El rico hacendado
El último día de su vida, José Rubal, de 58 años, se levantó temprano. Tenía la intención de viajar para resolver uno de sus negocios pendientes. La jornada había amanecido brumosa y con abundante lluvia, pero eso no le desanimó. Era de los que pensaban que en los asuntos de trabajo había que ser puntual y riguroso, sin doblegarse nunca ante los caprichos de la naturaleza. Vivía en una aldea de unos quince o veinte caseríos desperdigados en unos diez kilómetros entre bosques, calveros y peñas, dentro de un paraje denominado Valle de Oro, del que era uno de los más poderosos propietarios.
Estaba casado con Adelina, una mujer virtuosa que le había dado tres hijas, las tres también casadas. Las dos mayores se habían trasladado a vivir a otros pueblos de la provincia y la más pequeña, Hermelinda, de 26 años, que le había dado un nieto por entonces de apenas tres años, se había quedado con su marido Carlos, un joven que había sido guardia civil, cuerpo del que se salió para dedicarse a cuidar la gran hacienda familiar. Todos habitaban en una casona de piedra, rústica y noble, de amplias estancias.
Desde ella se dominaban cuadras, corrales y porquerizas con gran cantidad de animales para el consumo doméstico. Entre otras cosas, José era dueño de vacas y soberbios caballos. Además, tres hórreos de grandes dimensiones albergaban los productos de las cosechas, que solían ser abundantes, así como el pienso para los animales. Los excedentes de la producción los dedicaba a la venta en las ferias de las localidades cercanas, todo este poderío económico se debía al esfuerzo de José, que era un hombre de voluntad férrea que no se limitaba a sus tareas como labrador, sino que de forma intuitiva y sin descanso diversificó sus fuentes de riqueza. En este día, que sería el último de su vida, la mayor parte de sus negocios no tenía nada que ver con las tareas de labranza. El objetivo del viaje que se proponía realizar era la reclamación del cumplimiento de los acuerdos de un pacto.
Todo el mundo sabía en la comarca que era un hombre implacable en la reclamación de sus intereses. Por eso, siguiendo esa norma de su vida, aunque el tiempo era desapacible y diluviaba sin parar, José, nada más levantarse y tomar el desayuno, mandó ensillar su caballo. Si bien su hija trató de disuadirle pidiéndole que esperara a que terminara de llover y su esposa le dijo que podría dejarlo para otro día porque no le gustaba que saliera con tan mal tiempo, e incluso su yerno quiso quitarle de la cabeza la idea de salir intentando convencerle de que lo que iba a hacer no corría prisa, José, fiel a su destino, contestó a todos que no le gustaba retrasar las cosas importantes y, tras un frugal desayuno, montó a caballo y se perdió en la bruma tras la cortina de lluvia. Salió de su casa a las diez de la mañana con el propósito de regresar sobre las ocho, todavía de día.
Hizo el camino pensando que aquel desplazamiento tan oportuno era una manera de no perder la jornada, imposible para el trabajo en la tierra, con el agua que estaba cayendo. Ya en la población vecina se entrevistó con las personas que quería ver. Con algunos de los que se vio estuvo tenso, manteniendo discusiones agrias y se mostró exigente con todos.
Después de comer, más o menos cuando tenía previsto, inició el regreso. No había parado de llover, aunque había cambiado de ritmo de forma intermitente y ahora llovía menos que cuando salió. Envuelto en su capote, se encaminó a la casona con la idea de llegar antes de que cayera la noche cerrada.
El caballo, que no podía correr con aquel tiempo tan malo, tardó un buen rato en arribar a un lugar del monte desolado, áspero y solitario. A José siempre le daba escalofríos pasar por aquel sitio. Animado con la esperanza de llegar pronto a su hogar, apretó los flancos del animal para indicarle que se apresurara. Fue entonces, al pasar junto a unos arbustos, cuando le asestaron un tremendo golpe con una barra de hierro. Intentó defenderse mientras le tiraban varias cuchilladas que le alcanzaron en las manos y en el cuello. La fuerza de la agresión le arrancó de encima de su caballo rompiendo un estribo. Una vez derribado en tierra, sin poder defenderse, José sufrió nuevos y terribles golpes en la cabeza con la barra de hierro. Por un momento, tal vez relacionó el mal fario que le daba el sitio con lo que le estaba pasando, pero todo debió de suceder tan deprisa que apenas pudo darse cuenta de que aquella era su última batalla. Una pelea que habría de perder definitivamente cuando sonaron los disparos. Uno de ellos le entró en la cabeza por el lado izquierdo matándole en el acto. Un hombre rico había sido asesinado sin piedad en el monte, pero ¿quién lo había matado? ¿Por qué le habían quitado la vida?