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Era el último día de colegio de Malcolm antes de las vacaciones. Daisy estaba en la guardería. La joven mujer rubia dejó el periódico —neutro— en la mesa del salón. Jack podría comprobar por sí mismo que Timmy no había publicado nada. De hecho, desde hacía un tiempo Coryn no había vuelto a leer nada de su hermano. «Con tal de que no esté ya en Afganistán…», se dijo. Consideró la idea de «pedir permiso» para telefonearle. ¿Y si lo llamaba desde la cabina? Harían falta muchas monedas, y Jack hacía —pedía— las cuentas todos los días. O al día siguiente… «¿O el día de Navidad?»

Terminó de guardar los platos y las tazas del desayuno y se afanó con la colada, para la cual «no necesito el permiso de Jack», pensó. Desde su escapada a la cabina de teléfono la asaltaba esa clase de ideas. Sí, Coryn seguía confeccionando listas, pero listas precisas de lo que no tenía derecho a hacer como las jóvenes mujeres con las que se cruzaba a la puerta del colegio de Malcolm.

En ese instante, mientras doblaba la ropa tras la colada, pensó en las prendas que debería seleccionar. Subió la primera pila al cuarto de Malcolm. La guardó, y se dijo que el niño necesitaba pantalones nuevos.

Fue con la segunda pila al cuarto de Daisy y luego abrió la puerta de Christa con el mayor sigilo posible. La pequeña dormía como un ángel, con los brazos encima de la cabeza. Coryn puso los petos en el primer cajón, los suéteres en el segundo y, por último, tiró del tercero para guardar los pijamas, pero… se quedó con el tirador en la mano. Le fue imposible abrir el cajón. El pánico se apoderó de ella. Desde luego no podría pedir a Jack que la ayudara a arreglarlo. Si para ello tenía que volcar el contenido, descubriría inevitablemente el libro de Mary y el artículo de Timmy. Solo se fijaría en la foto de Kyle. «Dios mío», se dijo mientras corría al garaje para buscar el destornillador adecuado. Destornillador que no encontró en el banco. Ni en todo el garaje. Ni en el segundo coche. Pero sí en el jardín, donde su marido lo había usado dos días antes para reparar el columpio. Coryn lo cogió, desanduvo el camino a toda velocidad, abrió la puerta que daba a la entrada y se topó de bruces con Jack. Llevaba un ramo de rosas en la mano; ella, el destornillador adecuado.

—¡Uy! ¿Estás arreglando algo?

—Quería…

Jack se inclinó:

—Como estoy aquí, ya lo hago yo. ¿Qué es lo que hay que atornillar?

Coryn vaciló medio segundo. De más. Enseguida el tono de voz de Jack pasó a ser seco y cortante.

—¿Qué es?

La joven mujer permaneció inmóvil y Jack le arrebató lo que escondía en la otra mano. Reconoció el tirador de la cómoda. Subió al dormitorio. No se quitó el abrigo ni los guantes. Si Christa no hubiese estado durmiendo en su cama, Coryn habría huido en el acto. Habría cogido las llaves que Jack había dejado en el mueble de la entrada, habría cruzado «la puerta» de la libertad, se habría sentado al volante del precioso Jaguar y habría ido a toda velocidad al colegio y luego a la guardería. Habría sido libre. «Libre…»

Pero su bebé dormía en la primera planta, y Coryn subió la escalera. Cuando llegó al dormitorio, Jack estaba de rodillas, destornillador en mano. No la miró ni una sola vez, pero tiró del asidero del cajón. Sacó una a una todas las prendas que había en él. Ella aguardó junto a la puerta. Pensó inútilmente en el revólver que llevaba, en una funda, bajo su chaqueta. ¿Cómo hacerse con él? ¿Y qué habría hecho de todas formas?

Jack la miró. Coryn se quedó petrificada. Cuando él tenía esos ojos, la joven entraba en otro mundo. Las paredes se cernían sobre ella y solo le quedaba esperar las manos que la molerían a palos. Miró a Christa dormidita…

—Vaya, vaya, vaya… —dijo Jack levantando el libro y el artículo de Timmy—. Esto es lo que mi adorada mujercita esconde en la habitación de su inocente hija.

Se levantó. Estaba a unos centímetros de ella. No gritaría. ¿Para qué?

—¿De dónde has sacado este libro?

—De Londres. Conocí a una chica en un parque y me lo regaló…

El puño de Jack golpeó directamente el vientre de Coryn, quien cayó de rodillas.

—¿Te crees que voy a tragarme eso? Escondes un artículo del desgraciado ese y un libro partido que, según tú, te han dado en Londres, cuando yo sé que él estaba justo en Londres. Espero una explicación, mi amor.

Coryn se asfixiaba y miraba los zapatos de Jack. Estaban perfectamente lustrados y anudados. Los lazos de los cordones debían de medir casi lo mismo al milímetro. Tarde o temprano, recibiría un golpe con la punta de uno de ellos en alguna zona de su cuerpo.

Jack la agarró del pelo y la puso en pie. Le apretaba el brazo, y todo lo que ella pensó fue: «Va a pasar hoy. Hoy es el último día». Alzó la cabeza y miró a su marido a los ojos.

—El libro pertenece a Mary Twinston, a la que conocí en Londres, y el artículo es de Timmy.

—¿Sobre quién?

—Sobre Kyle Mac Logan y su grupo.

—¡Léelo! —le ordenó.

—…

La mano de Jack le golpeó la cara, y este repitió con frialdad:

—Léelo.

«Va a pasar hoy.» Coryn empezó a leer mientras Jack se paseaba arriba y abajo por el dormitorio. Suplicarle que parase era inútil. Jack no se transformaba en otro Jack. Era ese hombre voluble y violento. Coryn sabía que lo que le hacía era inexcusable. Inexplicable. Imperdonable. Y que ella nunca había tenido el valor necesario ni la posibilidad de huir de él. Leía y controlaba su respiración. Su voz. Y Jack se le acercó, sin avisar, sin asestarle un solo golpe. Pero con un giro rápido apretó con una mano el cuello a su mujer. Por primera vez.

—¿Y por qué lo escondes?

—Me haces daño, Jack.

—¿Por qué lo escondes?

—Porque no me dejas vivir.

Los golpes que siguieron fueron tan fuertes que Coryn fue incapaz de luchar. Cayó al suelo en varias ocasiones, encogida. Como un animal. El párpado derecho se le hinchó tanto que no podía abrirlo. La sangre perlaba la moqueta rosa. Jack seguía estirándole del pelo para tumbarla del todo unos metros más allá. Y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez y… una última vez.

Se quedó inmóvil. Junto a la cama. Entrevió a Christa a través de los barrotes. La pequeña lloraba. Su hija lloraba, pero sus gritos no le llegaban. «Va a pasar hoy.» Jack se arrodilló encima de ella y le apretó la garganta con una de sus manazas mientras se desabrochaba el pantalón con la otra.

—No eres más que una guarra mentirosa y una zorra —murmuró aplastándole el cuerpo—. Siempre lo he sabido. Siempre he sabido que me escondías cosas. Como también sé que no saliste a buscar el puto peluche porque olvidaste quitar tus pelos de mi gorra. Esta vez se acabó, Coryn.

Le faltó el aire. Alzó la vista cuanto pudo para ver a su hija por última vez. Pero todo lo que Coryn vio fue el botón rojo del pesado magnetófono que los niños habían encontrado en la cabaña del jardín entre las herramientas. Esa misma mañana Malcolm y Daisy habían estado jugando con el aparato. Se habían grabado mientras cantaban y le habían hecho escuchar el resultado a Christa. Se habían reído todos juntos… «¡Oh! Cuánto se habían reído…»

El instante preciso en que los destinos se cruzan
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