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El músico vio a Coryn y le hizo señas con la mano. La pequeña se incorporó, curiosa por ver lo que hacía su madre.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Kyle señalando la silla vacía en un rincón del despacho.
La joven se apartó para dejarle pasar.
—Los médicos me han explicado la situación de su hijo —dijo con una voz que dejó entrever todo su desasosiego—. ¿Cómo se encuentra usted?
La pregunta la desconcertó. Nadie solía preguntarle lo que ella, Coryn, sentía. Entonces musitó un tímido «bien» mientras se sentaba a la pequeña en la otra pierna.
—No se imagina cuánto lo siento. No sé cómo se me ocurrió tomar esa calle. De hecho, no iba en esa dirección. De no haber sido por ese atasco en Preston, nunca…
Coryn alzó los ojos y Kyle se quedó sin palabras.
—Yo tendría que haber retenido a Malcolm —dijo—. Lo llamé, pero siguió corriendo sin escucharme. Y además tenía el cochecito y…
Ella también calló.
—Lo he recuperado. Está en recepción.
—Gracias.
—Quería… quería decirle que estoy… totalmente sobrio. La analítica de sangre lo demostrará.
Coryn inclinó ligeramente la cabeza. Sin sonreír. Sin hablar. Su mirada parecía haber huido a otra parte. Se sentía culpable, habría jurado Kyle. Pero ¿qué decir? ¿Qué hacer sino estrecharla entre sus brazos, como cantaba el grupo Muse en la radio? «Hold you in my arms.» Pero ¿acaso Kyle podía hacer eso? ¿Eso que de pronto tanto le apetecía? No, claro que no. Todo lo que se le ocurrió fue decir que había traído los documentos del seguro.
—Tendría que mirar usted el croquis y luego deberíamos firmar juntos.
Coryn asintió. Kyle acercó la silla al sillón de Coryn, apartó el portalápices y el teléfono de la secretaria, y dejó las hojas en la mesa.
—Aquí está mi coche y aquí Malcolm.
—¿Y esta cruz de aquí?
En cualquier otra circunstancia, Kyle habría afirmado sin titubeos —sin contener su emoción— que era el lugar del tesoro, pero sonrió tímidamente y dijo:
—Es usted.
Coryn notó que se sonrojaba de los pies a la cabeza. O de la cabeza a los pies, no estaba muy segura.
—Me parece que es exacto. ¿Dónde debo firmar?
Kyle puso el dedo abajo y ella escribió un legible «C. Brannigan» cuando la puerta se abrió. La mujer soltó el bolígrafo mientras se daba la vuelta. Kyle habría jurado que estaba inquieta.
—¡Ay, por un momento he creído que no podría volver! —exclamó la secretaria con un suspiro mientras buscaba un hueco en su mesa donde poner el gran vaso de agua que traía—. ¡Me he cruzado con miles de personas que necesitaban miles de cosas! Como siempre… —Apagó la radio, la empujó a la izquierda y dejó el vaso—. ¿Le apetece también algo de beber a este papá que parece un manojo de nervios?
—Muchas gracias —respondió Kyle realmente nervioso—. Pero yo no soy…
Sin escuchar el final de la frase, la mujer ofreció un trozo de pan al bebé y se dio media vuelta. Estuvo a punto de aplastar a su paso a una curiosa araña minúscula de color marrón claro que se dirigía hacia abajo como temerosa de perderse el comienzo de una película. La araña terminó su carrera rodando hasta los primeros palcos para ver a Kyle lanzar una mirada a Coryn. Cuando sonrieron. Se sonrieron.
—¿Tengo que rellenar también este documento? —se apresuró a añadir ella.
—Sí. Al dorso.
Kyle miró los dedos de Coryn, que danzaban sobre la hoja, y los de la pequeña vestida de rosa, que tiró el pan para arrancarle de las manos a su madre el bolígrafo. Instintivamente, Kyle se inclinó para tomar a la niña entre sus brazos.
—¿Puedo? Parece que tiene ganas de escribir por usted.
—Sí —resopló Coryn.
Desde su escondrijo, la minúscula araña marrón vio como la baby girl pasaba de los brazos intimidados de su madre a los brazos «nerviosos» de Kyle. Y notó la seriedad con que Coryn lo escudriñaba. Vio que la sonrisa del joven tenía un no sé qué capaz de derretir a cualquiera. Incluso a las pequeñas baby girls de ceño fruncido. Entonces el bichito de ocho patas suspiró, se repantigó y se felicitó por haber llegado a tiempo.
—Dime, ¿cómo te llamas, muñequita preciosa?
—Daisy —murmuró la madre sin levantar la mirada.
¡Oh! Coryn no tenía una clara conciencia, pero el nudo que se había formado en su estómago parecía confundirse con el que sentía de niña en las atracciones de feria. En el gusano… Cuando soñaba con una segunda vuelta, y con una tercera. Cuando los sueños iluminaban su vida… Cuando…
—Pues, Daisy, tienes los ojos de tu mamá.
La joven dejó escapar una sonrisa muy discreta —pero una sonrisa al fin y al cabo— y siguió esmerándose en completar cada línea. No estaba acostumbrada a esa clase de tareas; Jack se ocupaba de todo, naturalmente. Tanto que ese día, mientras se aplicaba rellenando las casillas, temía parecer estúpida y analfabeta.
BENTON Coryn; de casada: BRANNIGAN. Nacida en Birginton, Reino Unido.
Kyle dijo que él había nacido en marzo, dos años antes.
—Pero en Willington, en la costa Este. ¡No es tan exótico como usted!
—¡Oh! Birginton no es lo más exótico del mundo. Está en Inglaterra.
—Eso pensé al oír su acento.
Coryn dejó escapar otra de sus discretas sonrisas. Un poco más «sonrisa» que antes y que provocó las ganas súbitas de Kyle de montarse en una atracción de feria.
—¿Dónde está exactamente Birginton?
—En las afueras de Londres.
—¿Está de vacaciones en San Francisco?
—No. Llevamos varios años viviendo aquí.
—¿Echa de menos Inglaterra?
Coryn levantó la cabeza, sorprendida.
—No pienso en ello. No he regresado jamás.
—¿Por qué?
La joven no supo qué responder y se encogió de hombros. Se volvió de nuevo hacia los documentos, y Kyle contuvo su curiosidad y se concentró en Daisy, que enredaba los dedos en su bufanda.
Era la primera vez que tenía en brazos a un bebé de carne y hueso. La sensación lo desconcertó, pero le gustó. Un bebé. No se parece a nada. Te obliga a preguntarte si, un día, tendrás uno. Tuyo… Y con el mayor de los estupores, el músico sintió el intenso deseo de tener un hijo. Hasta entonces la cuestión se había zanjado con un «no» sereno y definitivo. Con la vida que llevaba… Con la mujer con quien la compartía… Con la infancia que había tenido… Con todas esas imposibilidades, el deseo no había aparecido aún. Pero Daisy olía bien, a azúcar y a leche. Y no le quitaba los ojos de encima, como si el trajín que acababa de provocar la divirtiera. Kyle no se hacía una idea de su edad. «¿Menos de un año? ¿Más de diez meses?» Pero en vez de preguntar, tomó con su mano la manita delicada de la niña y esta le agarró índice. Lo apretó con todas sus fuerzas sin dejar de fruncir el ceño. Entonces en voz baja, sin darse cuenta, Kyle se puso a canturrear.
Coryn levantó la cabeza de los papeles. Era la melodía que había oído con Jack en el coche el día de la feria. Justo antes del primer bofetón. En el transcurso de los últimos años había vuelto a oírla en supermercados o en espacios públicos, siempre fragmentos. Le parecía preciosa. Ella misma la había canturreado alguna vez cuando estaba sola. Y le había puesto letra propia. ¡Oh! Una letra sin importancia. Kyle la miró. Coryn se atrevió a preguntarle:
—Esa canción… ¿Sabe quién la canta?
—Yo —respondió divertido.
—Sí, pero ¿sabe quién la ha escrito?
Kyle sonrió de oreja a oreja.
—La escribí yo hace más de diez años. Es una de las canciones de mi primer disco.
Coryn no bajó la mirada. En su rincón, la araña se enderezó sobre sus patas. La película parecía cumplir las expectativas.
—Lo… lo siento. No sé quién es usted.
—¿Ha oído hablar de los F…?
—Puede. Sí. El nombre me suena —continuó Coryn con un tono de excusa—. No tenemos televisor y raras veces enciendo la radio.
—¿Le gusta el silencio?
Coryn murmuró un «sí» que la desconcertó. Reordenó los documentos, planos, sin riesgos emocionales. ¿Cómo explicar por qué no ponía la radio? ¿Cómo expresar lo mucho que odiaba que Jack la sorprendiera en su gran casa y no oírlo llegar? ¿Cómo verbalizar que su marido habría insistido e insistido en saber por qué escuchaba esto o aquello, a puñetazo limpio en el vientre? Solo Jack encendía la maldita radio para que los niños no oyeran nada cuando…
Notó la mirada de Kyle sobre sus hombros y entonces dijo que había crecido entre diez hermanos.
—¡Uau! ¡Diez hermanos! ¡Ahora entiendo que necesite silencio!
—¿Cuánto tiempo hace que canta? —preguntó ella mientras escribía la fecha en el documento.
—Desde que tenía dieciséis o diecisiete años. Quiero decir que cuando tenía esa edad tomé la decisión de dedicarme en serio a la música.
La joven pensó que a esa edad ella se había casado con Jack. Agrupó las hojas y se oyó preguntarle si tocaba algún instrumento.
—No puedo subir al escenario si no es con mi guitarra. Pero de pequeño aprendí a tocar el piano. Mi madre lo tocaba de maravilla.
—¿Ya no?
Kyle aguardó un tiempo antes de responder:
—Murió hace años.
—Lo siento.
Kyle y Coryn se miraron fijamente, la araña contó los segundos y Daisy soltó un gritito.
—Me complace que esta canción haya llegado hasta usted. Una canción que perdura, en general, es una buena canción.
No, a decir verdad, a Kyle le parecía mejor que esa canción hubiese morado en Coryn tantos años y que a la joven le pareciese importante. Abrió la boca para decírselo cuando unas voces acaloradas rasgaron los muros del espacio-tiempo que se había replegado sobre ambos. La joven madre reaccionó al segundo, recuperó a Daisy y se puso casi en guardia.
Jack acababa de cruzar la puerta. En unos pasos había alcanzado a Coryn y le apretaba el hombro. Estaba fuera de sí.