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A Coryn le temblaban las piernas como nunca. ¿Cómo se había atrevido a tanto en tan poco tiempo? «¿Yo?» Consultó su reloj e hizo un cálculo preciso. A las once horas y tres minutos se topa con Kyle en el refrigerador de los yogures del Sweety Market. A las once y cuarenta y seis abre la puerta de casa. Cuarenta y tres minutos intensos. «¿Los más intensos de mi vida?»
Empujó el cochecito de Daisy con un deleite tan dulce como desconocido. No, el día anterior no se había equivocado. Kyle había sentido las «cosas». Le había hablado de ella. Había visto claro en ella. Y… habría querido almorzar con ella. Durante cuarenta y tres minutos había tenido una vida completamente independiente de la voluntad de Jack.
Coryn no tenía un pelo de tonta. Había entendido que el músico vivía sintiéndose culpable de la muerte de su madre. También había entendido que «en otras circunstancias» habrían podido almorzar juntos. Pero habría sido necesaria toda una batería de circunstancias distintas para que sus destinos se forjaran de otro modo. «Muchas. Demasiadas.»
En esa vida, en ese presente, no era más que un deseo. En esa dimensión, en ese universo, la verdadera vida alejaba a Kyle y a Coryn. En esa vida, en ese instante, la joven mujer veía el terrible sufrimiento de Kyle, pero no el suyo. No era muy consciente de lo que ella misma había dicho… o de por qué lo había dicho.
La pequeña Daisy balbució algo en su trona. Coryn le susurró que el puré estaría listo enseguida. Sí, su realidad era esa. Estaba ante ella y en su vientre. Mientras acariciaba la mejilla de la niña pensó que una puerta se había entreabierto gracias a Kyle… «Pero esta clase de puerta conduce a un mundo que solo existe en las novelas. En la vida real una puerta así se vuelve a cerrar.» La del microondas se abrió. Apenas media hora después Coryn abriría la de Malcolm. «Y cogeré a mi hijo en brazos.»
Sin embargo, lo que Coryn había entrevisto en tan solo cuarenta y tres minutos seguiría obsesionándola. Durante días enteros.