Seguidamente los legionarios de la 5ª Bandera procedieron a cortar los cables y retirar las cargas. Inmediatamente otro grupo de legionarios de la misma bandera, apoyados por las armas colectivas de su unidad, obligaron a retirarse al enemigo de la orilla derecha, cruzaron el puente a golpe de granada de mano, limpiando las primeras casas y posibilitando así la entrada en la ciudad de todas las columnas nacionales. Los moros de Amador de los Ríos cruzaron el Guadiana por el puente del ferrocarril, entrando también en la población.
La maniobra de la 4ª Bandera de Vierna y el Tabor de Tetuán permitió embolsar la ciudad, impidiendo que los frentepopulistas que defendían Mérida pudiesen huir. El 11 de agosto se liberó la ciudad, y fueron sacadas de la cárcel ochenta mujeres detenidas por los milicianos socialistas y anarquistas. En diez días se habían conseguido los objetivos señalados en la orden de operaciones. Ese mismo día llegó la columna de Tella a la ciudad, a pesar de haber sostenido por el camino varios enfrentamientos con fuerzas enemigas de cierta importancia, que intentaron cortar sus avance con fuego de ametralladoras y de cañones. Por días la resistencia republicana crecía en calidad, armamento y capacidad de resistencia.
La toma de Mérida había aislado a un fuerte contingente de tropas y milicias republicanas a espaldas de las columnas sublevadas, lo que obligaba a tomar decisiones de trascendencia: se combatía contra estas tropas que podían cortar las comunicaciones con Sevilla, la fuente de suministros del Ejército Expedicionario, o se seguía avanzando a toda velocidad hacia Talavera sin tener en cuenta los problemas que esto podía provocar. Franco optó por eliminar la bolsa de tropas enemigas. Yagüe no llegó a entrar en Mérida, sino que regresó inmediatamente a su cuartel general para informar a Franco. Allí recibió la orden de lanzarse a la carrera sobre Badajoz con la finalidad de controlar la frontera portuguesa y enlazar lo antes posible con las tropas de Castilla la Vieja.
El mismo día que era ocupada Mérida por las tropas africanas, la República celebraba su primer consejo de guerra, en el que fueron condenados a la pena de muerte los generales Goded y Fernández Burriel, alzados en Barcelona. Fueron fusilados al día siguiente. Por la tarde otro consejo de guerra, celebrado en Málaga, condenó a la pena de muerte a ciento trece oficiales de la Armada de las tripulaciones de los buques Sánchez Barcáiztegui y Churruca. La represión se extendía como una mancha de aceite, imparable, por toda España, por las dos Españas. A Madrid llegaron nada más comenzar la guerra los primeros «trenes de la muerte», repletos de eclesiásticos y derechistas de diferentes lugares de España —entre ellos el obispo de Jaén—, que fueron poco después fusilados con la aprobación del ministro de Gobernación republicano.
La guerra abrió numerosos frentes en toda la geografía nacional. Allí donde se encontraban juntos nacionalistas y republicanos había abierto un frente de lucha en el que la suerte de los combates estaba por decidirse.
El frente en Aragón quedó constituido en torno a Belchite y Huesca. Fuerzas sublevadas del ejército regular y unidades de falangistas desempeñaron un papel determinante en la estabilización del frente aragonés. Simultáneamente, el general Ponte, con varias centurias de milicias de Falange de Valladolid y Burgos, logró el control del Alto del León y de Guadarrama. El dominio de estos pasos de montaña permitiría al ejército de África unirse con las tropas de Mala por la zona de Gredos. Quedaba así consolidada la zona controlada por Mola.
Varela, mientras tanto, operaba en Andalucía oriental, logrando poner fin al cerco de Granada, para luego avanzar hasta Córdoba, donde se unió a las tropas de Sáenz de Buruaga. Procedió inmediatamente a eliminar la amenaza que suponían las milicias obreras de la cuenca minera de Peñarroya y del norte de Jaén.
De las grandes ciudades andaluzas que tenían previsto controlar los golpistas, sólo Málaga «la Roja» se libró, resistiendo hasta febrero de 1937. Señalan los hermanos Salas Larrazábal que «errores estratégicos, desorganización e indisciplina condujeron a una situación caótica que alcanzó su máximo en Málaga y su provincia, y que permitió a los sublevados soldar los distintos focos de la rebelión en un todo continuo y expansivo».[187]
En el frente norte, cuatro provincias (Asturias, Santander, Guipúzcoa y Vizcaya) quedaron bajo control republicano. Las tropas de Mola se lanzaron sobre las mismas por medio de las fuerzas salidas de Galicia y Burgos, y las columnas navarras mandadas por los coroneles Solchaga, Beorlegui e Iruretagoyena. Esperando la llegada de estas columnas salvadoras estaba el coronel Aranda, que se había sublevado en Oviedo, donde lograría resistir hasta la llegada de las fuerzas de Mola; y el coronel Carrasco Amilibia, que se había sublevado el 21 de julio en San Sebastián. Quedó sitiado en los cuarteles de Loyola, donde fue obligado a rendirse. La suerte del frente norte estaba sentenciada. Era sólo cuestión de tiempo que Franco lograse su completa conquista.
Los éxitos de las tropas nacionales fueron en cierta manera posibles gracias a la oposición de los grandes sindicatos —UGT y CNT— a la recomposición del ejército regular republicano y a la falta de estructuras estatales de poder centralizadas en la zona republicana, de las que tan necesitada estaba la República ante una crisis como a la que se enfrentaba. Fue la falta de voluntad, y no la escasez de medios materiales y militares de todo tipo, lo que llevó al desmantelamiento e inoperancia de las fuerzas armadas existentes en la zona frentepopulista. Esto les llevó de derrota en derrota. El enfrentamiento entre el gobierno burgués de centro izquierda y los sindicatos y partidos de izquierdas paralizó la capacidad de combate de la República. El mejor exponente de esta situación irregular fue el nombramiento del teniente coronel Hernández Saravia, el 6 de agosto, como ministro de la Guerra. El enfrentamiento por el poder militar entre los líderes de los partidos y milicias políticas frente a los militares adictos al régimen republicano paralizó el esfuerzo de guerra que Hernández Saravia y los generales Asensio Torrado y Miaja intentaban realizar para liquidar a las fuerzas sublevadas. El peor enemigo de los defensores de la República eran ellos mismos.