Nada más llegar al ministerio, Yagüe buscó rodearse de jefes y oficiales de probada valía y de toda su confianza. Junto a Barrón nombró jefe de Estado Mayor del Aire al ya citado teniente coronel y piloto Eduardo González Gallarza; secretario técnico al comandante Francisco Iglesias Brage, siendo su ayudante el comandante Carlos Martínez Vara del Rey. Otro de los oficiales de su confianza que se llevó al ministerio fue José Rodríguez y Díaz de Lecea. De este reducido grupo saldrían algunos de los futuros ministros del Aire en tiempos de Franco.
El nuevo ejército aéreo nacía con enormes carencias. Tenía en primer lugar que renovar y acrecentar el número de aparatos, muchos de ellos anticuados y muy gastados por causa de su empleo constante y en condiciones de combate real durante la recién terminada guerra. Necesitaba también repuestos y todo tipo de material de apoyo logístico. Además, España, a pesar de contar con alguno de los mejores pilotos de combate de su época, carecía de pilotos abundantes y de ingenieros aeronáuticos y de mecánicos especializados en aviación. Yagüe se puso inmediatamente en marcha.
Al estallar la II Guerra Mundial, el 1 de septiembre de 1939, España tenía escasamente un millar de aparatos. Al carecer de una industria nacional que pudiese suministrar aviones militares, debía comprarlos fuera de sus fronteras, lógicamente en Alemania e Italia, pero las escuálidas arcas de la hacienda española imposibilitaban la realización de una inversión importante. Una inversión, por otra parte, muy difícil, ya que las naciones amigas, susceptibles de querer vender a España algunos aviones, acababan de entrar en guerra o se preparaban para ella, y por tanto tenían toda su industria militar al servicio de su propio esfuerzo bélico.
Para llevar el Plan Yagüe adelante resultaba imprescindible la ayuda alemana. Debía ser la industria militar del III Reich la que fundamentalmente dotase de aparatos a España, ya que su industria en materia de aviación militar sólo era superada por los Estados Unidos, mercado al que España tenía vedado el acceso por motivos de su posición de «no beligerante» adoptada el 12 de junio de 1940. Sólo la Alemania nazi tenía teóricamente la capacidad y tecnología para suministrar todos los aviones, patentes, maquinaria, materiales y equipos diversos que necesitaba España para conseguir una aviación militar acorde a sus proyectos. A principios de 1940 Yagüe intentó comprar en Alemania todo lo que el Ejército del Aire español necesitaba, pero fue imposible, pues el esfuerzo de guerra consumía todos sus recursos industriales, al tiempo que no quería crear una fuerza aérea importante en una nación europea sobre la que no tenía pleno control. La posibilidad de comprar equipamiento italiano, de peor calidad que el alemán, resultaba aún más inviable, ya que junto a los problemas planteados por los alemanes se unía la peor calidad de la industria aérea italiana y su inferior capacidad productiva. Los oficiales que envió Yagüe a Berlín y Roma no lograron sus objetivos, como quedó claro en el informe confidencial que realizaron con fecha 5 de febrero de 1940. Todos estos proyectos los juzga Payne como grandiosos y poco realistas:
La Guerra Civil había legado a las fuerzas aéreas 1.400 aviones de desconcertante variedad y muy diferente estado de conservación, entre ellos un mínimo de 250 aparatos completamente inútiles. Yagüe tenía en mente un Ejército del Aire enormemente ampliado y modernizado que pudiera hacerse cargo de las misiones estratégicas defensivas de España y garantizar el dominio del mar. Esta nueva y utópica fuerza aérea, que asumiría gran parte de las competencias de la marina, se basaba en la idea de que España no necesitaba una nutrida flota de superficie —algo que, a modo de comentario, mereció un no de Franco en el margen del informe—, sino gran cantidad de submarinos —a lo que Franco respondió con un signo de interrogación— y «muchos aviones» —la respuesta de Franco fue un sí.
Aunque Franco albergaba dudas sobre los presupuestos estratégicos anteriores, el 3 de octubre Yagüe propuso que se incorporaran 3.200 nuevos aviones a las fuerzas aéreas. La propuesta se amplió aún más y se aprobó oficialmente el 21 de junio de 1940, cuando cayó Francia, proyectando la adquisición de nada más y nada menos que 5.000 aviones, que costarían 6.000 millones de pesetas. Una vez más se solicitaron asistencia técnica e inversiones alemanas, pero una misión del Ministerio del Aire enviada a Berlín en mayo sólo logró la contrapropuesta de que el Reich, en todo caso, proporcionaría poco más que ayuda financiera a España para tratar de adquirir aviones en Estados Unidos, algo que podría reducir el número de aparatos que éstos estaban enviando a Gran Bretaña.