ya conocía todas las calles principales y todas las playas le eran familiares. De vez en cuando se sentaba en una de ellas. Observaba a la gente durante horas. Ya conocía a los habituales. Se ponían siempre en el mismo lugar, y cayó en la cuenta de que él hacía lo mismo. «¿Acaso todos tenemos un instinto posesivo que nos empuja a creer que el sitio-de-una-vez nos pertenece para siempre? O puede que lo hagamos porque nos resulta tranquilizador… A menos que sea una vieja costumbre de cuando íbamos a clase. O quizá sea por las feromonas…»
Sí, Kyle dejaba que su mente divagara… Todo valía para no pensar en la Cosa que roía su sangre, pues no sentía el menor deseo de tocar ni de escuchar música. Su guitarra dormía apoyada en la pared todas las noches. Ella tampoco tenía ganas de que la alejaran de sus pensamientos. La prioridad del momento era «otra» y el tiempo corría muy rápido.