El día 5 de junio partió Yagüe en comisión de servicios a Madrid llamado por el ministro de la Guerra, Casares Quiroga. Mantuvieron la primera entrevista —según consta en la hoja de servicio de Yagüe— a la una y media de la tarde del día 6 de junio. Volvieron a entrevistarse a las siete y media de la tarde del mismo día. Mantuvieron una tercera entrevista el día 10, a la una del mediodía, en la que le ofreció elegir el destino que quisiese en la Península o preferiblemente en el extranjero —como agregado militar en alguna embajada—, para tener un cuarto encuentro ese mismo día, a las seis de la tarde, cuando Yagüe informó a su ministro de que estaba muy contento en el destino que tenía al frente de la 2ª Legión del Tercio de Extranjeros.
Durante las entrevistas, Casares Quiroga se mostró extraordinariamente cauto y correcto con el levantisco e indisciplinado jefe de la 2ª Legión. Quería tantearle y saber a través de sus palabras el estado de ánimo, lo que pensaba el ejército de África. Yagüe le contestó que el malestar iba en aumento, sobre todo por estar al mando de las unidades generales y jefes ineptos, indignos e incapaces, lo que desmoralizaba a las unidades. En Historia de la Cruzada se narra con las siguientes palabras esta conversación:
—¿Cómo está el ejército en Marruecos? —le pregunta cuando cree a su interlocutor propicio a una conversación amistosa [Casares Quiroga a Yagüe].
—El malestar va en aumento, señor ministro: los principales mandos están en poder de ineptos, indignas y adulones, lo cual desmoraliza al ejército.
La réplica violenta del jefe militar no desconcierta al ministro. Casares calla y queda pensativo.
—Le he llamado —dice luego— para ofrecerle un puesto que le sea grato en España o en el extranjero... Yo supongo que usted debe de sentirse ya un poco fatigado de África. No será difícil encontrarle el cargo que se acomode a su vocación y a sus gustos...
—Le agradezco, señor ministro —contesta Yagüe—, la deferencia, pero de verdad que no apetezco otro cargo que el de jefe de la 2ª Legión. Insiste Casares, astuto, insinuante, con el propósito de rendir por el halago y la tentación una voluntad que comprende inconmovible. La respuesta de Yagüe es tajante:
—De tener que abandonar África, sería para retirarme.
—No podemos —le ataja el ministro de la Guerra— prescindir de un jefe tan brillante.
—Todo lo que soy —le responde Yagüe— se lo debo al cariño de mis compañeros, y no a mí: no me separaré de ellos. Quiero que mi conducta sea clara y ejemplar; de no volver a África, inmolaré el uniforme, que es lo que más quiero después de mis hijos. Y lo haré sin titubeos.
Casares, por todo comentario, responde:
—No lo entiendo.
—Me ha dicho usted al empezar la conversación —expone Yagüe—, honrándome mucho, que en mí había usted conocido un militar. Tal vez por eso no me comprende, porque hasta ahora los que con tal título han hablado con usted tienen poco de militares, aunque vistan uniforme y luzcan entorchados.
El ministro elude la contestación.
—Insisto en mi propuesta y le dejo que la medite.
—Ya la tengo meditada —anticipa Yagüe—: las horas que transcurren no han de influir para nada en mi determinación.