XII ¡ARRIBA, ESCUADRAS, A VENCER, QUE EN ESPAÑA EMPIEZA A AMANECER!
El 1 de abril de 1939 la guerra había terminado. España, la España nacional, se teñía de azul en todas y cada una de sus esquinas. De todas las fuerzas políticas que se habían aglutinado bajo la bandera roja y gualda, la Falange era la que había resultado vencedora indiscutible del proceso darwinista que el conflicto civil había provocado en la sociedad española. Falange era una ideología de tiempos heroicos y, sin lugar a dudas, no había existido desde la Guerra de la Independencia un suceso más crucial para la vida de los españoles que la guerra que acababa de terminar.
Antes del 18 de julio el nacionalsindicalismo, forma españolizada de los valores, ideología y estética del fascismo en su proyección hispana, había tenido escaso éxito en la sociedad española. Era una ideología demasiado nueva, vanguardista e intelectualmente rompedora para que la sociedad española de las décadas de 1920 y 1930 pudiese comprenderla, asumirla y apoyarla de forma masiva.
Hasta el inicio de la guerra las ideologías que reinaban en España eran las de siempre. Las elecciones se sustentaban en los viejos idearios políticos surgidos de la Revolución Francesa y de sus secuelas revolucionarias de 1820, 1830 y 1848. Liberalismo y nacionalismo habían nacido como consecuencia directa de estos sucesos. Incluso los partidos aparentemente revolucionarios, y entonces más actuales, hundían sus raíces en los viejos ideales nacidos en el calor del París de Danton, Robespierre y Graco Babeuf. Pensadores y políticos como Owen, Saint-Simon, Bakunin, Marx y Engels... eran hijos directos de estos sucesos y habían formulado sus teorías políticas en las décadas inmediatas al gran ciclo revolucionario que cambió los cimientos de Europa entre 1789 y 1848.
Las ideologías que estaban más en boga en España durante la II República habían fraguado, en algunos casos, hacía más de un siglo. Anarquismo, socialismo y comunismo pretendían cambiar la estructura social y de poder del mundo occidental con idearios que incluso antes de haber llegado al poder se demostraban como anticuados, irreales e ineficaces. Únicamente el triunfo de los bolcheviques en 1917 en la Unión Soviética había logrado hacer soñar, con algún atisbo de realidad, a los numerosos desheredados, obreros industriales y campesinos sin tierra con un mundo mejor y más justo para sus hijos.
Junto a estas ideologías revolucionarias de izquierdas pervivían los viejos partidos de siempre. Los mismos perros aunque con distinto collar. Los bienintencionados carlistas sobrevivían en España en un mundo que estaba cambiando y en el que no tenían cabida. Su tradicionalismo, defensor de valores ultramonárquicos y absolutistas, con una visión religiosa y social anterior a los cambios de todo tipo que había forzado la Revolución Francesa y el imperio napoleónico, pervivía con razonable fuerza en el alma de algunos españoles, aunque sin que éstos comprendiesen que su tiempo había pasado y que nunca iba a volver.
La derecha, en sus diferentes versiones, estaba sólidamente asentada en España. Tenía un gran éxito entre el electorado, pero permanecía ciega a las necesidades de cambio, modernización y justicia social que reclamaba, a grandes voces, más de la mitad de la población. La CEDA y los populistas seguidores de Lerroux nunca llegaron a comprender que el futuro era suyo: el desarrollo tecnológico del modelo capitalista iba a triunfar trayendo en pocos años una calidad de vida que ningún español, y seguramente ningún ciudadano occidental de los años treinta, podía imaginar. El comunismo, la gran amenaza a las libertades en el medio siglo que siguió al triunfo de la Revolución Rusa, iba a caer solo, fruto de sus contradicciones internas y de su incapacidad para lograr una mejor calidad de vida y una mayor libertad para las sociedades en las que gobernaba.
En la década de 1930 el futuro del dominio social era para las derechas, siempre que fuesen capaces de comprender por dónde iba el hilo de la historia. En España fueron incapaces de promover los grandes cambios sociales y económicos a que estaban obligados a finales de la monarquía de Alfonso XIII y durante la II República española. Su falta de visión abrió las puertas a la revolución anarquista, socialista y comunista, que arrastraría a los españoles a una cruenta guerra civil y a cuarenta años de gobierno autoritario de Franco.
Junto a estos partidos y grupos de la izquierda revolucionaria y de la derecha «de siempre» habían nacido algunos nuevos partidos de centro y centro izquierda, junto a un pequeño grupo de partidos defensores de un rancio nacionalismo periférico. El centro y centro izquierda quedó rápidamente inhabilitado, por sus propios líderes, para desempeñar un papel relevante en el gobierno de España. Personalidades como Alcalá Zamora, Miguel Maura, Alvaro de Albornoz y sobre todo Azaña demostraron, desde un primer momento, su incapacidad para gobernar por su egolatría, su ambición desmedida de poder y falta de visión política. Unos defectos, eso sí, revestidos de brillantes palabras y de discursos supuestamente inteligentes, que les hizo tener en sus manos el futuro de España y echar a perder una oportunidad histórica.
A comienzos de la década de 1930 eran estos partidos, sin lugar a dudas, la opción política teórica mejor y más lógica para la modernización de España, para lograr el cambio de sus anquilosadas estructuras sociales y económicas... Sin embargo, la estupidez de sus líderes y su falta de capacidad para lograr el apoyo popular les arrastró a un estruendoso y trágico fracaso. Junto a ellos, el PNV y los partidos separatistas catalanes y gallegos actuaron decididamente para que una joven República, nacida fruto de una situación de urgencia nacional, se convirtiese en una solución imposible para los graves problemas que acosaban a España.
En este dificilísimo ambiente era en el que los partidos de extrema izquierda —socialistas, comunistas y anarquistas— querían hacer la revolución a cualquier precio; los de centro eran incapaces de actuar carentes de proyecto, de verdaderos líderes y de votantes; y la derecha estaba más preocupada por sus intereses estrictamente particulares que por salvaguardar un sistema político que se les deshacía entre los dedos y que en su día no habían querido o sabido cambiar y proteger. En este ambiente, pues, surgió en toda Europa la hora del fascismo.
En 1922 Mussolini había llevado al poder en Italia a un joven partido que propugnaba un ideario nuevo y rompedor, y que, aparentemente, poco tenía que ver con las viejas ideologías que hasta ese momento habían peleado por conseguir el poder en Europa.
El fascismo se hizo con el gobierno de Italia de forma irregular, pero desde su llegada supuso una ráfaga de frescura y esperanza para muchos europeos hartos de los seniles discursos y promesas de la derecha y de la amenazante revolución que se propugnaba desde la izquierda. Su mensaje moderno, vitalista, nacionalista y ajustadamente patriotero, en el que se mezclaban de forma imperceptible tradición y vanguardia, todo presentado bajo una estética de rabiosa actualidad en su momento —banderas, uniformes, marchas y desfiles, llamadas a la inquebrantable unidad social y nacional al servicio de una gran causa, la patria—, bajo la luz cálida de la Roma imperial de los césares, convertía al fascismo en una ideología imparable.
Mussolini, hoy vilipendiado, se convirtió en el líder con más carisma de su tiempo. Sus discursos, sus gestos teatrales cuidadosamente ensayados, su llamada constante a la defensa de la patria y su permanente manifestación del orgullo de ser italiano, unido a su éxito al salvar a la Italia de Víctor Manuel III de la revolución, le convirtieron en un héroe y en el más popular de todos los primeros ministros que han tenido la monarquía y la república italiana en su historia.
El Duce gobernó desde 1922 hasta julio de 1943. A lo largo de veintiún años convirtió a la recién nacida nación italiana en una potencia industrial y cultural de primera magnitud. Situó a Italia en el grupo de las grandes naciones de su tiempo, y si no llega a equivocarse de bando durante la II Guerra Mundial, no resulta descabellado pensar que Mussolini hubiese muerto en la cama gobernando, entre la admiración y pena del pueblo italiano, y que hubieran asistido a su entierro todos los grandes líderes políticos y gobernantes del mundo.
En la ponderada biografía que Jasper Ridley ha escrito sobre Mussolini se afirma, sin lugar a dudas, la admiración que figuras tan poco dudosas de ideas fascistas como Churchill, Gandhi o Chamberlain tenían hacia el Duce durante los años veinte y treinta: «Lady Chamberlain se sintió más impresionada por Mussolini que la señora Churchill. Le pidió una insignia del Partido Fascista, que puso con orgullo en la solapa de su chaqueta durante su estancia en Liorna [...]. Chamberlain rindió homenaje públicamente a Mussolini cuando habló en Londres en la Conferencia Imperial».[440] En el periodo de entreguerras una importante parte de la población de Europa vio en el fascismo la solución a los grandes problemas y amenazas que atenazaban sus vidas.
El triunfo de la Marcha sobre Roma, la llegada del fascismo, de su nueva ideología, en la que se pretendían unir las reivindicaciones sociales de la izquierda y el patriotismo de la derecha, amalgamados por un sentimiento de modernidad sembrado por los futuristas y por una visión militarista, totalitaria e innegablemente revolucionaria en su organización del Estado, de la sociedad y de la economía, aportado por el propio fascismo, impactó en muchos sectores de la población europea y mundial, hartos de las viejas estructuras y formas de hacer política. En toda Europa, en Hispanoamérica, en países como Estados Unidos, Japón. o Sudáfrica surgieron nuevos partidos inspirados en las formas de gobernar, en el estilo, en el modelo nuevo de sociedad que el fascismo estaba conformando en Italia.
España no quedó fuera de la fascinación que el fascismo provocó fuera de las fronteras de Italia. El dictador Miguel Primo de Rivera, cuando visitó Italia acompañado de su hijo José Antonio, regresó admirado por los cambios y logros conseguidos por Mussolini en tan poco tiempo. Su admiración fue tanta que no tuvo rubor en señalar que le gustaría ser el Mussolini español.
La dictadura de Primo de Rivera, regeneracionista y con un leve aire fascistoide, sirvió para que en la década de 1920 en España nadie se plantease seriamente fundar un movimiento fascista en la línea de los que habían surgido por todo el mundo imitando al creado por el Duce en Italia.
La insospechada caída de la monarquía de Alfonso XIII como consecuencia de una elecciones municipales, y el nacimiento de una convulsa República marcada por continuos desmanes, intentos de ruptura de la integridad nacional y bajo la amenaza permanente de una revolución anarquista, socialista o comunista, hizo lógicamente que algunos sectores de la sociedad española viesen en la creación de un partido fascista la solución a los males que a su criterio sufría la patria.
El 29 de octubre de 1933 se celebraba en el madrileño Teatro de la Comedia el mitin fundacional de Falange Española. En él hablaron José Antonio Primo de Rivera —líder indiscutible del nuevo movimiento—, junto a García Valdecasas y Ruiz de Alda. Falange nacía técnicamente como un partido antipartido. El fascismo español, a imitación del italiano, surgía como la auténtica revolución de la modernidad, como la auténtica expresión de un pueblo latino y católico que transcendía el materialismo y la artificialidad de la política, elevando la cultura popular y el ambiente nacional a la altura de una misión violenta y trascendental.[441] Desde un principio los falangistas pidieron la unidad nacional sobre todas las cosas, la independencia económica de España, el fortalecimiento de su ejército y de su marina de guerra. Defendían un nacionalismo autoritario y militarista, con fuertes exigencias económicas y una gran conciencia social. Falange nacía contra las «izquierdas venenosas y antinacionales y las derechas pusilánimes y egoístas».
Falange se fundaba para superar las deficiencias de los partidos de izquierdas y derechas, por encima de la lucha de clases, para defender a cualquier precio la unidad nacional, e implantando un modelo de Estado moderno y autoritario, al estilo del que gobernaba exitosamente en Italia desde 1922.
Falange ofrecía una idea política nueva, de avanzado contenido social y decididamente opuesta al marxismo, comunismo y socialismo. Sostenía una suprema concepción del ser humano como portador de valores eternos, uniendo de manera exacta la filosofía política con la moral católica. Formulaba una arquitectura orgánica de la representación y la participación política que venía a destruir el mito de la representación inorgánica detentada por los partidos políticos en exclusiva. Afirmaba con rotundidad, frente al separatismo vasco, catalán y gallego, la indisoluble unidad de España, aunque, eso sí, reconociendo sus diversidades regionales. Finalmente, consideraba a las fuerzas armadas como una de las columnas vertebrales de la sociedad, al tiempo que reclamaba el papel —dentro de una visión claramente expansionista— que le correspondía a España, a los españoles, a su cultura y su lengua, en el mundo de mediados del siglo XX.
Desde su fundación, Falange fue un partido minoritario. En las elecciones de febrero de 1936 sólo consiguió 44.000 votos en toda España, el 0,7 por ciento. Ni un solo falangista salió elegido. En estas fechas estima Payne que Falange podía llegar a tener unos 20.000 miembros,[442] entre afiliados y adheridos, incluidos algunos estudiantes menores de edad. Cifras muy exiguas a pesar de ser un partido interclasista, con afiliados de todos los grupos y clases sociales. Su cualidad más destacada era la gran cantidad de jóvenes —estudiantes y trabajadores— e intelectuales que formaban en sus filas. Era en aquellos momentos la ideología de las vanguardias intelectuales y que gobernaba en muchos países de Europa. Se puede decir que en los años treinta la sociedad española no se encontraba en los mismos niveles culturales, sociales y económicos que las naciones de su entorno, y esto provocaba que la Falange tuviese un éxito mucho menor que sus partidos hermanos en Italia y Alemania, ya que en materia política la sociedad española iba al menos medio siglo por detrás que las grandes naciones europeas.
Entre los falangistas de primera hora, junto a sus líderes José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, nos encontramos intelectuales y artistas de primera fila, como Agustín de Foxá, Dionisio Ridruejo, Giménez Caballero, Sánchez Mazas, García Serrano, Rosales, Tovar, etc., que estaban al corriente de las vanguardias y movimientos culturales y políticos que imperaban en la Europa de su tiempo. Incluso figuras tan prestigiosas como el líder monárquico y derechista Calvo Sotelo, que aunque no llegó a ingresar en Falange, declaró en varias ocasiones su admiración, respeto y afinidad ideológica con los valores y formas de gobierno propugnados por el fascismo.
Entre los jóvenes afiliados a Falange nos encontramos nombres como los de José Antonio Girón, Manuel Valdés Larrañaga, Agustín Aznar, etc., que habrían de destacar y desempeñar importantes papeles en diferentes sectores de la sociedad española en las décadas siguientes.
El carácter nacionalista, modernizador, en línea con el regeneracionismo español de principios de siglo, y su estilo y planteamientos netamente militaristas, hizo que muchos militares profesionales viesen con simpatía a Falange. No podemos olvidar los éxitos alcanzados por Italia y Alemania y el desarrollo que sus fuerzas armadas habían alcanzado con Mussolini y con la llegada de Hitler al poder. Las importantes reformas militares acometidas en Alemania nada más ser nombrado Hitler canciller fueron vistas con enorme simpatía por una oficialidad que, en gran medida, era tradicionalmente germanófila y que tenía en el ejército prusiano un modelo a imitar, prestigio que con la llegada de los nazis al poder se había visto reforzado. ¿Si Falange llegaba al poder no haría lo mismo?
No fueron pocos los jefes y oficiales de las fuerzas armadas españolas que manifestaron sus simpatías por el nuevo partido fascista español fundado por el hijo del dictador Primo de Rivera. Unos de estos militares que antes de la Guerra Civil se vinculó a FE de las JONS fue el teniente coronel Yagüe. Junto a él, otros militares se afilaron clandestinamente a Falange, pasando a estar encuadrados en la estructura paramilitar y netamente conspiratoria, aunque no antirrepublicana, que lideraba José Antonio Primo de Rivera.
En el archivo secreto de militares afiliados a Falange, que en la actualidad parece estar en posesión del investigador José Luis Jerez, junto a Yagüe seguramente nos encontraríamos nombres como los de Asensio, Muñoz Grandes, Iniesta Cano, Beigbeder, etc. No olvidemos que durante la maniobras en el Llano Amarillo eran muchos los jóvenes oficiales del Ejército de África que gritaban «CAFÉ» (Camaradas, Arriba Falange España) a pleno pulmón.
Cuenta José I. Escobar que Yagüe era un falangista convencido, al que gustaba cuadrarse antes del 18 de julio ante un modesto comerciante de Valencia, Ramón Cazañas, al que José Antonio Primo de Rivera había nombrado jefe territorial de Falange en Melilla.
Para el historiador y general Alonso Baquer, el general falangista por excelencia era Yagüe: «El portavoz de esta alternativa no era más que un teniente coronel en 1936. [...] Cerca de él se va a situar, temporalmente, el coronel Juan Beigbeder y un conjunto de nombres que incorporan a Muñoz Grandes, a Moscardó, a Barrón, a Serrador, a Asensio Cabanillas y a los jurídicos de la Armada Fernández Cuesta y del ejército José Solis».[443] Para Ridruejo es también Yagüe el militar que mejor representaba la tendencia falangista, una de las dos predominantes entre los militares profesionales al terminar la Guerra Civil.
En los prolegómenos del alzamiento militar del 18 de julio Yagüe ya estaba claramente identificado como azul, posición que se acentuó nada más dar comienzo la guerra y que quedaba evidenciada por su costumbre de llevar camisa azul de uniforme y tener siempre en su escolta personal miembros de las milicias de Falange. García Venero señala las buenas relaciones existentes entre Yagüe y Hedilla, que llevaron al nacimiento de una corriente entre los azules para nombrarle jefe de la Primera Línea —las milicias de FE de las JONS—, lo que hubiese convertido a Yagüe en uno de los hombres de confianza de Hedilla y pilar fundamental en las rencillas internas y durante el proceso de la unificación.
Yagüe, desde antes del 18 de julio, era claramente falangista. No sólo un simpatizante y votante del pequeño partido de José Antonio: era también un afiliado que unía en su persona la doble militancia en FE de las JONS con su participación activísima en la conspiración que preparaba Mola. No existen testimonios escritos sobre si Yagüe informó a sus jefes en Falange acerca del golpe de Estado que se preparaba, pero sí podemos formular la hipótesis, sobre bases razonables, de que la Falange tenía noticias de aquél, entre otros por Yagüe, aunque carecía de los detalles del lugar y el momento en que se iba a producir. Éste no informó de estos detalles en buena medida porque no se conocieron exactamente hasta un poco antes de producirse, pero también por considerar que el apoyo que podían dar los falangistas al golpe era mínimo y los riesgos de que muchas personas conociesen los datos exactos podía frustrarlo. Yagüe era consciente de que una vez que se produjese la sublevación inmediatamente podría contar con los afiliados a Falange, como así ocurrió, sin necesidad de tenerles al corriente con exactitud de lo que se preparaba. En el verano de 1936 mucha gente, de ambos bandos, sabía que un alzamiento militar estaba en marcha y que más tarde o más temprano se iba producir.
Resulta incuestionable que durante los primeros meses de la guerra los falangistas tuvieron un papel muy destacado tanto en los combates, gracias a la formación de unidades de milicias —bajo el nombre de banderas— como en la represión de los partidarios del Frente Popular.
Los escasos miembros que tenía Falange antes del inicio de la guerra habían sido objeto de una especial persecución por parte del Gobierno del Frente Popular y de las milicias de los partidos de izquierdas. Anarquistas, socialistas y comunistas se habían ensañado especialmente contra los militantes de Falange, siendo la lista de asesinados y encarcelados enorme, especialmente para un partido que contaba con tan pocos afiliados y seguidores.[444]
Al comienzo de la guerra los numerosos falangistas que habían quedado en la zona republicana fueron perseguidos con encarnizamiento por los seguidores del Frente Popular, lo que resultó fácil dado su escaso número y al ser prácticamente la totalidad de sus militantes conocidos de sobra en las ciudades y pueblos donde vivían. Así, fueron masivamente confinados en las numerosas checas que poblaron la España republicana, siendo asesinados y masacrados durante las sacas que se produjeron durante toda la guerra. En muy pocos casos fueron sometidos a juicio, y casi siempre condenados a muerte —como el propio José Antonio Primo de Rivera—, por lo que fue muy escaso el número de falangistas que cayó en manos de la República y que pudo salvar su vida, casi siempre fugándose de la prisión o por medio de un canje. Por todo esto no resulta extraño que en el contexto de una terrible guerra civil los falangistas, una vez iban ocupando las tropas franquistas diferentes poblaciones, tomasen una decidida actitud represora con el claro objetivo de desquitarse y tomar venganza de los desmanes que sobre sus camaradas de partido se habían cometido por parte de las milicias rojas en el tiempo que la ciudad o pueblo recién conquistado había estado bajo control republicano.
Este tipo de represión desorganizada duró en la zona sublevada aproximadamente hasta noviembre de 1936, momento en que las autoridades militares empezaron a imponer el sistema de los tribunales de guerra que, a pesar de su carácter extraordinario, atemperaron de forma importantísima los fusilamientos indiscriminados, aunque con las lógicas pérdidas de garantías que conlleva cualquier sistema sumario militar respecto al sistema civil de justicia en época de paz. En la zona republicana, hasta el mismo final de la guerra se siguieron realizando fusilamientos indiscriminados por parte de los partidos y milicias que integraban el Frente Popular, sin que los tribunales de guerra lograsen convertirse en un sistema normalizado de aplicación de la justicia contra los enemigos de la República. Es de sobra conocido el intento de fusilamiento en las últimas semanas de la guerra en Cataluña del intelectual falangista Sánchez Mazas, hecho que narra la novela Soldados de Salamina.
Si es cierto que los falangistas tuvieron un papel destacado en la represión de los primeros momentos de la guerra, también lo es que del pensamiento social joseantoniano surgieran los primeros puentes, las primeras palabras y discursos de reconciliación de la España franquista.
En las filas de Falange, junto a un grupo de españoles que aspiraban a eliminar los partidos políticos y la lucha de clases, superándola, se encontraban otros vistiendo la camisa azul mahón obrera, provenientes, en muchos casos, de la izquierda, que encontraron en el falangismo una ideología con importante carga social y sin hipotecas internacionalistas. Así, Manuel Mateo venía del PCE y Nicasio Álvarez de Sotomayor de la CNT, por ejemplo. Esto les permitía trabajar para un nuevo y distinto modelo de sociedad que se les antojaba mejor y más justa, pero a veces era también la única forma de salvar la vida y de poder volver a reintegrarse a la sociedad española una vez evidenciada la victoria de Franco y sus partidarios. Muchos son los antiguos seguidores de partidos de extrema izquierda que encontraron en la Falange un nuevo ideal. Un buen ejemplo es el de Gerardo Salvador Merino, que venía del PSOE y sería jefe de los sindicatos azules; o el diputado en Cortes, durante todas las legislaturas franquistas, y presidente del Sindicato Vertical del Transporte, Vicente García Ribes, perteneciente a una familia de ferroviarios de tradición anarcosindicalista.
La derecha de siempre, la derechona que diría Umbral, en muchos casos enfundada en la camisa azul de la Falange, ocupando importantes cargos en el nuevo Estado del 18 de julio, acusaba a Falange y a los falangistas —a los de primera hora y a aquellos que seguían su ideario de ser una especie de partido de izquierdas. No en vano hablaban los azules de hacer una revolución social, económica y de las conciencias, su tan llevada revolución pendiente, la revolución nacionalsindicalista que debería trastocar el orden tradicional imperante en la España de la Restauración y que la II República no había podido realmente cambiar.
Una vez terminada la guerra se produjo un sentimiento de frustración en Yagüe y en muchos falangistas sobre el futuro de la victoria, debido a la gran cantidad de advenedizos que, vestidos con camisa azul, aprovechaban la coyuntura para beneficiarse personalmente o para llevar adelante actuaciones políticas que ni las urnas ni las armas les habían permitido practicar con anterioridad. El tirón popular de Falange durante la guerra civil y primeros años de la posguerra era innegable, cuando la Italia fascista y la Alemania del III Reich parecían ser los modelos de Estado llamados a dirigir Europa. Esto posibilitó que muchos aventureros y políticos de otros credos e ideologías hiciesen su agosto a la sombra de la bandera roja y negra.
En abril de 1943 recibe Yagüe una carta de su amigo el arquitecto burgalés y falangista José Luis Gutiérrez Martínez, en cuyas líneas se puede leer un buen análisis de por dónde iban los tiros en política, a criterios de muchos azules, junto a algunos comentarios sarcásticos y premonitorios sobre el futuro de España:
La dispersión de todos los amigos me ha dejado, políticamente, completamente aislado, por lo que agradezco mucho que, de vez en cuando, os acordéis de mí dándome ánimos para soportar la presencia de los enemigos, que ya ni siquiera nos combaten, por estimar que estamos completamente triturados.
Viven muy satisfechos, prostituyendo nuestra doctrina, a la que pretenden servir con el acatamiento de lo externo (uniformes, saludos, etc.), pero de la que ansían no dejar ni el recuerdo.
En los desfiles, las tribunas repletas de jerarcas, que es el disfraz adoptado por las antiguas fuerzas vivas, están ocupadas por las mismas personas (tanto en lo físico como en lo ideológico) que nos dirigían en los tiempos de Bugallal o de González Besada, y menos mal si, por la marrullería adquirida en el curso de los años, no resultan peores que aquellos inefables gobernantes.
Hay, pues, que limitarse por el momento, y procurando pasar desapercibidos, a la actividad profesional y a concurrir, los domingos, a los partidos de fútbol, por los cuales van sintiendo los burgaleses un alarmante apasionamiento. Y digo esto porque, como a más de un regular equipo de jugadores, tenemos un orfeón, siento el temor de que acabemos siendo separatistas, puesto que las manifestaciones deportivas y lírico-musicales, en estos pueblos del norte de la Península, han sido preludio de la aparición del hecho diferencial [subrayado en el original]. Para cuando llegue el caso, contamos también con el cobijo de un buen árbol, pues ya recordarás que en el ex frondoso Paseo de la Quinta se encuentra el árbol Monín, que no es moco de pavo, pero que es, desde luego, mucho más frondoso y de mejor estampa que el de Guernica...
Un abrazo de tu incondicional y buen amigo. [rúbrica]
¡Arriba España!