Intriga en Girona
Miguel Ventura, de 60 años, soltero, jornalero, dedicado al laboreo de pequeños terrenos, así como al aprovechamiento de leñas, corcho y otros productos del bosque, bajaba de la montaña después de haber gastado la jornada en tantear lo que daban de sí unos árboles. Con él había estado Bartolomé, su compañero, que vivía de alquiler en la misma masía. Había sido una jornada de duro trabajo. Y al emprender el regreso, Miguel se había parado en el pueblecito más cercano a comprar un kilo de pan porque había consumido todo lo que tenía, mientras que Bartolomé se adelantaba en la bicicleta para esperarle más adelante aprovechando que, aunque fría, hacía buena tarde, ya en el comienzo del ocaso. Miguel, pese a su edad, aparentaba una magnífica forma física y tenía un vigor que le hacía especialmente indicado para los trabajos a los que se dedicaba.
Desde hacía dos años residía en aquella zona, siempre en la masía donde disponía de una habitación espaciosa y con mucha luz. Había sido un buen trabajador y un hombre animoso, pero la muerte de su madre, tres años antes, significó un quebranto difícil de asumir, dando entonces un giro en su comportamiento, que se hizo más descuidado. Las cosas no le habían ido bien desde aquel momento. Por eso se alegró de que Bartolomé le propusiera compartir aquella oportunidad de los árboles de los que habrían de sacar un buen dinero. Era justo lo que necesitaba. Unos días de fuerte actividad que le proporcionaran buenos beneficios. Nunca había sido un hombre de trato fácil, pero desde que faltaba su madre, todavía se había enrarecido más. Era consciente de que no tenía muchos amigos, y de hecho, hasta el dueño de la masía quería echarlo desde algún tiempo atrás. Aunque, claro, había que reconocerle buenas razones, porque las cosas no se habían dado bien y debía el alquiler de seis meses. Eso hacía que no se fiara. Los que le conocían creían saber que guardaba a buen recaudo todo lo que tenía, incluso que llevaba todo su dinero encima, oculto en las botas o en algún lugar del pantalón. Miguel iba pensando en esta angustiosa situación mientras recorría el camino cercano al cementerio. Se preguntaba hasta dónde se habría adelantado Bartolomé con la bicicleta, pues no conseguía verlo por ningún lado. Bartolomé se había portado bien y había que darle las gracias por pensar en él para aquel trabajo que le devolvía la esperanza. Algo distraído observó al borde del camino unos ramajes de pino formando un puesto de cazador de conejos o perdices. Se acercó curioso, y cuando estaba a unos tres metros, se produjo el estampido. La violencia del disparo de la escopeta le alcanzó en el cuello provocándole heridas mortales. Caído en el suelo, observó impotente cómo el autor del disparo se acercaba sin dejar de apuntarle.
Un segundo después le descargaba otro tiro en la cabeza, matándolo en el acto. Un labrador había muerto de dos disparos. ¿Quién lo había matado? ¿Por qué lo habían asesinado?