De esta actitud han quedado numerosos testimonios:
Yagüe fue siempre magnánimo y caritativo. En los fusilamientos decretados, decretados con arreglo a derecho de guerra, siempre me preguntaba, en mi condición de sacerdote, si asistía a los condenados y si observaba alguna anormalidad. Yo no recuerdo que él impusiera por sí una sola sentencia de muerte. Su comentario ante fusilamientos inevitables, impuestos por tribunales de guerra, o ante las consecuencias del bombardeo de nuestros aviones, era siempre el mismo: «¡Pobres rojillos!».